Por Antonio Ostornol, escritor.
¿Podemos iniciar un proceso constituyente en un clima donde imperan los lenguajes de la guerra? En los últimos días, una parte de la derecha –recuperada de la estupefacción y el miedo que les generó el estallido social- ha decidido rechazar la posibilidad de abrir un proceso constituyente inédito en Chile, realizado en democracia, con la participación de la ciudadanía y con representación justa de sectores tradicionalmente marginados de la esfera pública: mujeres y pueblos originarios. El argumento esbozado dice relación con la pregunta inicial. Según ellos, este proceso fue en cierta forma “impuesto” en forma ilegítima, por medio de múltiples formas de violencia social. El argumento, sin duda, es falaz. Y lo es por una razón muy sencilla: más allá de la violencia o no violencia, de más o menos tranquilidad o progreso, esos sectores nunca quisieron cambiar la constitución y se aferraron a ella hasta que las pérdidas potenciales de su resistencia fueron más graves que el riesgo de un cambio constitucional.
Según ellos, este proceso fue en cierta forma “impuesto” en forma ilegítima, por medio de múltiples formas de violencia social. El argumento, sin duda, es falaz.
Javier Couso recuerda que, cuando la derecha se opuso a las reformas propuestas por la presidenta Bachelet, argumentó “que, como no había crisis, no había para qué cambiar la Constitución, y ahora señala que, como existe una crisis, no es el momento de cambiarla”.
En La Tercera de hoy (14-01-2020), el profesor de la UDP Javier Couso recuerda que, cuando la derecha se opuso a las reformas propuestas por la presidenta Bachelet, argumentó “que, como no había crisis, no había para qué cambiar la Constitución, y ahora señala que, como existe una crisis, no es el momento de cambiarla”. En ese momento, la nueva Constitución había sido parte de un programa de gobierno aprobado mayoritariamente y era ratificado por cada una de las encuestas que se realizaban. O sea, no era un tema de oportunidad, sino de convicción.
Hay elementos de la carta Fundamental que fueron diseñados en dictadura para no cambiar y garantizar el control del poder por parte de una élite económica, social y política.
Hay una derecha que quiere seguir protegida por el derecho a veto, que la actual Constitución confiere a las minorías electorales. Hay elementos de la carta Fundamental que fueron diseñados en dictadura para no cambiar y garantizar el control del poder por parte de una élite económica, social y política. Eso es una evidencia y ha quedado expuesta en la actual contingencia. Lo ha dicho en estos días –y no deja de ser sorprendente- el propio Joaquín Lavín, militante de la UDI, excandidato presidencial, Alcalde de la comuna de Las Condes. Lo vi y lo escuché anoche en televisión, entrevistado por Fernando Paulsen (uno de esos pocos periodistas que deja que sus entrevistados hablen), afirmando que este modelo de desarrollo (el chileno) se acabó, está agotado y es necesario un cambio que pasa por la nueva Constitución ya que, por ejemplo, habría que modificar la idea de un “estado subsidiario” para abordar con más justicia los temas de inequidad y eso implica cambio constitucional.
habría que modificar la idea de un “estado subsidiario” para abordar con más justicia los temas de inequidad y eso implica cambio constitucional.
La decantación del escenario político, la toma de posiciones que, en este caso, hizo parte de la derecha (el eje Allamand / Rysellberghe), me parece que es una buena señal para mirar hacia adelante. ¿Por qué pienso esto? Por una razón muy simple, en el plebiscito vamos a poder dirimir con claridad si la mayoría de los chilenos y chilenas queremos realizar un proceso constituyente que nos permita alcanzar una nueva Constitución que sea validada a través de mecanismos plenamente democráticos. Y por ello, los que no quieren cambiar la Constitución tendrán que decirlo sin tapujos y será la ciudadanía quién tome las decisiones.
Hay un riesgo, sin embargo. Y es la construcción de escenarios de guerra.
Hay un riesgo, sin embargo. Y es la construcción de escenarios de guerra. Hay sectores que conceptualizan la actual coyuntura como el escenario de una guerra. Les queda bien porque desde ese lugar se hace cada vez más difícil el diálogo, el acuerdo, el consenso. Y se hace más difícil la libre expresión de las mayorías y, por lo mismo, aumenta la posibilidad de imponerse, a través de la fuerza, a ella. El primero que intentó poner ese escenario en juego fue el Presidente, cuando quiso representar al país bajo la amenaza de una guerra y a la protesta como un problema de orden público. Eso fue un dulce para quienes no quieren un escenario democrático sino uno de guerra. La respuesta desde la izquierda confrontacional fue inmediata: se calificó al actual gobierno de fascista, se interpretó que en Chile hay una dictadura, y que la represión ha sido la única respuesta a las legítimas demandas sociales.
