Por Antonio Ostornol, escritor.
El estallido social, que no ha dejado a nadie indiferente, nos ha puesto en una encrucijada difícil de resolver: ¿cómo dialogar desde lugares y tiempos muy diferentes, cuando la percepción de la realidad tiende a ser permanentemente dicotomizada? No sé, la verdad, si esto le importe a alguien, pero a mí sí. Básicamente porque estoy convencido de que las polarizaciones suelen conducir a episodios trágicos en la historia donde, a lo menos, se podría afirmar que nadie gana.
Y hay una dicotomía que ha estado en el centro de todas las discusiones y tomas de posición: ¿es necesaria o no la violencia en política? Y la respuesta, a la luz de las evidencias, debiera ser simple: la política conlleva la violencia, es juego de fuerzas, es ejercicio de poder. En Chile, durante las últimas décadas, tuvimos formas de violencia contenidas en el marco de un acuerdo –implícito o explícito- de gestionar las fuerzas políticas y sociales en el marco de una Constitución anómala, que incluía en su naturaleza la asimetría entre las minorías y las mayorías, de una forma espuria: las minorías tenían derecho a veto sobre las mayorías (senadores designados y vitalicios, quórum calificado para sus cambios, sistema binominal), con la finalidad de sostener las posiciones de poder (político y económico) que la derecha ganó en la dictadura. A lo largo de las últimas décadas, son numerosos y sustantivos los proyectos de cambio que fueron bloqueados por la minoría: ley de divorcio, aborto en tres causales, reformas tributarias, sistema electoral, sueldos mínimos, sindicalización garantizada, etc., todas iniciativas que tomaron años en resolverse y que, en muchos casos, fueron francamente desnaturalizadas.
En Chile, durante las últimas décadas, tuvimos formas de violencia contenidas en el marco de un acuerdo –implícito o explícito- de gestionar las fuerzas políticas y sociales en el marco de una Constitución anómala
Tuvo que ocurrir este último mes y medio para que se abrieran de forma resuelta posibilidades de cambios más radicales y se equilibraran los ejes del poder. ¿Fue necesario? Sin duda. ¿Fue a tiempo? Probablemente, no. Porque la frustración, la mantención de un estado de desigualdades, la indignidad sostenida en la vida de grandes grupos de personas generó mucha rabia. Y la rabia, violencia. Si mi generación tiene alguna deuda con nuestro país, es muy posible que sea esta: no haber presionado más el espacio político para avanzar con mayor oportunidad en condiciones de equidad que hicieran más digna la sociedad que construíamos.
Tuvo que ocurrir este último mes y medio para que se abrieran de forma resuelta posibilidades de cambios más radicales y se equilibraran los ejes del poder. ¿Fue necesario? Sin duda. ¿Fue a tiempo? Probablemente, no.
Yo, al menos, me lo cuestiono desde mi propia responsabilidad. Reconozco la enorme trasformación que llevó adelante la centroizquierda en Chile entre los años 90 y hoy día. Es histórica y estoy seguro de que será reconocida de esa forma. Pero el estallido social puso en evidencia de que las diferencias, cuando son exorbitantes, se vuelven ignominiosas. Muchas veces dije, cuando veía por las calles de Santiago un auto de 60 o 70 millones de pesos, que me parecía obsceno que alguien anduviera circulando con el equivalente a una casa por las calles de nuestro país. Lo que no percibía, sin embargo, es la agresión implícita detrás de ese gesto. ¿Acaso el resto de los chilenos no trabajan duro, se levantan temprano y llegan tarde a sus casas, y se buscan el sustento con absoluta honestidad? Entonces, ¿por qué algunos pueden darse ese lujo cuando, por ejemplo, los salarios mínimos se mantienen lejos de aquello que se ha definido como un sueldo ético, es decir, suficiente para vivir una vida digna? ¿O cuando los servicios públicos son precarios y de baja calidad? El mundo empresarial chileno, cuya riqueza es en buena medida el fruto de su trabajo, pero también de la contribución de muchos chilenos y chilenas que les permitieron usar el patrimonio nacional y condiciones inmejorables para hacer negocios, tiene una gran responsabilidad, ya que ha priorizado sus ganancias desmesuradas por sobre el interés del país. No les gustan los impuestos, no quieren pagar impuestos, no pagan los impuestos que debieran. Esa es la verdad. Lo sienten como si hacerlo fuera un acto expropiatorio, y no un acto de justicia para quienes les permiten vivir en esas condiciones.
