Parados en medio de la calle, yo digo que llueve, tú sostienes que no. La buena fe que te reconozco no me deja otra que aceptar que nuestra interpretación del término “lluvia” no es la misma. Es que, a pesar de lo que sostienen los diccionarios, las palabras en sí mismas, solas y por su cuenta, no dicen nada. Como “huevón”, por ejemplo. Es en las narrativas que están inmersas donde se preñan de significado. Y quien dice narrativas, dice maneras de convivir. Lo hemos visto hace poco, mundialmente, con la palabra “vacuna”.
¿De dónde tamaña sabiduría filológica? Bueno, estoy casado con una persona de otro género, tengo nietas adolescentes e hijos que lo fueron. Pertenezco a una generación que no consigue llamar de la misma manera – “golpe” o “pronunciamiento”– lo que experimentamos todas. Una que debe soportar el término “estallido social” o, alternativamente, “fiesta democrática”.
Cuando las palabras colapsan, la convivencia se acaba, dijo un poeta que no recuerdo. Como ocurrió a fines de 2019 en los márgenes de las grandes manifestaciones. Como ocurre en lugares de la Araucanía. Como pasó en Iquique hace semanas atrás. Cuando hablar deviene en golpearse mutuamente con palabras. Una máquina de guerra diría un filósofo que no recuerdo. ¿Qué hacer? Hablar y hablar, tirando más y más palabras al ruedo – explicar y explicarse – es para peor. Quienes perciben que se les impone un vocabulario, se irritan más.
¿Qué hacer, entonces? Quizá regresar a lo que hay antes de hablar: el silencio. No un silencio sordo e indiferente, sino la callada vertiente de donde brota toda interpretación posible. La que intima, afina y renueva posibilidades de convivir.