Este será el último cuento que no es cuento que yo escriba en pandemia. Ya me cansé. Se acabó. Llevo dos años, sin salir a la calle, sólo a dejar la basura los viernes por la mañana. A veces me cruzo con mi vecina, se llama Rita, que sale en sus pantuflas rosadas como su mascarilla. Cruzamos un par de palabras, cómo ha estado, hay que cuidarse, esto tiene para rato. El virus lo cambió todo, dice Rita, al lanzar una enorme bolsa de basura a un contenedor ubicado frente a su casa. Yo creo que fue antes, con el estallido social, le digo, mientras tiro mi bolsa idéntica a la suya en el mismo contenedor.
Claro, está mi hijo que vive en Tijuana. Me llama una vez por semana para saber si estoy vivo y yo le contesto porque quiero que piense que sí lo estoy. Antes recibía correos de mi jefe, ahora exjefe desde que dejé de contestarle sus preguntas urgentes respecto a los pedidos por cerrar desde Vancouver. Tuvo razón en despedirme, no se puede llevar adelante un negocio si el empleado no responde.
Escribí veinte cuentos, todos tétricos. Nadie puede parir cuentos felices en pandemia. No existen, en mi mente al menos. El bicho sigue galopando, melena al viento. No creo que se jubile. Reemplacé la inspiración por la depresión. El tema empezó como un pasatiempo. Unos arman rompecabezas, tejen o practican yoga. Yo me puse a escribir. A toda hora. Apuntes, recuerdos, cosas para mí, como un diario de vida. Retazos de vivencias para alivianar la carga. Un día le mandé un cuento que no era cuento a mi exnovia (estoy lleno de ex), quien me llamó poco después, entusiasmada, para contarme que le había encantado. En esos tiempos aún contestaba todas las llamadas. Me confesó que se lo había mandado a una amiga y la amiga a su hermana y así se corrió la bola de que yo estaba con antidepresivos, escribiendo unas cosas. Así dijeron. Unas cosas.
Este es un país muy hocicón y como ahora con el encierro todo el mundo tiene más tiempo libre, ni tan libre, se empezó a viralizar, como se dice ahora. La última vez que abrí Facebook no sé quién dijo que alguien debía publicar mis textos en vez de tanta huevada que nadie lee. Y una editorial recogió el guante, como decía mi madre, y contestó sin demora que ahí había talento pero que la experiencia editorial con los cuentos no había sido buena. Nada personal, sino que los chilenos no eran gente de cuentos. No pude dejar de sonreír porque siempre he pensado que esta dulce patria vive a costa de los cuentos de los otros, los míos, los tuyos y los nuestros porque no se atreve a construir y contar los propios. Pudor, le llaman.
Será para otra pandemia. Seguro que ésta no será la última. Hay que armarse de paciencia y de esperanza porque dicen que ya nada volverá a ser igual, ni en Chile ni en el mundo. Ya no sé qué creer. Peor no puede ser. En este cuento de despedida que no es cuento me permito compartir un deseo. Como estamos al borde de la primavera, quisiera creer que tanto sufrimiento habrá valido la pena, que del dolor nacerá una patria más sabia que tenga latido y memoria y alcance para todos, que sus espacios de felicidad se multipliquen como los panes y los peces en la época de los doce apóstoles.
Quisiera ser testigo de eso antes de morir, con o sin el bicho. Porque son tiempos de metamorfosis, pero no de cucarachas sino de orugas que se convierten en mariposas de fuego. En mis sueños las veo aletear y zigzaguear entre una hilera de nubes que cargan su artillería pesada hasta que, de pronto, con solo un trueno como aviso, los cielos se abren de par en par porque ya se ve que la patria está pariendo una promesa. No podía ser de otro modo porque los sueños también tienen una lógica propia. Los reclamos apremian, ya hemos perdido demasiado tiempo. Poco queda de paciencia y esperanza.
Quisiera estar ahí cuando nos levantemos de las cenizas, como dicen los cursis, como ciudadanos constituidos tras compromisos constituyentes. Se acerca de a poco la época de estrenos. Dentro de plazos breves tendremos una nueva presidenta diaguita o un nuevo presidente magallánico (la apuesta es incierta), y una flamante constitución. Empezaremos a ejercitar los músculos para una práctica de convivencia inédita que descanse en la diversidad y la confianza en vez de la competencia y la sospecha.
Quisiera estar ahí cuando eso suceda. Seguro que se me acaba la depresión.
Aunque en el intertanto no habrá tregua. De la variante delta pasaremos a la omega y de la omega a la beta. Nos pasearemos por el alfabeto griego como quien esquía por los faldones de Farellones. En mis momentos más sombríos imagino que algún día nuestros nietos nos preguntarán cómo era andar a cara descubierta por la calle o cómo la gente se saludaba con abrazos, cuánto duraban y qué se sentía.
Quisiera creer que estoy equivocado. Quizás habrá buenas noticias y los expertos del mundo dictaminarán que estamos a salvo. Que las vacunas hicieron lo suyo, que se acabaron las fases, los pasos, las cuarentenas, los brotes y rebrotes, los países en grupos de rojo, amarillo y verde, los prohibidos y permitidos porque la humanidad ya no corre peligro. Porque podemos volver a lo que estábamos, como quien reanuda un cuento que no es cuento, interrumpido por un estornudo.
Quisiera soltar el llanto para honrar el dolor y la pérdida de tantos anónimos. No puedo. Siento el corazón seco, como los pozos de los pueblos abandonados del norte. Tengo el alma agrietada, después de tanto silencio, tanta distancia y ausencia. Soy un refugiado sin pertenencia, cercado por altos muros construidos por esta prolongada emergencia. En las noches de invierno me trago un cóctel de somníferos para liberarme de las pesadillas que me arrastran a un pasado obsesivo y a un futuro que me paraliza. Ninguno de los dos me suelta la correa. Conozco de memoria lo que sucedió ayer pero no sé si habrá un mañana. Una ola de miedo me arroja a la orilla de mi cama como un pez muerto el día después.
Quisiera quemar mi mascarilla como hacíamos con las banderas hace 50 años, y abrir la ventana de mi balcón cuando el día finalmente rompa. Para constatar que el mundo no ha desaparecido. Un aire tibio baila alrededor mío, respiro hasta el fondo. Cierro los ojos y, lentamente, regreso a mi infancia. Escucho la melodía desafinada del organillero parado en la esquina de mi calle. Me quedo allí, quieto, para que los remolinos no dejen de girar, aunque aún no sea septiembre. Cuando la música se apaga, estiro el brazo, me empino un poco, y arranco una naranja hinchada de sol del árbol plantado en el centro del patio de la casa de mis padres.
Quisiera abrazar la nostalgia de ver la luz en los ojos negros de mi hijo que ahora habla como mexicano y hace años que me dice cuate y no papá. Añoro volver a sentir su aliento tibio de niño sobre mi cuello cuando duerme a mi lado en nuestras vacaciones compartidas.
Quisiera terminar de escribir este último cuento que no es cuento. Quisiera.