Por Antonio Ostornol, escritor.
Hoy quiero marcar algunas páginas de nuestra historia reciente, de la más antigua en otras, de algunas mucho más íntimas. Escribo un 19 de noviembre, cuando se cumplen 45 años desde que la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional, organismo creado por el estado dictatorial chileno el año 1973, con la finalidad de exterminar a los opositores al régimen de Pinochet), detuvo a mi prima Ida Vera Almarza, en la época, militante del MIR. Ella creía en la revolución y en que el camino era la conquista del poder a través de la lucha armada. Por eso llegó a su casa que había sido capturada por la DINA, junto a un par de compañeros y unas pocas armas, a rescatar una documentación que comprometía severamente a la organización. La verdad, la ratonera ya estaba montada y fueron recibido a balazos (munición de guerra). A ella la hirieron en una pierna y se la llevaron tirada en la parte posterior de una camioneta C10, Chevrolet, sin patente, vehículo característico con que el estado había provisto a los agentes de seguridad. Eran tiempos de dictadura, de fascismo real y brutal, de silencios en la prensa cuando no (la mayoría de las veces) francas mentiras cómplices. Nunca más vimos a mi prima. Supimos que estuvo en Villa Grimaldi, que la atendieron en la Clínica Santa Lucía, que la justicia le negó todos los recursos de amparo, durante meses, luego de torturas y quién sabe qué otras humillaciones, apareció en la lista de los 119, operativo que la dictadura inventó para ocultar la desaparición de detenidos políticos.
A ella la hirieron en una pierna y se la llevaron tirada en la parte posterior de una camioneta C10, Chevrolet, sin patente, vehículo característico con que el estado había provisto a los agentes de seguridad. Eran tiempos de dictadura, de fascismo real y brutal, de silencios en la prensa cuando no (la mayoría de las veces) francas mentiras cómplices. Nunca más vimos a mi prima.
Unos meses después, desde su oficina, detuvieron a mi padre.
Unos meses después, desde su oficina, detuvieron a mi padre. Él tuvo más suerte. Alcanzó a estar sólo una semana desaparecido. Cuando lo visitamos por primera vez en el campo de concentración de Tres Álamos, había bajado de peso y en las zonas visibles de la piel tenía quemaduras de cigarrillos. Muchos años después me contó que se las hicieron después de haberlo drogado, para confirmar que el suero de la verdad estaba haciendo efecto. Pero tuvo suerte. No desapareció. Estuvo un año y medio preso sin cargos ni juicios de ningún tipo, lo recluyeron en un par de campos de concentración y luego fue expulsado del país, al que no pudo volver en forma definitiva hasta el año 90. Era la dictadura, era el fascismo nuestro. Una hermana que compartió exilio con él dice que de las cosas que con mayor dolor recordaba de ese largo tiempo era cuando los marinos lo sacaban junto al resto de los prisioneros y los obligaban –bajo amenaza de castigo- a cantar la emblemática “Lili Marlen”, himno de facto del nazismo alemán.
Una hermana que compartió exilio con él dice que de las cosas que con mayor dolor recordaba de ese largo tiempo era cuando los marinos lo sacaban junto al resto de los prisioneros y los obligaban –bajo amenaza de castigo- a cantar la emblemática “Lili Marlen”, himno de facto del nazismo alemán.
La televisión, con su ligereza natural, dio amplia cobertura al evento. Más de algún periodista se sorprendió de la buena onda de los manifestantes y de los que se bajaron a bailar. Les tomó un tiempo en reparar que para algunos esto era una práctica en extremo violenta.
