En la década de 1990, la democracia pareció convertirse en el único régimen político posible. Tres décadas más tarde, la encontramos asediada por los populismos desde adentro y por las autocracias desde afuera. ¿Podrá sobrevivir a las amenazas que hoy encarnan Donald Trump por un lado y el régimen chino por el otro? Posiblemente sí, pero deberá reformarse. Eso no es novedad: la democracia siempre ha sido el más adaptable de los regímenes conocidos. La incógnita reside en las formas que adoptará y en los procesos que las moldearán.
Por Andrés Malamud Julio – Agosto 2019
Fuente: nuso.org
¿Se está muriendo la democracia? La respuesta corta es «no». La larga, para quien esté ávido de detalles, es «claro que no». Y, sin embargo, proliferan conceptos como «recesión democrática», «erosión democrática», «reversión democrática» o «muerte lenta de la democracia». Irónicamente, esto sucede 30 años después de que los seguidores de Francis Fukuyama declararan la victoria eterna de la democracia. Es evidente que no era para tanto. Pero ni la democracia era eterna entonces ni se está terminando ahora. En ausencia de blancos y negros, la actualidad combina gotas de color entre matices de gris. Después de todo, la democracia es el menos épico de los regímenes políticos. Quizás por eso, agregaría Winston Churchill, es el menos malo.Recientemente, los politólogos europeos Anna Lührmann y Staffan Lindberg publicaron un artículo sobre la «tercera ola de autocratización»1. Su argumento es que a cada ola de democratización (ya hubo tres) la sucede una contraola en la que la democracia retrocede. Sin embargo, a partir de una enorme base de datos, concluyen que no debe cundir el pánico: la actual declinación democrática es más suave que la contraola anterior, y el total de países democráticos sigue cercano a su máximo histórico. No obstante, los fatalistas abundan. Algunos ven golpes de Estado en todos los rincones. Otros sostienen que los golpes pasaron de moda pero las democracias se siguen desmoronando, ahora por la acción erosiva de quienes las atacan desde adentro. Ambos argumentos merecen consideración.
El problema clásico: los golpes de Estado
La imagen típica de la quiebra democrática es un general deponiendo, y sustituyendo, a un presidente elegido democráticamente. Esa sustitución implicaba un cambio de gobierno pero, sobre todo, un cambio de régimen. El adjetivo habitual era «militar»: un golpe militar daba lugar a un régimen militar. Pero habitualmente era un sobreentendido que no hacía falta reforzar: ¿de qué otro tipo podía ser un golpe? Esto cambió. Hoy abundan todo tipo de calificativos: golpe blando, suave, parlamentario, judicial, electoral, de mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil… Esta profusión no debe ser naturalizada. Corresponde preguntarse por qué llegamos del concepto clásico de golpe a esta panoplia de subtipos disminuidos.
Con el politólogo noruego Leiv Marsteintredet realizamos un estudio que titulamos, parafraseando un texto clásico de David Collier y Steven Levitsky, «Golpes con adjetivos». En él observamos que, aunque los golpes de Estado son cada vez más infrecuentes, el concepto es cada vez más utilizado. ¿A qué se debe este desfase entre lo que observamos y lo que nombramos? Logramos identificar tres causas. La primera es que, aunque los golpes son cada vez más inusuales, la inestabilidad política no lo es: en América Latina, varios presidentes vieron su mandato interrumpido en los últimos 30 años. Autores como Aníbal Pérez Liñán demostraron que las causas son distintas, y las consecuencias también: ahora, aunque los presidentes caigan, la democracia se mantiene2. Sin embargo, la inercia lleva a usar la misma palabra que utilizábamos antes, como si Augusto Pinochet y Michel Temer encarnaran el mismo fenómeno. La segunda causa es lo que en psicología se llama «cambio conceptual inducido por la prevalencia», un fenómeno que consiste en expandir la cobertura de un concepto cuando su ocurrencia se torna menos frecuente. Una forma más intuitiva de denominar este fenómeno es inercia. La tercera causa es la instrumentación política: a quienes sufren la inestabilidad les sirve presentarse como víctimas de un golpe y no de su propia incompetencia o de un procedimiento constitucional como el juicio político. El contraste entre los «golpes» actuales y los golpes clásicos es tan evidente que hacen falta adjetivos para disimularlo.
