Por Antonio Ostornol, escritor.
Hace una semana propuse algunas reflexiones en torno al uso de la fuerza (ya sea en sus grados mínimos o máximos) como método de imposición de las ideas, y el rol que los lenguajes juegan en dichos procesos. Específicamente, quería alertar sobre la forma en que el uso del lenguaje suele anteceder al ejercicio de la violencia, a partir de la construcción de la figura de un enemigo que amerita el castigo. Puse como ejemplo el caso de la manifestación “el que baila, pasa”, y la comparé en términos estructurales con otras formas conocidas en la historia –mucho más dramáticas y atroces (nazismo, estalinismo, dictaduras, guerras étnicas, etc.) y de consecuencias horrorosas. Más de alguien entendió que yo comparaba “literalmente” la práctica de los manifestantes chilenos con la de los, por ejemplo, campos de concentración alemanes. Ciertamente, como me comentó un enojado lector, esto puede explicarse por mi absoluta falta de creatividad para expresarme. Otros amigos más condescendientes me señalaron que era algo desproporcionada la comparación. Lo acepto, lo reconozco, lo entiendo. Es verdad que muchas veces los escritores nos excedemos con las palabras. Por eso, volvemos una y otra vez sobre ellas para intentar descubrir lo que ellas encierran.
Es verdad que muchas veces los escritores nos excedemos con las palabras. Por eso, volvemos una y otra vez sobre ellas para intentar descubrir lo que ellas encierran.
Para ello necesitaba un lenguaje ad hoc, que lo sacó del glosario histórico de la derecha chilena. Sus expresiones fueron “violentistas”, “delincuentes”, “inaceptables alteraciones del orden público”,
La instalación de dicha realidad ayudó, posiblemente, a justificar a nivel político los niveles de represión policial que se vieron y que se han traducido en graves violaciones a los derechos humanos
Y por lo mismo, quiero darle otra vuelta al tema que, para mí, es de fondo: el valor de las palabras y nuestra responsabilidad en su uso, especialmente en momentos de crisis y de incertidumbre. Cuando empezaron las primeras manifestaciones (evasiones masivas en el Metro), el foco del gobierno, en vez de intentar leer el sentido de las mismas, se centró en la idea del orden público y la necesidad de su represión. Para ello necesitaba un lenguaje ad hoc, que lo sacó del glosario histórico de la derecha chilena. Sus expresiones fueron “violentistas”, “delincuentes”, “inaceptables alteraciones del orden público”, etc. Estas expresiones justificaban reducir el problema a simplemente “levantarse más temprano para aprovechar la tarifa baja” y, al mismo tiempo, reprimir la movilización. Los resultados ya los conocemos: en menos de una semana, nos enfrentamos a una protesta social sin precedentes, al menos, en la historia breve de la democracia. Y nuevamente el intento del gobierno fue criminalizar –desde el lenguaje, por supuesto- la movilización: bandas de delincuentes, terroristas, infiltrados extranjeros, conspiradores, etc. La instalación de dicha realidad ayudó, posiblemente, a justificar a nivel político los niveles de represión policial que se vieron y que se han traducido en graves violaciones a los derechos humanos (su acreditación ha sido establecida por el INDH, la Defensoría de la niñez, la Comisión Interamericana de DD.HH., Amnistía Internacional, Human Rights Watch). El mecanismo opera: desde el lenguaje, se significa una determinada realidad que mueve a determinadas acciones. Intencionadamente o no, da lo mismo, porque los efectos son similares.
El mecanismo opera: desde el lenguaje, se significa una determinada realidad que mueve a determinadas acciones. Intencionadamente o no, da lo mismo, porque los efectos son similares.
Cuando se justifica la legitimidad de un acto de violencia contra otra persona, del tipo que sea, se sientan las bases para acciones mayores.
Se trata de Velibor Colic y del libro Los bosnios (Periférica, 2013).
Cuando se justifica la legitimidad de un acto de violencia contra otra persona, del tipo que sea, se sientan las bases para acciones mayores. Acabo de leer una novela – testimonio dramático, de un escritor bosnio. Se trata de Velibor Colic y del libro Los bosnios (Periférica, 2013). El texto narra los inicios de la guerra en los Balcanes, a comienzos de los años noventa. Este escritor fue movilizado para defender Bosnia del ataque serbio y habla desde su experiencia. Está estructurado en tres partes: hombres, ciudades y alambradas. Es el relato de la deshumanización del individuo en la guerra, de la destrucción no sólo física sino cultural y emocional, de la intolerancia y la crueldad. Escrito en capítulos breves, sintéticos, como si no quisiera que las palabras impidieran percibir la realidad, describe todo el horror de una guerra civil. Ciertamente, había intereses políticos, sociales, religiosos, económicos que la explican. Pero antes de la guerra, los dirigentes de la ex – Yugoslavia tuvieron que construir los enemigos entre aquellos que hasta el día anterior eran sus compatriotas y con quienes compartían un país, unas ciudades, un barrio, una casa. Croatas, serbios y bosnios convivían en la antigua Yugoslavia, hasta que la retórica nacionalista – “es nuestra tierra, nos pertenece, usurpadores, impíos”, y un largo etcétera-, dio pasó a una de las guerras más cruentas y salvajes ocurridas en territorio europeo.
