Por Antonio Ostornol, escritor.
Hoy marcaré territorios. Hace 25 años había ido por última vez a Arica. Para estas fiestas, decidimos visitarla. De esa ciudad tenía recuerdos vagos: techos bajos, calles estrechas, rotondas a mitad de camino. También había marcado en mi memoria el Altiplano, con sus cerros opacos, sus caminos estrechos, sus caseríos aparecidos de la nada, con los aires de una arquitectura, para mí, arrancada de los textos escolares y los reportajes de televisión. Y el lago Chungará, con su altura imponente y la puna que tritura la cabeza y hace perder el sentido de lo que se está mirando. Allí ejecuté un acto ritual: caminé muy lento, con dificultad para mantener la vertical y conservar el oxígeno, hasta el borde mismo del lago. Me agaché y toqué el agua (cristalina, pura, natural, etc.; como tiene que ser) y a lo lejos vi las garzas y seguro que otras aves que no pude ni quise identificar. Después regresé al bus con la convicción de la tarea cumplida.
Venía de Antofagasta para estudiar en el Instituto Nacional y tener la oportunidad de ser aceptado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, lo que realmente ocurrió. Desde entonces, no se movió de nuestra ciudad, excepto cuando fue expulsado del país el año 1976 y no pudo regresar hasta que recuperamos la democracia.
Antes de ese viaje, había estado en Arica a fines de los sesenta. Esa fue otro tipo de visita, de marcado carácter familiar. Era un sueño de mi padre. Él era nortino y allá estaban sus raíces, a pesar de que llegó a Santiago cuando apenas tenía quince años. Venía de Antofagasta para estudiar en el Instituto Nacional y tener la oportunidad de ser aceptado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, lo que realmente ocurrió. Desde entonces, no se movió de nuestra ciudad, excepto cuando fue expulsado del país el año 1976 y no pudo regresar hasta que recuperamos la democracia.
Mi abuela era intransigente: no transaba la educación de sus hijos. Tenía claro que el estado docente era el futuro de Chile y, especialmente, de su familia. Hablo de los años 30 y 40.
Ese viaje sesentero fue el esfuerzo gigantesco que hizo para “presentarnos” sus orígenes. Estuvimos en Antofagasta, Iquique y Arica. Eran los territorios de la familia y quería que sus hijos los conocieran. Y para lograrlo, no se fijó en gastos. Nos subimos en Valparaíso a un crucero (¿sería el Donizetti o el Rossini?) que comparado con los de hoy parecería un bote salvavidas, y tres días después desembarcábamos en Antofagasta. Nos llevó al centro de la ciudad y desde ahí caminamos por las calles que habían sido los territorios de su niñez, donde junto al tío Germán, su hermano un par de años mayor, compartían los juegos y las tareas que les imponía mi abuela, como forma de contribución a la economía familiar que, como diría Condorito, era pobre pero honrada. Salían del colegio a mediodía (tenían doble jornada) y se encargaban de repartir las viandas que la abuela Zunilda y la tía Julia preparaban para los trabajadores del puerto. Luego almorzaban y de vuelta al colegio. Mi abuela era intransigente: no transaba la educación de sus hijos. Tenía claro que el estado docente era el futuro de Chile y, especialmente, de su familia. Hablo de los años 30 y 40.
De esta forma, Antofagasta se me instaló como un territorio de origen y término, una especie de abstracción en la historia familiar.
Pero cuando estuvimos ahí, ya no había parientes en Antofagasta. Mi padre creía que por ahí quedaba un tío viviendo en un asilo. Nos tomó una tarde larga y calurosa dar con el lugar. Estaba al otro lado de la línea del tren. Cuando llegamos, la evidencia de la muerte se impuso, no sólo porque el paisaje del asilo tenía los signos claros de la antesala del cementerio, sino porque nadie recordaba realmente a ese tío y, creo que más para dejarnos tranquilos que por otra cosa, nos dijeron que al parecer se había muerto. De esta forma, Antofagasta se me instaló como un territorio de origen y término, una especie de abstracción en la historia familiar.
En Arica estaba la Boîte Manhattan, que era el único lugar que mis hermanas querían visitar, debidamente estimuladas por mis primas que parece se las sabían todas.
En Arica, en cambio, de verdad estaba la familia. Si la memoria no me falla, le caímos al tío Lautaro Ostornol, constructor civil, avecindado en la ciudad. Creo que vivían en una casa de dos pisos, muy moderna, de líneas rectas y funcionales. Y tenían un auto bonito. Pero puede que me equivoque, fue hace mucho tiempo. En esa época, se vivía el esplendor de la ciudad. Tenía casino, una ensambladora de camionetas, una zona libre donde mi padre se compró unos zapatos ingleses y yo vi una caja de pequeñas figuras del Far West, con el sheriff, el cantinero, la prostituta, el cowboy, el empleado del banco y los correspondientes asaltantes. ¡Un pueblo del oeste completo! Sin embargo, pese a las franquicias tributarias, al parecer era muy caro y no me lo compraron. A cambio, me traje mi primer reloj de pulsera (que según mi papá era mucho más práctico) y un autito Matchbox: ni más ni menos que el Aston Martin de James Bond en Goldfinger.