Un golpe clásico significaba la interrupción inconstitucional de un gobierno por parte de otro agente del Estado. Los tres elementos constitutivos eran el blanco (el jefe de Estado o gobierno), el perpetrador (otro agente estatal, generalmente las Fuerzas Armadas) y el procedimiento (secreto, rápido y, sobre todo, ilegal). En la actualidad, aunque las interrupciones de mandato siguen ocurriendo, es cada vez más infrecuente que contengan los tres elementos. En ausencia de uno de ellos, se multiplicaron los calificadores que, buscando justificar el uso de la palabra «golpe», dejan en evidencia que no lo es tanto.
Con Marsteintredet argumentamos que la proliferación de adjetivos confunde cuatro fenómenos diferentes3, que se expresan en el gráfico. De la combinación de los tres elementos constitutivos clásicos, emergen las siguientes posibilidades:
a) Si el perpetrador es un agente estatal, el blanco es el jefe de Estado y su destitución es ilegal, estamos frente a un golpe de Estado clásico. Los ejemplos típicos incluyen la sustitución de Salvador Allende por Augusto Pinochet en Chile en 1973 y la de Isabel Martínez de Perón por Jorge Rafael Videla en Argentina en 1976.
b) Si el jefe de Estado es destituido ilegalmente pero el perpetrador no es un agente estatal, el acto sería una revolución. Sin embargo, los que prefieren estirar a entender usan «golpe de la sociedad civil», «golpe electoral» o el más ubicuo «golpe de mercado», que en el gráfico se designan como «golpes con adjetivos del tipo 1». El golpe de mercado es citado, por ejemplo, como causa de la renuncia de Raúl Alfonsín en 1989, en Argentina, mientras que Nicolás Maduro denunció un «golpe electoral» cuando perdió las elecciones legislativas en 2015.
c) Si el perpetrador es un agente estatal y la destitución es ilegal, pero el blanco no es el jefe de Estado, presenciamos lo que se llama autogolpe. Esta palabra es engañosa, porque se refiere a un golpe que no es dirigido contra uno mismo, sino contra otro órgano de gobierno, como cuando el presidente cierra el Congreso. Estos casos incluyen los llamados «golpes judiciales» y el «golpe en cámara lenta», que nosotros denominamos «golpes con adjetivos del tipo 2». El autogolpe arquetípico es el de Alberto Fujimori en 1992, en Perú, pero golpe judicial se aplica a casos como el de Venezuela cuando, en 2017, el Poder Judicial resolvió retirarle las atribuciones legislativas a la Asamblea Nacional. Al golpe en cámara lenta me referiré en la siguiente sección.
d) Si el perpetrador es un agente estatal y el blanco es el jefe de Estado pero el procedimiento de destitución es legal, se trata de un juicio político o, como le dicen en Estados Unidos y Brasil, impeachment. La controversia emerge porque, aunque el Poder Judicial ratifique el procedimiento, la víctima puede alegar parcialidad y cuestionar su legitimidad. Aquí surgen el llamado «golpe blando», el «golpe parlamentario» y el aún más paradójico «golpe constitucional». Nosotros los llamamos «golpes con adjetivos del tipo 3». Las destituciones de Fernando Collor de Mello en 1992 y de Dilma Rousseff en 2016 en Brasil han sido denunciadas por sus víctimas como golpes blandos o golpes parlamentarios, dado que no hubo utilización de fuerza militar y ambos procesos se canalizaron por el Congreso con la anuencia del Poder Judicial.
Los golpes con adjetivos se distinguen por la ausencia de uno de los tres componentes clásicos del golpe de Estado. El debate sobre si tal destitución fue golpe o no sigue encendiendo pasiones y, sin embargo, es cada vez menos relevante. Porque, últimamente, las democracias no quiebran cuando cae un gobierno elegido, sino cuando se mantiene.
El problema actual: la muerte lenta
Hasta la década de 1980, las democracias morían de golpe. Literalmente. Hoy no: ahora lo hacen de a poco, lentamente. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos. Mirando más atrás en la historia, los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Gabriel Ziblatt advierten que lo que vemos en nuestros días no es la primera vez que ocurre: antes de morir de pronto, las democracias también morían desde adentro, de a poquito4. Los espectros de Benito Mussolini y Adolf Hitler recorren su libro de 2018, Cómo mueren las democracias, como ejemplo de que la democracia está siempre en construcción y las elecciones que la edifican también pueden demolerla. Esta obra es un llamado a la vigilancia para mantener la libertad.
