Mientras escribo estas líneas, Óscar Castro yace en la morgue del Hôpital Cochin, en el 14° arrondissement de Paris a la espera del funeral que tendrá efecto el lunes 3 de mayo a las 08:30 hora chilena en Ivry Sur Seine. En realidad, es su cuerpo porque su alma pajarera y su espíritu libertario hace rato que están revoloteando entre nosotros, sus amigos, que son todos los que alguna vez lo conocieron, aunque sea a la distancia.
Sí, todos. Porque el Cuervo (curiosamente, a diferencia de todos, los más cercanos le decían Óscar Emilio, todo junto) tenía una cualidad pasmosa que no he conocido en nadie más: bastaba que una persona lo viera, estuviera o conversara con él cinco minutos, para que sintiera de verdad que lo conocía de toda la vida y sintiera que los unía un lazo de amistad firme y duradero. En los años sesenta, todos éramos “caro amici” (sic) y después todos fuimos “perritos” o “perritas”.
Por eso en el caso de Óscar Emilio, “Quiero tener un millón de amigos”, no es una canción; es una realidad que explica el dolor y la pena de tantos miles que se sienten deudos que legítimamente lloran la partida de un amigo y lo expresan urbi et orbi.
Ese poder de seducción y encanto que provocaba Óscar provenía naturalmente de su manera de ser, pero principalmente de su pasión, su entrega y amor sin condiciones por el teatro y el público. Si el teatro no hubiera existido, el Cuervo habría sido un inútil o tendría que haberlo inventado. “Yo lo único que sé hacer en la vida es teatro”, decía con orgullo.
Pero ¿qué teatro? Hay críticos y eruditos que consideran que lo que hacía Óscar y el Aleph no es teatro, al menos en el sentido clásico del término. Y es posible que tengan razón, porque el repertorio, el tipo de espectáculo, el estilo de actuación y las licencias extra – teatrales que se toma traspasa todas las fronteras y límites de la disciplina.
Lo que sucede en este caso, parafraseando a Mc Luhan, es que la “obra es el actor”. Quien haya ido a ver a Óscar Castro puede que no recuerde ni el título de la obra, que confunda un espectáculo con otro, que encuentre que hay escenas, diálogos y momentos que se repiten, pero retiene en su memoria, intacta, a la persona-personaje del Cuervo Castro. Porque bastaba que él se ubicara en el último rincón del escenario para que ese rincón se convirtiera en el centro de la escena y brillara como un diamante.
Salvo contadas excepciones, el Cuervo solo actuó obras de su creación (o de creación colectiva en toda la primera etapa del Aleph) y aún en las más disparatadas situaciones de ficción, el protagonista es él y el personaje es su persona. Y eso en lugar de ser una limitación, para el público constituye una virtud y una expresión de autenticidad creativa.
En esta simbiosis y conexión entre vida y obra, aunque ha presentado más de 200 piezas, Óscar ha escrito una única obra, de un solo acto que duró 73 años, en que él es el protagonista. Por eso, sus piezas se parecen y se plagian unas a otras, se reciclan, se enchulan, se prestan personajes, músicas y parlamentos unas a otras, que el público aplaude, recuerda y agradece de pie.
Ahora bien, ¿cómo se hace el teatro de Óscar Castro? ¿Cómo se escribe una obra?
En lugar de seguir un orden, de armar una estructura en función de un tema o personaje y de seguir una secuencia lógica de escenas y luego desarrollar los diálogos, Óscar desecha todo plan y simplemente, escribe. Escribe todos los días de su vida (a partir de su instalación como dramaturgo en Ivry sur Seine), sin plan ni rumbo fijo, a veces incluso sin continuidad, como quien arma su propio “cadáver exquisito” (esa forma surrealista de escritura automática); y una vez que visceralmente siente que ha acumulado una masa crítica a punto de estallar, mira desde la altura a vuelo de Cuervo y corta, poda, disecciona, concibe y arma la estructura.
Es una especie de dislexia creativa, en que la acción precede al plan. Y el plan, aunque último, es fundamental, porque armoniza los tres preconceptos que el Cuervo aplica en todo espectáculo: música, texto y baile.