Está estructurado en tres partes: hombres, ciudades y alambradas. Es el relato de la deshumanización del individuo en la guerra, de la destrucción no sólo física sino cultural y emocional, de la intolerancia y la crueldad.
A través de las redes sociales, he visto y escuchado muchas declaraciones –que más parecen insultos que opiniones- en las que se califica a personas, organizaciones o instituciones de modo que ameritan el peor de los castigos.
Es esta mi principal preocupación. A través de las redes sociales, he visto y escuchado muchas declaraciones –que más parecen insultos que opiniones- en las que se califica a personas, organizaciones o instituciones de modo que ameritan el peor de los castigos. No quiero que me malinterpreten: no tengo ninguna simpatía por el actual gobierno y su presidente, creo que se han equivocado mucho, han actuado a destiempo, han sido ineficientes y a duras penas entienden la naturaleza del conflicto. Pero hablar de “dictadura” o “fascismo” o “ilegitimidad”, es otra cosa. No sé si a ellos, los que están en el gobierno, les queden bien los epítetos; probablemente a unos sí y a otros, no. Pero la actuación del gobierno en el contexto político en que se desenvuelve no puede ser calificada de esa manera. La exacerbación de la calificación permite justificar en buena medida la violencia generalizada y sin control. ¿Quiénes la mueven? No lo sé (hipótesis hay por montones). No creo que sean los dirigentes sociales públicos ni los partidos políticos de izquierda. Pero todos ellos tienen alguna responsabilidad en el uso del lenguaje. El presidente del Colegio de Profesores, a propósito de la reunión que van a tener con el gobierno, decía que ellos no estaban dispuestos a “negociar”, es decir, no estaban dispuestos a… ¿establecer un acuerdo, un trato, un convenio, un pacto, un contrato, etc.? Es decir, ¿no van a transar nada? Lo contrario de una negociación es la discordia, la hostilidad. Entonces, ¿a qué van a ir? ¿A establecer las diferencias, las discordias, las hostilidades? Hace un par de semanas, en el parlamento de Chile, en un episodio que fue visto en vivo y en directo a través de la televisión, la mayoría de los partidos políticos, de oposición y gobierno, llegaron a un acuerdo para abrir paso a un proceso constituyente. Rápidamente muchos lo catalogaron de “cocina entre cuatro paredes”. De ese modo se descalifica el acuerdo, lo que es absurdo, ya que esos parlamentarios fueron elegidos para eso, para llegar a pactos. Están haciendo lo necesario y necesitan hacer más (por ejemplo, convocar a las organizaciones sociales a ser partes del proceso. ¿Cómo? Habrá que negociarlo, si es que hay voluntad).
La exacerbación de la calificación permite justificar en buena medida la violencia generalizada y sin control.
Lo contrario de una negociación es la discordia, la hostilidad.
Las diferencias son legítimas. Si no existieran, no habría necesidad de negociar ni de conversar ni de encontrar espacios comunes, es decir, de comunidad.
Las diferencias son legítimas. Si no existieran, no habría necesidad de negociar ni de conversar ni de encontrar espacios comunes, es decir, de comunidad. Lo otro es pretender la imposición y de eso, nuestra historia está llena de ejemplos, muchos de los cuales han sido bastante terribles. A propósito de lo que escribí la semana pasada, una especie de amigo antiguo, me dijo: “estás mal de la cabeza, comparar a la gente que protesta con los nazis es una infamia, propio de una enferma estulticia”. No esperaba que él estuviera de acuerdo (de hecho, a comienzos de los noventa defendía la Unión Soviética cuando ya era historia), pero habría preferido que me explicara aquello en lo que yo estaba equivocado. Quizás hubiésemos aprendido algo bueno. Puede ser que mi comparación haya sido desproporcionada; si así fue, no hice una elección cuidadosa de mi lenguaje. Pero la demanda de fondo sigue vigente: se necesita conversar.
Pero la demanda de fondo sigue vigente: se necesita conversar.
1 comment
Antonio, aunque haya algunos q censuran tus comparaciones creo q la mayoría de quienes te leemos compartimos tu visión en los actuales momentos. Más aún, tus comentarios enriquecen nuestros debates, aclaran q no se puede ir por ahí, todavía, arrastrando palabras q hace rato son lugares comunes.