Aunque la comparación de Hitler y Mussolini con Hugo Chávez es manifiestamente exagerada, los autores subrayan la similitud de las rutas que los llevaron al poder: siendo tres personajes poco conocidos que fueron capaces de captar la atención pública, la clave de su ascenso reside en que los políticos establecidos pasaron por alto las señales de advertencia y les entregaron el poder (Hitler y Mussolini) o les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez). La abdicación de la responsabilidad política por parte de los moderados es el umbral de la victoria de los extremistas.
Un problema de la democracia es que, a diferencia de las dictaduras, se concibe como permanente y, sin embargo, al igual que las dictaduras, su supervivencia nunca está garantizada. A la democracia hay que cultivarla cotidianamente. Como eso exige negociación, compromiso y concesiones, los reveses son inevitables y las victorias, siempre parciales. Pero esto, que cualquier demócrata sabe por experiencia y acepta por formación, es frustrante para los recién llegados. Y la impaciencia alimenta la intolerancia. Ante los obstáculos, algunos demagogos relegan la negociación y optan por capturar a los árbitros (jueces y organismos de control), comprar a los opositores y cambiar las reglas del juego. Mientras puedan hacerlo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, argumentan Levitsky y Ziblatt, la deriva autoritaria no hace saltar las alarmas. Como la rana a baño maría, la ciudadanía puede tardar demasiado en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada.
Los autores dejan tres lecciones y a cada una de ellas se asocia un desafío. La primera es que no son las instituciones, sino ciertas prácticas políticas, las que sostienen la democracia. La distinción entre presidencialismo y parlamentarismo, o entre sistemas electorales mayoritarios y minoritarios, hace las delicias de los politólogos, pero no determina la estabilidad ni la calidad del gobierno. El éxito de la democracia depende de otras dos cosas: de la tolerancia hacia el otro y de la contención institucional, es decir, de la decisión de hacer menos de lo que la ley me permite. En efecto, las constituciones no obligan a tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder ni a moderarse en el uso de las prerrogativas institucionales para garantizar un juego limpio. Sin embargo, sin normas informales que vayan en ese sentido, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funciona como previeron Montesquieu y los padres fundadores de eeuu, ni como esperaríamos los que adaptamos ese modelo en otras latitudes. El primer desafío, entonces, es comportarnos más civilmente de lo que la ley exige.
La segunda lección es que las prácticas de la tolerancia y la autocontención fructifican mejor en sociedades homogéneas… o excluyentes. El éxito de la democracia estadounidense se debió tanto a su Constitución y a sus partidos como a la esclavitud primero y a la segregación después. El desafío del presente consiste en practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural, multirracial e incluso multicultural, donde el otro es a la vez muy distinto de nosotros y parte del nosotros. Este reto interpela a todas las democracias.La tercera lección es que el problema de la polarización está en la dosis. Un poco de polarización es bueno, porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación; pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en consecuencia, empeora las políticas. El desafío de los demócratas no consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla. Levitsky y Ziblatt lo dicen así:
La polarización puede despedazar las normas democráticas. Cuando las diferencias socioeconómicas, raciales o religiosas dan lugar a un partidismo extremo, en el que las sociedades se clasifican por bandos políticos cuyas concepciones del mundo no solo son diferentes, sino, además, mutuamente excluyentes, la tolerancia resulta más difícil de sostener. Que exista cierta polarización es sano, incluso necesario, para la democracia. Y, de hecho, la experiencia histórica de las democracias en la Europa occidental nos demuestra que las normas pueden mantenerse incluso aunque existan diferencias ideológicas considerables entre partidos. Sin embargo, cuando la división social es tan honda que los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles, y sobre todo cuando sus componentes están tan segregados socialmente que rara vez interactúan, las rivalidades partidistas estables acaban por ceder paso a percepciones de amenaza mutua. Y conforme la tolerancia mutua desaparece, los políticos se sienten más tentados de abandonar la contención e intentar ganar a toda costa. Eso puede alentar el auge de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas de plano. Y cuando esto sucede, la democracia está en juego.5
Levitsky y Ziblatt concluyen su análisis con una herejía: afirman que los padres fundadores de eeuu estaban equivocados. Sin innovaciones como los partidos políticos y las normas informales de convivencia, afirman, la Constitución que con tanto esmero redactaron en Filadelfia no habría sobrevivido. Las instituciones resultaron ser más que meros reglamentos formales: están envueltas por una capa superior de entendimiento común de lo que se considera un comportamiento aceptable. La genialidad de la primera generación de dirigentes políticos estadounidenses «no radicó en crear instituciones infalibles, sino en que, además de diseñar instituciones bien pensadas, poco a poco y con dificultad implantaron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que contribuyeron al buen funcionamiento de dichas instituciones»6. Para muchos, la llegada al poder de Donald Trump señala el fin de esas creencias y prácticas compartidas. La pregunta que aflora es si pueden las instituciones sobrevivir sin ellas y por cuánto tiempo.