Esta absoluta falta de lógica aristotélica siempre ha sido reconocida por él y la explica por sus ancestros indígenas ( y aunque sus padres no lo fueran, Óscar sostiene que es un picunche, que según él son los indios más bonitos de América). Su forma de escribir y de contar proviene de lo que él llama la “narración indígena”, que no tiene la estructura de principio, nudo y desenlace, sino que avanza y fija el foco en los estímulos que encuentra, sin solución de continuidad.
Esta forma de narración la heredó de las rondas nocturnas en torno a una fogata que formaban los campesinos para desgranar el maíz, en que cada cual iba contando un trozo de historia para acortar las horas.
Para ilustrar la narración indígena, Óscar siempre contaba la historia de un chancho que iba a ver a su mamá que estaba enferma en el campo y que pasaba al mercado a comprar porotos, harina, aceite y vituallas para llevarle. Pero en el trayecto debía cruzar un río y cuando estaba al medio del río, vio que venía una hoja y arriba de ella cientos de hormigas con un hormigón que era el timonel que les marcaba el ritmo. Pero las hormigas en vez de remar se pusieron a tomar y bailar y se armó una tremenda pelea hasta que llegaron los pacos y tomaron preso al hormigón.
A esas alturas, a alguien se le ocurría preguntar: “¿Y qué pasó con el chancho?”. “¿Cuál chancho?”. “El que iba a ver a su mamá que estaba enferma”. “¡Ah, pero eso pasó hace mucho rato, ahora estamos con las hormigas!”.
Esta forma de narración indígena es similar a la que conocí de labios de Papá Kiko, el ya desaparecido máximo exponente de la cultura rapanui, con quien compartí días enteros en su casa de Hanga Roa donde me contó un sinfín de historias que avanzaban sin la estructura narrativa aristotélica, sino que reaccionaban según los avatares y estímulos que enfrentaba el protagonista de turno, que también cambiaba a discreción.
La experiencia creativa del Cuervo engarza perfectamente con lo que fue la forma de trabajo en el Aleph primitivo, en los años 60 y 70: la creación colectiva basada en la improvisación pura. Era más que un ejercicio de ductilidad creativa, era la forma en que cada cual exponía sus obsesiones e imponía sus términos y colectivamente se iba develando la obra.
En esos tiempos del Aleph primitivo, el público y los periodistas de espectáculos nos preguntaban siempre cuál era nuestro método de creación. Siempre sorprendidos por esa pregunta y para no decir que no teníamos ninguno, inventamos un nombre para zanjar la discusión: el método Troskilosky, que tenía la virtud de sonar parecido a los dos métodos más conocidos y en boga en aquel tiempo, el de Stanislavski y el de Grotowski.
Pocos años después, en 1971 en el Festival de Teatro de Córdoba, Argentina, Aleph tuvo la suerte de conocer y compartir con el mismísimo Jerzy Grotowski, tratarlo de don Groto, tomar mucha cerveza y escribirle a petición suya, en una servilleta, la receta de un borgoña en frutilla.
De ahí en más, el Cuervo perfeccionó el método Troskilosky a través de los cientos de obras que escribió en Francia y su poder de seducción lo llevó a conquistar el entusiasmo y el reconocimiento de lo más granado de la cultura francesa, que le otorgó la nacionalidad por gracia, lo hizo miembro del Pen Club de Paris (al que habían pertenecido solo dos chilenos: Vicente Huidobro y Pablo Neruda), lo nombró Caballero de las Artes y Letras y le concedió la Legión de Honor, la máxima distinción que otorga la República Francesa. Y hasta el día de su muerte, Óscar habló, aunque sin complejos, un francés tarzanesco.
Sin duda que tras su despedida el Theâtre Aleph de Francia y el Teatro Aleph Chile que el Cuervo legó en La Cisterna sabrán honrar y difundir su inmensa obra y preservar su memoria, pero la síntesis de sus tres personajes – el autor, el actor y el director -, ya no estará más sobre la tierra, sino sobrevolando sobre ella.
El lunes, a las 08.30 hora chilena, tendremos la última oportunidad de acompañar a la distancia, la última actuación de Óscar Emilio Castro Ramírez, antes de que haga mutis hacia la eternidad, la eternidad de un beso victorioso, como se llama una de sus obras.