Piensen en lo absurdo de esto. Chile puede terminar con un presidente que nunca creyó en la nueva Constitución, cuyo sector obtuvo el 20% de los votos en el plebiscito que dio origen al proceso. Que además puede transformar el plebiscito de salida en un referéndum revocatorio de su mandato, especialmente si lo que se instala, como lo ha hecho el debate de la Convención, es la posibilidad de que se llamen a elecciones generales anticipadas, una vez que termine el trabajo de escribir la nueva carta fundamental.
Y se puede ir más allá.
Si la constitución se aprueba, puede terminar irónicamente firmada por el máximo representante del rechazo y un pinochetista confeso. Si se rechaza, hasta ahí llegó el ímpetu de cambio y el camino institucional para lograr, por fin, cambiar la Constitución de Pinochet. No son 30 años, fueron 47– dictadura refundacional incluida- y parece que no nos damos cuenta. Y seguimos sin ejercer la responsabilidad histórica en la cual nos encontramos para construir un nuevo pacto social.
Como dice una amiga por ahí, ¡Ya está bueno! la farra ha sido mucha!
Desde el mundo de la ex Concertación, ha faltado coraje para hacer un balance equilibrado «No son 30 pesos son 30 años» que sólo le ha servido a la derecha, que ha aprovechado ese vacío para apropiarse de ese legado, con sus luces y sus muchas sombras. Víctimas de la cultura de la cancelación, las voces de ese proyecto se fueron apagando y el oficialismo fue hábil en apropiarse de gobiernos que ellos mismos entorpecieron y vapulearon constantemente, donde cada avance costó años, como por ejemplo el cambio al sistema binominal o el voto de los chilenos en el exterior. Por cierto, la resurrección de ese proyecto no es posible, Chile cambió y eso es de verdad, el punto es reinterpretar esa diversidad esquiva y curiosa, pero que debe construir desde lo bueno y lo malo del pasado. Siendo capaces de deliberar en conjunto, de escucharnos, reconocernos y revisitarnos.
Desde el ámbito de «Apruebo Dignidad» falta una reflexión real sobre si se quiere mantener un discurso condenado a ser minoría o se asume que la democracia requiere construir mayorías para gobernar. Ello implica sentarse a dialogar y buscar entendimientos amplios, con los diversos. Los maximalismos son para las utopías, gobernar es otra cosa, es un justo equilibrio entre la ética de la convicción y ética de la responsabilidad, como diría el viejo Weber. Lo que se debe discutir, sin duda, son las condiciones objetivas para la velocidad de los cambios, atendiendo a una responsabilidad con el país, porque el 18/O sigue ahí, la ciudadanía molesta con el abuso de poder que clama aún por dignidad puede estar algo aletargada, porque en esta elección votaron menos personas (47,4% del padrón) que aquellas (50,9%) que, llenas de esperanza, le dieron un contundente 80% al “apruebo” en el plebiscito. O bien molesta por discursos que no miran sus realidades territoriales, especial atención debemos tener en los diversos resultados por regiones, un norte de Parisi y un sur de Kast.
En fin, se puede tener a la vuelta de la esquina una «restauración conservadora» y lo peor, que a diferencia de lo que ocurrió con Trump o ha pasado con Bolsonaro -que ya han sido experiencias nefastas- acá nos jugamos la posibilidad de validar el legado de la dictadura, sus violaciones a los DD.HH. y retroceder gravemente en derechos fundamentales, avances sociales y civilizatorios que nos han costado décadas.
No hay que minimizar la necesidad objetiva de construir una alternativa que se haga cargo de temas gruesos como la incertidumbre, la seguridad y la economía. Ofrecer gobernabilidad es imprescindible y eso requiere claridad y templanza para enfrentar la responsabilidad histórica que tiene el amplio mundo del centro y la izquierda en este proceso.
Por Danae Mlynarz Puig
Cientista política y trabajadora social