Estamos en un momento raro, se dice que lo emocional ahora impera en la política, que la racionalidad, esa misma que sistematizó Aristóteles, puede ser censurable, contraintuitiva…lo que en sí es solo una constatación de lo que es precisamente la lógica, algo que se aleja de la intuición. Como en todas las cosas las tendencias tienen hitos cuyo valor recae en el espectador, ya sea para exaltarlos o para señalar que se ha tocado fondo. Uno de esos momentos fue la puesta en escena del constituyente Nicolás Nuñez quien, guitarra en mano, se puso a cantar usando su tiempo en el estrado del plenario. No importa la letra ni en el juicio musical, ni siquiera si Jaime Bassa está “rico y crujiente” cual marraqueta según insinuó el compositor; lo interesante es la justificación del cantautor: se trataba de “des-formalizar” el espacio. Un tipo que sabe porque añadir un “des” vende mucho por estos días.
El episodio me recordó al robo del Torso de Adele en 2005. Un joven estudiante de arte sustrajo la estatua de una exposición internacional en el Museo de Bellas Artes. No fue un robo elaborado, sino un impulso que, en primera instancia, fue justificado por su autor como una forma para mostrar la vulnerabilidad del lugar. Es decir, sintió un deseo irrefrenable de partir cascando con la famosa escultura metida en su mochila de estudiante imberbe. Una vez detenido, por cierto, unos días después del robo, el entonces joven Luis Onfray, acuñó la tesis que esto era una acción de arte para demostrar que la ausencia de la obra la hacía más presente que nunca, esa fue la base de su defensa judicial. Me pregunto si esa ausencia también hubiese contribuido a “desformalizar” el lugar.
En un plano mucho menos “conceptual” hemos presenciado muchas otras performances. Las del famoso “pelao” Vade fueron bastante efímeras, pero una señora corriendo a lo Naruto por el Congreso con capa rosada no se hace nada extraña. En la misma línea, las intervenciones del diputado “Flor Motuda” son un dato de la causa, aunque su curiosa canción durante la discusión por la acusación constitucional contra el Presidente Piñera sonó más a desvarío que a algo muy elaborado. Esta última presentación fue justificada por el diputado como una suerte de denuncia porque Piñera “no quiere a Chile”. La diputada oficialista Paulina Nuñez, sin conocer esta sofisticada razón, manifestaba que cada vez que interviene el reputado artista se pone a cantar y que ya estaban habituados a eso, nada que hacer. Según Motuda al parecer Chile necesita muchísimo amor y capaz que un “apapachado” también.
En fin, si de excentricidades se trata no podemos dejar de lado la carrera presidencial. El solo hecho que compitan dos opciones con cuitas judiciales, como MEO y Parisi, ya evidencia que la cosa está rara, pero lo más curioso es cómo se ha ido articulando un escenario donde podrían prevalecer las opciones más radicalizadas. ¿Es esto tan extraño o es el resultado de algo que viene soterradamente instalándose? Aventurémonos en la segunda posibilidad y pensemos que tanto la polarización como la naturalización de performances varias vienen, ni más ni menos, de la falta o déficit de discurso, de la carencia de relatos. Todo es “emocional”.
Un joven Frederich Nietzsche, que iniciaba su vida académica con una serie de clases sobre la Grecia Clásica, sostenía que lo más importante que había generado la cultura griega no era ni la filosofía, ni la democracia como podría creerse, sino la elocuencia, el discurso hablado. No es posible entender el legado de Grecia sin la elocuencia. Pero hay que tomar en cuenta que Nietzsche no piensa en ella como un simple medio de persuasión, advierte de su complejidad tanto en la construcción de paradigmas (como el paso a la historia de Alejandro Magno gracias a los relatos de Calístenes), o la capacidad de ciertos “retóricos” de imponer sus ideas ante un público poco formado. Esto último lleva de “tener opinión sobe las cosas” a creer que se conoce “el efecto de las cosas en los hombres”, un riesgo que hace relevante el debate y el diálogo en democracia. De otra manera caemos en manos de los iluminados…¿les parece familiar?
Al leer el programa de Gabriel Boric es posible constatar que hay mucho de voluntad, pero menos de estimaciones de costos en sus principales objetivos sociales, tampoco de recaudación. Es más, hay cuestiones que ni siquiera obedecen a demandas reconocibles como que el Estado se hará cargo de las deudas de pensiones alimenticias y luego pasará a cobrarlas, sin considerar que esto sancionaría la evasión de una responsabilidad sancionada por la justicia. También plantea transporte público gratuito en ciudades “pequeñas y medianas”, como si la experiencia del Transantiago no fuese suficiente. Se pueden sumar muchas otras pero no se encontrará en ellas ninguna base económica. Mucha lluvia de ideas, mucha ocurrencia y claro está, emocionalidad.
En el lado de Kast las cosas no son mejores. Es el discurso de la vuelta al “orden”, la familia como eje central, el amor por los empresarios, la baja de impuestos y la “jibarización” del Estado. Se trata de una derecha clásica, de la “restauración”, aunque Sichel parece haber tocado una fibra al denunciar que esto hace retroceder al sector a una mirada de hace treinta años o más. De nuevo se aparece Augusto, no el Rodin de la Adele semi pilucha sino el otro.
Los griegos, aparte de la elocuencia y la retórica entendían que la vida era una tensión entre lo que denominaron lo apolíneo y lo dionisiaco. Lo primero era el orden, lo establecido, las certezas, todo aquello que explota precisamente Kast y que resume la señora del candidato al indicar que desaparecería el Ministerio de la Mujer para transformarlo en Ministerio de la Familia. Lo dionisiaco era la embriaguez, la falta de límites, el desdibujamiento del individuo o como dijo muy bien Sebastián Depolo, candidato a senador por Revolución Democrática, “vamos a meterle inestabilidad al país”.
Esa es la tensión que cruza la política por estos días. Ambos opuestos se alimentan el uno del otro y no confluyen, excepto quizás por una cosa: no creer particularmente en la democracia representativa. No importa si uno es más ideológico que el otro, porque el resultado es el mismo: una polarización que va más allá del momento electoral y puede acompañarnos por años. Sin diálogo, sin acuerdos, no hay democracia, tampoco importará mucho la nueva Constitución. Me pregunto cómo se justificará en el futuro si uno de los dos extremos termina gobernando uno al amparo de la élite, otro al cobijo de las asambleas: “es que quisimos ‘desformalizar’ la cosa política, o era importante mostrar la ‘ausencia’ de diálogo para valorarlo y ‘hacerlo presente’, o simplemente todo era ‘falta de cariño’”.
Como sea, pienso en el Torso de Adele llevada furtivamente una tarde a finales de otoño, en la sorpresa del pedestal vacío, el frenesí de la búsqueda, la angustia por lo perdido y la ansiedad del perpetrador. La belleza ausente, insustituible, invaluable el sentimiento de la desgracia evitable y el escarnio mundial. Una ausencia que, en lo más íntimo, en lo esencial, más que apuntarla a ella, nos termina señalando a nosotros mismos, en nuestras propias flaquezas y en nuestras pequeñas e irreflexivas miserias.