Por Antonio Ostornol, escritor.
Hasta el día de hoy, recordar todo el proceso que culminó con la derrota de Pinochet en el plebiscito me emociona. Un amigo con el que marchábamos por Avenida Matta rumbo al parque O´Higgins para celebrar el triunfo, con un sentido del humor fino y agudeza en el juicio, me dijo algo así como “no te olvides de este día: es el equivalente a la entrada de los sandinistas a Managua o de Fidel a La Habana”. Sí, una gran gesta. Después de años de dictadura, de muchos amigos y camaradas asesinados o caídos enfrentando a los esbirros, otros tantos exiliados, y esos que todavía duelen, porque nada sabemos a ciencia cierta acerca de su destino (aunque estoy seguro de que los mataron) y han quedado desaparecidos no sólo de la vida, sino que también de la muerte, volvíamos a caminar por las calles con cierto sentido de propiedad y certeza, confiados en que, aunque las seguridades eran precarias, ya teníamos más posibilidades de decir, como el poeta español Gabriel Celaya, “Nosotros somos quien somos. ¡Basta de Historia y de cuentos!”. Era la sensación de reconquistar la libertad, esa que de adolescentes creíamos que era un bien imperecedero y que nunca lo perderíamos.
ya teníamos más posibilidades de decir, como el poeta español Gabriel Celaya, “Nosotros somos quien somos. ¡Basta de Historia y de cuentos!”. Era la sensación de reconquistar la libertad, esa que de adolescentes creíamos que era un bien imperecedero y que nunca lo perderíamos.
En los quince años que trascurrieron desde el golpe de estado hasta ese día, vivimos con intensidad. El 11 de septiembre, dejé el local del comité central de las Juventudes Comunistas ubicado en calle República a eso de las dos de la tarde, cuando ya había empezado el toque de queda. Me refugié junto a un grupo de compañeros de enseñanza media en los edificios que están por la misma calle, al llegar a Blanco. Allí pasamos los primeros días del golpe, acogidos por una señora que por amor a su hijo y a la humanidad lo arriesgaba todo. Durante la madrugada nos allanaron. Pero en ese departamento sólo se habían quedado los compañeros que estudiaban en el mismo liceo y tenían una buena leyenda, que por suerte funcionó. Los demás, más difíciles de camuflar, nos distribuimos en viviendas de gente amiga. Yo, que era universitario y estaba ahí por mis responsabilidades militantes, observaba la escena desde el ojetillo de la puerta del departamento del frente. Miraba por sobre el hombro de un soldado de la aviación que vigilaba con su fusil de reglamento. Al día siguiente, desde la ventana del departamento, vi a varios de mis compañeros de la escuela de Economía de la Chile, acostados en la calle con la cabeza apoyada en la cuneta y las manos en la nuca, esperando lo que los aviadores iban a hacer con ellos.
Allí pasamos los primeros días del golpe, acogidos por una señora que por amor a su hijo y a la humanidad lo arriesgaba todo.
Cuando pudimos abandonar los edificios, junto a la compañera con que compartí ese encierro, nos despedimos en la esquina de República con Blanco. No la volví a ver hasta unos veinticinco años después. Ese encuentro tuvo la emoción de la historia y de las repeticiones. Seguíamos en un espacio humano común a pesar de que las vivencias de cada uno habían sido muy diferentes. Sentíamos –o al menos yo sentí- el afecto de la primera sobrevivencia compartida.
Ese compañero está siempre conmigo, en el cariño, en la amistad, aunque diez años después haya llegado a un nuevo contacto para decirme que yo ya no era miembro del comité central y que me asignarían alguna nueva tarea. Era el inicio del fin de mi relación de militante.
Recuerdo también mi primer contacto callejero en la clandestinidad, sentados con un camarada del colegio Darío Salas, en una placita cerca de Echaurren y Alameda, de esas que están escondidas del gran tráfico y conservan un aire de tiempos pasados. ¿De qué hablaríamos? Sería probablemente de los primeros presos, de la red de contactos que había que garantizar, de las casas y contraseñas que hubo que inventar para seguir funcionando. Ese compañero está siempre conmigo, en el cariño, en la amistad, aunque diez años después haya llegado a un nuevo contacto para decirme que yo ya no era miembro del comité central y que me asignarían alguna nueva tarea. Era el inicio del fin de mi relación de militante. No me convencía la nueva política del partido comunista, no compartía sus diagnósticos (los encontraba, en muchos casos, delirantes), y ya tenía mis serias dudas respecto de la validez de las teorías en que nos habíamos sustentado hasta entonces. Eran decimonónicas, fraguadas mucho antes que Freud y Saussure, mucho antes de que se nos complejizara la superestructura y descubriéramos que el lenguaje tenía capacidades que no habíamos imaginado. Y ya no me gustaba tanto el socialismo que veíamos día a día en países como la Unión Soviética, Alemania, Cuba o Corea. Se parecían mucho a nuestra realidad, a nuestra dictadura.