En medio de las actuales movilizaciones, hubo unos días en que se puso de moda una acción de los protestantes que consistía en hacer bailar a los conductores de vehículos para permitirles seguir la ruta. “El que baila, pasa” era la consigna. La televisión, con su ligereza natural, dio amplia cobertura al evento. Más de algún periodista se sorprendió de la buena onda de los manifestantes y de los que se bajaron a bailar. Les tomó un tiempo en reparar que para algunos esto era una práctica en extremo violenta. Apenas vi las primeras imágenes, recordé una escena crucial del film “Cabaret” (1972, dirigida por Bob Fosse, y protagonizada por Liza Minelli, Michael York y Joel Grey), que fui a ver cuando ya estábamos viviendo la dictadura. En la escena que refiero, un joven nazi se acerca a la terraza de un café donde un grupo de ciudadanos alemanes toma lo que aquí llamaríamos onces, y comienza a cantar el himno “Tomorrow belongs to me que en una de sus estrofas proclama que “la gloria mañana será para mí”, aludiendo al futuro del nacionalsocialismo en Alemania y el mundo. El joven, casi un adolescente, ario puro, de uniforme nazi, va lentamente imponiendo al grupo la “obligación” de sumarse a su canto e, incluso, levantar el brazo con el saludo hitleriano. En los rostros de quienes cantan, se confunden la exaltación y el miedo; unos muchachos liberales se retiran por prudencia, y un viejo obrero alemán, posiblemente judío o comunista, o ambos, se resiste al mandato de la masa y en su rostro se expresa todo el dolor y la pena de una violencia larvada a punto de estallar. Luego vendrían los pogromos, la Gestapo, los campos de concentración, el fascismo.
El joven, casi un adolescente, ario puro, de uniforme nazi, va lentamente imponiendo al grupo la “obligación” de sumarse a su canto e, incluso, levantar el brazo con el saludo hitleriano.
Aparecían así, a partir de la convicción previa de la jerarquía estalinista de que eran traidores burgueses a la patria socialista, como verdaderos criminales cuyas muertes eran justas.
En la misma línea, aunque ya con el aparato del estado desplegado como dictadura, aparecen los juicios del estalinismo contra los principales opositores al Secretario General dentro del partido comunista soviético. Ya había visto la película de Costa-Gavras (La confesión, 1970) donde se relata la mecánica de inculpación de la dirigencia disidente, que luego de largos períodos de encarcelamiento y tortura, totalmente incomunicados, cuando ya no tenían capacidad ninguna de resistir, se les obligaba a “confesar” sus crímenes (inexistentes) para ser condenados a muerte. Aparecían así, a partir de la convicción previa de la jerarquía estalinista de que eran traidores burgueses a la patria socialista, como verdaderos criminales cuyas muertes eran justas.
¿Qué hay de común en estas experiencias que he relatado?
¿Qué hay de común en estas experiencias que he relatado? La imposición de las ideas propias por la fuerza, proceso que siempre empezó por un descrédito del adversario desde el lenguaje. Si lo miramos desde esta perspectiva, la dictadura chilena (la real: 1973-1990), antes de iniciar su política de exterminio, construyó en su discurso un enemigo despreciable: antipatriota, totalitarios, violentistas, etc. En suma, despreciables en su condición humana. Todos recordarán (¿todos?) que uno de los generales hablaba de “extirpar el cáncer marxista”. Stalin y el partido comunista soviético, en los años treinta, hablaban de los contrarrevolucionarios, traidores al pueblo y enemigos de la patria. Desde la izquierda revolucionaria de los años sesenta, a quienes pertenecían a los partidos de derecha, se les acusaba de vendepatrias, chanchos burgueses, asesinos del pueblo. En un caso se justificaba la represión; en otros, el castigo revolucionario. Está ampliamente estudiado que las políticas totalitarias, de cualquier orden, comienzan siempre con la construcción de un enemigo demonizado que debe ser castigado a cualquier precio, por cualquier vía, y sin necesidad de atenerse obligatoriamente a instituciones formales.
Está ampliamente estudiado que las políticas totalitarias, de cualquier orden, comienzan siempre con la construcción de un enemigo demonizado que debe ser castigado a cualquier precio.
En este proceso de exacerbación social que hemos vivido, reaparecen los discursos que parecen venir desde el pasado: escuché a Hermógenes Pérez de Arce hablar de aplicar una mano dura que reverbera un cierto hálito a un eventual y necesario golpe de estado; he oído a dirigentes políticos y sociales referirse al actual gobierno como si fuese la dictadura. Si de algo debiera servirnos la experiencia que hemos vivido y que ha vivido la humanidad en el último siglo, es para que quienes tienen responsabilidades de liderazgo cuiden el lenguaje y aporten a la distinción compleja de lo que vivimos y no busquen formas fáciles de simplificar la naturaleza de un proceso –como lo es el que Chile está viviendo- donde los cambios serán definitivos para pensar nuestro futuro.