Por Antonio Ostornol, escritor.
No me gustaría marcar una sino muchas páginas de escritoras chilenas. Es impactante constatar que de los 54 premios nacionales de literatura que se han otorgado entre 1942 y 2018, sólo cinco han sido para mujeres: Gabriela Mistral (ya todos sabemos, post Nobel), Marta Brunet, Marcela Paz (¿cómo olvidar a Papelucho?), Isabel Allende (posiblemente la escritora chilena viva más leída en el mundo) y Diamela Eltit (estandarte de las generaciones que tuvimos que escribir en dictadura). De estas cinco, dos de ellas recibieron el premio durante la última década. ¿Qué habrá pasado con las demás? Pienso en María Luisa Bombal, Mercedes Valdivieso, Virginia Vidal o Eugenia Echeverría, para mencionar algunas (y hablo sólo de narradoras, porque es lo que más conozco). Ciertamente quedaron relegadas por un sistema de discriminación que prefirió en su momento premiar a figuras como Alone, Roque Esteban Scarpa, Volodia Teitelboim o Rodolfo Oroz, en vez de algunas de nuestras muy buenas novelistas o poetas.
Pero los tiempos han cambiado y hoy el panorama se ve diferente. En primer lugar, quiero destacar a mis compañeras de generación, aquellas con las que nos formamos juntos –codo a codo, habría dicho Benedetti- en los años ochenta, refugiados en la Sociedad de Escritores de Chile, trabajando mancomunadamente para conquistar un espacio en una sociedad reprimida por la dictadura y por las propias limitaciones de nuestra cultura. Escritoras notables como Pía Barros, Sonia González, Teresa Calderón, Lilian Elphick, Ana María del Río o Alejandra Basualto. En sus textos, el amor y el erotismo, la conciencia de una mirada de mujer autónoma y rebelde, capaz de conquistar la libertad y sus propios cuerpos, se nos aparecían como temas que nacían desde universos narrativos inexplorados que debíamos conocer. A través de ellas, en relatos que se constituían a partir de una voz narrativa que hablaba desde su propia identidad, reconocimos sus heridas y su disposición a no transar. Desafiaron los lenguajes, desafiaron los tabúes. Grandes, mis compañeras. Vale la pena leerlas, escudriñarlas, aprender de sus propuestas.
Y desde ahí en adelante, podría hacer una larga lista de grandes contadoras de historias. Originales, cada vez más transgresoras y creativas, más empoderadas con un oficio que durante años pareció patrimonio exclusivo de hombres. Recuerdo a Alejandra Costamagna, Gabriela Aguilera, Andrea Jeftanovic o Andrea Maturana. Cada una de ellas con su mundo específico y su lenguaje, pero inclaudicables en un punto: escribir desde su experiencia de ser mujeres, con sus límites, sus dolores y sus horizontes. En muchos de estos textos fui descubriendo la profundidad de la violencia que han debido experimentar, en relaciones dañadas, abusos que muchas veces nos parecían inimaginables pero que eran demasiado reales. Nuestras escritoras, a través de sus libros, cumplían con mucha propiedad lo que Kundera le pedía a la ética literaria: acercar a los lectores a una cierta condición humana escondida. En este caso, muchos de estos libros, desde perspectivas y formas diferentes, develan la realidad que las mujeres enfrentan cuando deben desplegarse en medio de un sistema de dominación patriarcal. Y cuando digo esto, no excluyo ni desmerezco el trabajo de escritores hombres que se han adentrado en estos temas. Lo que me llama la atención es, sobre todo, el lugar desde el cual se cuenta. Nuestras escritoras hablan desde la experiencia de ser mujeres –muchas veces golpeadas, ignoradas o despreciadas-, sin impostar la voz, construyendo su propio lenguaje.
Y en las últimas décadas, el despliegue de escrituras femeninas ha sido notable. Podría seguir recordando nombres y es lo que quiero hacer. Lina Meruane, Nona Fernández, Constanza Gutiérrez. Cada una desde su mundo y su particular experiencia. Más o menos políticas (en el sentido de la contingencia) pero todas políticas en el sentido que le exigía Barthes a las verdaderas escrituras, o sea, textos en los cuales un hombre o mujer afirma a través de la escritura un compromiso ético con su tiempo. Son escritoras con conciencia de su propio oficio y de lo que se juega en la palabra. Al igual que escritoras mucho más jóvenes pero que pareciera traen consigo todo el empuje de quienes las han antecedido en la tarea de constituir los mundos ficticios desde la voz de las propias mujeres. Hace poco dirigí un taller de lectura y nos centramos en escritoras nacidas en torno a la década del ochenta, o sea, en la misma época en que hacíamos literatura de resistencia con nuestras compañeras. Hablo de narradoras como Claudia Apablaza, Bernardita Bravo, Natalia Berbelagua, Isabel Baboun Garib, Alia Trabucco, Arelis Uribe, Paola Molina, Paulina Flores o Romina Reyes. En sus lecturas irrumpe un Chile más moderno, más individualista, más agresivo y difícil de vivir. Con ellas aparecen las nuevas periferias, más educadas, más provistas, pero también más frustradas y con más rabia. Y aunque desde su literatura se atisba la inequidad y el salvajismo al cual hemos estado sometidos en estos tiempos de neoliberalismo, subyace en ellas la continuidad esencial con los mundos y voces de sus antecesoras. Con más libertad al decir, con mucho desparpajo, pero con la misma intensidad: en medio de tanta modernidad, con los límites de lo posible desafiados en todos los terrenos (el amor, la familia, la maternidad, el matrimonio, el sexo, la diversión, las creencias, los excesos) siguen invitándonos a que nos asomemos al mundo donde nuestras mujeres (y ojo, no lo digo en sentido de propiedad sino de comunidad) son discriminadas, marginadas y violentadas cotidianamente.
Con más libertad al decir, con mucho desparpajo, pero con la misma intensidad
Las escritoras de nuestro país han construido un verdadero mapa, amplio y diverso, de la condición de las mujeres en nuestra sociedad. Entenderlo es tarea de todos. Hay que leerlas y aprender. Si lo hacemos, seremos mejores.
Hay que leerlas y aprender. Si lo hacemos, seremos mejores.
1 comment
Excelente homenaje a nuestras escritoras.