Me di cuenta de que había algo no resuelto y que la historia, posiblemente, era muy distinta a como la habíamos estudiado en el libro de Walterio Millán, o como se contaba en las novelas de Jorge Inostroza.
Y había más. En Arica estaba la Boîte Manhattan, que era el único lugar que mis hermanas querían visitar, debidamente estimuladas por mis primas que parece se las sabían todas. Ellas armaron grupo aparte y se iban a las playas por el día y a la boîte por la noche. Por eso, la excursión a Tacna la hicimos mis padres, mi tío y yo. Un día largo muy aburrido del que no recuerdo casi nada, excepto que paramos en un restorán de carretera donde había una rana gigante, a la que había que embocarle en la ranura de la boca, con unos tejos parecidos a los de la rayuela. Mi desempeño fue paupérrimo, de eso me acuerdo. Y también me acuerdo de otra cosa: del grupo de muchachos peruanos que, cuando se dieron cuenta de que yo era chileno, me sacaron la madre, me huevonearon de lo lindo y terminaron desafiándome con sus genitales en ristre. Me di cuenta de que había algo no resuelto y que la historia, posiblemente, era muy distinta a como la habíamos estudiado en el libro de Walterio Millán, o como se contaba en las novelas de Jorge Inostroza.
En una ciudad situada en el límite, resulta imposible no verla e interrogarla. Y lo que me queda como página marcada es lo insubstancial de la frontera.
Ese es el territorio Arica marcado en mi recuerdo. Pero la ciudad que visité ahora, cuando han pasado casi cincuenta años desde la primera vez que la conocí y veinticinco de la última vez que había estado allí, tiene otras marcas. Estuvimos allí en plena celebración de las fiestas patrias. Y aunque la señal más fuerte debiera haber sido la relevancia de la identidad nacional, la frontera estaba presente. En una ciudad situada en el límite, resulta imposible no verla e interrogarla. Y lo que me queda como página marcada es lo insubstancial de la frontera. Ahí estaba la patrulla de la PDI, las casetas de la aduana, las advertencias de campos minados, marcando una línea imaginaria que se sostiene como pura artificialidad. El territorio real atraviesa la frontera de norte a sur y de cordillera a mar. Y es un territorio milenario, donde lo chileno apenas representa un par de pespuntes en el transcurso de la historia. Y eso se puede ver: la familiaridad con Tacna, los cruces con la gente del Altiplano, los avecindados de las regiones cercanas. Conocimos una familia que viajó a Tacna temprano en la mañana para llevar el auto al taller, irse de compras durante el día y recogerlo en la noche, para volver a Arica. Otra persona nos contó que su dentista de cabecera es un peruano que lo atiende al otro lado de la frontera hace 35 años. Pareciera no haber frontera real, aunque los controles y las presencias policiales y militares así lo indiquen.
Pareciera no haber frontera real, aunque los controles y las presencias policiales y militares así lo indiquen.
Pero cuando uno se adentra hacia los valles, las diferencias se hacen todavía más tenues. ¿Qué hay de distinto entre lo que se puede ver en el valle de Lluta (Arica) y el de Miculla (Tacna)? Me imagino que en el Altiplano incluso las pronunciaciones cuesta distinguirlas. Y esta sensación de territorio amplio, más allá de las fronteras instaladas hacia el siglo XIX, se explica con nitidez cuando se visita el Museo arqueológico de San Miguel de Azapa, diseñado y gestionado por la Universidad de Tarapacá. Allí no sólo están las momias características de la cultura Chinchorro, que tienen más de 10.000 años de antigüedad y son las de más larga data a nivel mundial, sino que explica y registra con evidencia arqueológica como se fue constituyendo un gran territorio culturalmente homogéneo, integrado por culturas tan ricas como la de Tiwanaku o inka, y que alcanza su esplendor en la cultura Arica, de gran desarrollo. Este museo es una pequeña joya, por su diseño didáctico y por la excepcionalidad de sus piezas. Debiera ser un lugar de culto o peregrinación para entender la profundidad de lo que somos.
Este museo es una pequeña joya, por su diseño didáctico y por la excepcionalidad de sus piezas. Debiera ser un lugar de culto o peregrinación para entender la profundidad de lo que somos.
Es cierto que el Arica de hoy –así lo dicen los ariqueños, al menos- ya no vive de su viejo esplendor. Más de alguien nos dijo que, cuando hubo rumores de guerra, Pinochet había decidido el sacrificio de Arica para hacerse fuerte en Iquique. Para ellos, los ariqueños, Chile empieza más al sur. Pero es una ciudad encantadora, pequeña, accesible, de gente extraordinariamente amable. Es Chile y es mucho más: es historia cultural, es América latina, es la construcción de una identidad que nos acoge y nos extiende.
Es Chile y es mucho más: es historia cultural, es América latina, es la construcción de una identidad que nos acoge y nos extiende.
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Gracias tio