El primero que intentó poner ese escenario en juego fue el Presidente, cuando quiso representar al país bajo la amenaza de una guerra y a la protesta como un problema de orden público.
Este diagnóstico –funcional al del Presidente- justificaría la mantención de la violencia en las calles. Pero el escenario ha cambiado. Ya no está el millón doscientos mil chilenos movilizados. Tampoco los dos millones y medio de ciudadanos que se manifestaron por hacer una nueva Constitución en democracia. La gran mayoría de ellos, que ciertamente estuvo de acuerdo con las movilizaciones y se la jugó porque en Chile se desplazara la frontera impuesta por la vieja Constitución, ya no están en la calle y les gustaría prepararse para asegurar una gran mayoría para la opción “Apruebo” y que la nueva Constitución sea discutida por una Convención / Asamblea constituyente, elegida democráticamente, con paridad de género, representación garantizada de los pueblos originarios y posibilidad real de participación de sectores independientes. Y desde ya, esa mayoría debiera movilizarse para discutir el Chile del futuro, ese que se consagrará en la nueva Carta Fundamental.
Y desde ya, esa mayoría debiera movilizarse para discutir el Chile del futuro, ese que se consagrará en la nueva Carta Fundamental.
Mientras tanto, pareciera que mantener las movilizaciones violentas y confrontacionales (captura de Plaza Italia, boicot a la PSU) representa acciones políticas a las que no les interesa una acción ciudadana que, desde la conversación, el diálogo y las votaciones, logre pactar un nuevo ordenamiento para Chile. ¿Será así? Sería necesario que sus liderazgos (que los hay, aunque no sean como nos imaginábamos antes) expliciten sus objetivos y se sometan al escrutinio público. Algo de esta perspectiva esboza el historiador Alfredo Riquelme, especialista en procesos revolucionarios en Chile, citado en el medio digital Interferencia ( https: //interferencia.cl/ articulos/jovenes-el-conflicto-generacional-que-data-de-mayo-del-68-y-su-resonancia-en-el-chile-en) que «la decisión de la Aces de boicotear activamente la PSU y las reacciones que tal acción ha suscitado, más que oponer una nueva generación a las anteriores, responden a actitudes y convicciones políticas transversales desde la perspectiva etaria». Riquelme ve en estos escenarios el sustrato de cierto imaginario revolucionario del siglo XX: “el intento de funar la PSU tuvo el respaldo de personas de diversas edades que comparten con la ACES un cierto tipo de imaginación revolucionaria -entre vanguardista y piquetera- que tiene en el país una larga genealogía, así como la tienen, asimismo, una imaginación contrarrevolucionaria que convierte en casus belli episodios como estos, y otras miradas acerca del cambio político y social en el centro y la izquierda, centradas en la persuasión de las mayorías y en prácticas democráticas, en lugar de la presión de minorías radicales».
“el intento de funar la PSU tuvo el respaldo de personas de diversas edades que comparten con la ACES un cierto tipo de imaginación revolucionaria
El tema de las movilizaciones y el tipo de ellas no es sólo generacional, sino que político.
El tema de las movilizaciones y el tipo de ellas no es sólo generacional, sino que político. Podemos entender la rebeldía juvenil, la energía rupturista, el hastío generacional. Pero quienes ocupamos algún espacio público debemos explicitar si nuestra actitud de aplauso a esas iniciativas y, muchas veces, endiosamiento a las mismas, es una forma de comprensión de una experiencia juvenil o forma parte de una propuesta política. Deslindar estas posiciones es clave, porque hoy, desde lenguajes más o menos explícitos, hay fuerzas que tensionan el escenario político hacia la confrontación violenta (e incluso lo militar), tanto desde una izquierda con resabios guerrilleros, así como desde una derecha oligárquica y dictatorial, que interpreta el cambio constitucional como una suerte de rendición ante un enemigo en un escenario de suma cero. Ni a los unos ni a los otros pareciera importarles que tengamos una oportunidad única para ser un país más justo, más equitativo y más democrático. Afirmar la posibilidad de aislar a quienes, consciente o inconscientemente, quieren impedir nuestro debate, debiera ser nuestro compromiso. Aunque tengamos que asumir el costo de la diatriba y la denostación.
Deslindar estas posiciones es clave, porque hoy, desde lenguajes más o menos explícitos, hay fuerzas que tensionan el escenario político hacia la confrontación violenta (e incluso lo militar), tanto desde una izquierda con resabios guerrilleros, así como desde una derecha oligárquica y dictatorial, que interpreta el cambio constitucional como una suerte de rendición ante un enemigo en un escenario de suma cero.
Afirmar la posibilidad de aislar a quienes, consciente o inconscientemente, quieren impedir nuestro debate, debiera ser nuestro compromiso. Aunque tengamos que asumir el costo de la diatriba y la denostación.