Y a pesar de todo, en esos diez años reconstruimos comités locales y regionales, conformamos las comisiones nacionales, llegamos a tener una organización que funcionaba con timidez, que arriesgaba la vida y que se vinculaba con mayor o menor éxito en los movimientos sociales. Recuerdo pequeños eventos: la revista “Perspectiva”, que hacíamos con un colectivo de estudiantes de castellano, historia, periodismo y filosofía (puede que se me olvide alguno, pido desde ya perdón), algunos recitales, el Colectivo de escritores jóvenes y la UEJ, las huelgas de hambre de algunos compañeros, Aquelarre, el Canto Nuevo. Y nuestro primer relegado, al que fuimos a visitar a Maintencillo en formal comisión de escuela, en algo que tuvo mucho de solidaridad y harto de día de playa.
Pocos días después, vimos la noticia de que, para escapar de sus captores, se había lanzado al paso de un bus. Iba a un punto. De esa forma, alertó a la organización. No me sorprendió. Siempre dijo que él pensaba que podría resistir todo, excepto que le hicieran algo a su hijo. Lo adoraba. Creo que fue consistente con esa convicción: no quiso llegar a estar en la posición de ver a su hijo torturado. Un dirigente especial, era Carlos: él quería que yo escribiera; pensaba que era mi principal compromiso militante.
Y en esos diez años también perdimos. Entre 1975 y 1976, los organismos represivos (DINA, Comando Conjunto, DINE, etc.) desarticularon las sucesivas direcciones del Partido Comunista y su organización juvenil. En octubre de 1976, me reuní con Carlos Contreras Maluje. En esa oportunidad nos informó de que había problemas graves de seguridad. En mi caso, sugirió que me desvinculara de todo contacto con la organización. Unas semanas después, nos cruzamos arriba de una micro, desplazándonos por la Circunvalación Américo Vespucio. No hablamos, nos miramos apenas unos segundos. Me quedó la impresión de que tenía puesto un pijama bajo la ropa. (Puedo haberlo inventado, también.) Pero creo que en ese momento él sentía que la bestia le pisaba los talones. Pocos días después, vimos la noticia de que, para escapar de sus captores, se había lanzado al paso de un bus. Iba a un punto. De esa forma, alertó a la organización. No me sorprendió. Siempre dijo que él pensaba que podría resistir todo, excepto que le hicieran algo a su hijo. Lo adoraba. Creo que fue consistente con esa convicción: no quiso llegar a estar en la posición de ver a su hijo torturado. Un dirigente especial, era Carlos: él quería que yo escribiera; pensaba que era mi principal compromiso militante.
Y luego vinieron los años oscuros, la reconstrucción lenta de la actividad política, los movimientos de masas que empezaron a desplegarse. Irrumpieron las protestas, las huelgas, las federaciones estudiantiles y sindicales. Aparecieron también las acciones armadas, los apagones, los arsenales, el atentado. Nadie estaba a salvo en esos días. Vivir era sobrevivir. Y sobrevivir era la posibilidad de mirar hacia el futuro. Le dedicamos tiempo a la revisión de nuestras propias ideas, a la reformulación de proyectos, a reinventarnos desde un nuevo lugar, donde la democracia, la equidad, la reivindicación social ocuparon un lugar central. Eso fue la Renovación Socialista y la Comunista, luego el PPD y la Concertación, y un período de veinte años donde, en muchos sentidos, cambiamos el país.
¿Todo fue bueno? ¿No quedó nada pendiente? Esas preguntas las encuentro mezquinas porque, estando en la base de un juicio crítico que se ha hecho de la gestión de la Concertación, asumen que los dirigentes –la mayoría sobrevivientes en sentido estricto de la dictadura, o sea, que no los mataron- sentirían que todo es perfecto y que Chile es un país idílico. Y eso es falso. El país cambió. Primero, con Pinochet que impuso de modo brutal un nuevo modo de vivir en nuestro país y que produjo una revolución cultural hacia el individualismo de profundidades que aún no terminamos de dimensionar; y luego, cambió con la inserción del país en un mundo globalizado, con el crecimiento económico, con la revolución de las tecnologías y de la información. Y quienes provienen del mundo concertacionista lo saben y lo piensan, y hay propuestas que apuntan a esos desarrollos. Pero hay que escuchar; todos, de capitán a paje, debemos escucharnos. Porque derrotamos a la dictadura, pero no quedamos vacunados para siempre de ella.
¿Todo fue bueno? ¿No quedó nada pendiente? Esas preguntas las encuentro mezquinas
Por eso llevo el 5 de octubre como una página marcada en mi cuerpo: para no olvidarme de que lo que hoy tenemos y disfrutamos es el fruto del esfuerzo de muchos compañeros y compañeras. Y debemos honrar sus logros, debemos cuidarlos y, aprovechando que hoy podemos hacerlo en espacios de libertad, pensar el futuro con creatividad, con amplitud, sin prejuicios y una cuota de realismo que no transforme nuestras buenas intenciones en meras utopías.
Porque derrotamos a la dictadura, pero no quedamos vacunados para siempre de ella.
1 comment
Buenisimo! Una mirada consoladora del pasado, sin negar las miserias, pero son los haraquiris propios de quienes no hicieron suficiente y le echan la culpa a los demás.