Pero el estallido social puso en evidencia de que las diferencias, cuando son exorbitantes, se vuelven ignominiosas.
No les gustan los impuestos, no quieren pagar impuestos, no pagan los impuestos que debieran. Esa es la verdad. Lo sienten como si hacerlo fuera un acto expropiatorio, y no un acto de justicia para quienes les permiten vivir en esas condiciones.
Ahora bien, la violencia fuera de todo control y mesura es también una agresión antidemocrática e inequitativa. ¿Por qué digo esto? Porque efectivamente a quienes se agrede, principalmente, es a quienes no tienen posibilidad de acción alguna frente a ella. Y estos son las personas que deben trabajar todos los días, desplazarse por la ciudad, tomar o no el metro, demorarse una hora o tres, instalar su negocio o no, etc. O sea, los que dependen día a día de su trabajo. Puede ser que a los privilegiados se les altere un poco un domingo en el Mall, pero en lo fundamental van a salvar adecuadamente la emergencia. Una o varias marchas, o paros nacionales, aparecen como una manifestación de fuerza legítima y responsable. Pero cuando la paralización es impuesta usando la fuerza por grupos más o menos masivos cuya representatividad no está garantizada, generando temor o imposibilidad real de que la gente haga lo que desee, sin ninguna propuesta de diálogo o negociación, la protesta necesaria pierde mucho de su sustento y se vuelve un gesto carente de legitimidad.
Ahora bien, la violencia fuera de todo control y mesura es también una agresión antidemocrática e inequitativa.
Puede ser que a los privilegiados se les altere un poco un domingo en el Mall, pero en lo fundamental van a salvar adecuadamente la emergencia.
Algo similar ocurre con la fuerza pública. ¿Es propio de un estado democrático usar la policía para controlar o garantizar el orden público? Por supuesto que sí y eso no es condenable, más aún cuando hablamos de un gobierno e instituciones legitimadas a través de elecciones libres en las que participaron más o menos el 40% de quienes tenían derecho (¿Serán unos seis millones de chilenos y chilenas?). Ahora bien, ¿puede este uso legítimo de la fuerza justificar la violación a los derechos humanos? Por supuesto que no, bajo ninguna condición y especialmente porque son agentes del estado, preparados y comandados para usar la fuerza en forma exclusiva y razonable. Es posible que algunos se acuerden de los intentos que distintos actores políticos de la derecha han realizado para igualar las responsabilidades entre los actos realizados por “grupos terroristas” (normalmente asociados a la izquierda) y los que han ejecutado, por ejemplo, los organismos de seguridad de la dictadura (DINA, CNI). ¡Y por supuesto que no son equivalentes! Los primeros son responsabilidad de personas o grupos, al margen del estado, y serán constitutivos de delitos. Pero cuando el estado los comete, lo hace desde una asimetría fundamental, ya que tiene todos los recursos del mismo para cometer dichos delitos. El funcionario que ha sido mandatado por el estado para ejercer la violencia, y viola los derechos humanos, tiene una doble responsabilidad: por una parte, la propia del delito; y la otra, la vulneración de su pacto con el estado.
Pero cuando el estado los comete, lo hace desde una asimetría fundamental, ya que tiene todos los recursos del mismo para cometer dichos delitos.
Por eso, son condenables las violaciones a los derechos humanos que se han cometido en estas semanas y deben ser esclarecidas y sancionadas. ¿Cuándo? Lo antes posible, garantizando una justa investigación y un justo proceso. Al igual que son condenables los saqueos, incendios y destrucción de edificios y mobiliario público, cierres de calles y alteración del funcionamiento de las ciudades. También deben ser investigados y sancionados en pleno respeto de un proceso justo. Esto es necesario y es posible hoy, entre otras cosas, porque en Chile, hace un buen rato, ya no hay dictadura.
También deben ser investigados y sancionados en pleno respeto de un proceso justo. Esto es necesario y es posible hoy, entre otras cosas, porque en Chile, hace un buen rato, ya no hay dictadura.