Los nuevos desafíos
Los seres humanos estamos viviendo la mejor etapa de nuestra historia. Nunca antes fuimos tantos ni tan saludables ni tan democráticos. Sin embargo, en Occidente creemos otra cosa: presentimos que, por primera vez en décadas, la próxima generación vivirá peor que la actual. Ambas cosas son ciertas: aunque Occidente lideró el progreso global en los últimos dos siglos, hoy son las sociedades no occidentales las que más crecen. Al mismo tiempo, en Occidente aumenta la desigualdad. Ante la acumulación de frustraciones y la deprivación relativa, es decir, la percepción de que a los demás les va mejor que a nosotros, la ciudadanía se rebela en las urnas y en las calles. Las democracias enfrentan tiempos turbulentos que, sin embargo, no serán homogéneos. El impacto será diferente entre la vieja Europa y los siempre renovados eeuu, pero también entre ambos y América Latina, denominada por Alain Rouquié «extremo Occidente». Junto con el argentino Guillermo O’Donnell, el politólogo estadounidense Philippe Schmitter es uno de los padres de la transitología –es decir, el estudio de las transiciones democráticas–7. Su objeto de estudio es lo que él llama, parafraseando al «socialismo realmente existente» con que se justificaban las limitaciones del sistema soviético, las «democracias realmente existentes». Según Schmitter, no hay nada nuevo en el hecho de que las democracias estén en crisis. La distancia entre el ideal democrático y los regímenes efectivos siempre exigió ajustes constantes, así que la capacidad adaptativa, tanto como las crisis, es un elemento constitutivo de las democracias reales. Para Schmitter, la gravedad de la crisis actual se debe a que involucra un conjunto de desafíos simultáneos en vez de consecutivos, que podían enfrentarse mediante reformas graduales. La crisis económica coexiste con la de legitimidad, y los cambios en la estructura económica se superponen con las transformaciones de la comunicación de masas. Por si fuera poco, existen amenazas, pero no alternativas a la democracia, como las que podía presentar la Unión Soviética. La reputación del régimen depende de su desempeño. El emperador democrático está desnudo y sus súbditos lo han notado. La incertidumbre y la turbulencia quizás ya no sean trazos de época sino una constante de la democracia que viene. El populismo es uno de sus síntomas más ubicuos.
Antes de seguir, corresponde una aclaración: el populismo es un fenómeno que se manifiesta en democracia. Regímenes como el de Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua ya no son populistas, sino autoritarios. Una vez dicho esto, la exacerbación del populismo, entendido como la concepción maniquea de un pueblo victimizado por una oligarquía, puede corroer y, en casos extremos, terminar con la democracia. En un artículo de 2018 titulado «¿Los pobres votan por la redistribución, contra la inmigración o contra el establishment?», Paul Marx y Gijs Schumacher publicaron los resultados de un experimento realizado en Dinamarca8, pero no es difícil percibir lo bien que viaja a otras regiones. En él muestran que los electores de clase baja votan por razones diferentes a los de clase media y alta. Sorprendentemente, la causa no es la inmigración: sobre esa cuestión no hay discrepancias. Lo que distingue a los pobres es su propensión a votar en contra de los partidos establecidos y de los políticos de carrera aun en perjuicio de sus propios intereses, por ejemplo, avalando propuestas de retracción de las políticas sociales. Cuando se enojan, los pobres cometen una herejía teórica y dejan de votar con el bolsillo. Los partidos democráticos están en peligro si no entienden que la rabia puede más que el interés.
El sociólogo italoargentino Gino Germani describía la fuente del populismo como «incongruencia de estatus». En el caso del peronismo, o del populismo latinoamericano en general, esto significaba que sectores que habían ascendido económicamente no encontraban reconocimiento político y social, y lo procuraban a través de un liderazgo que les prometía romper el orden oligárquico. El populismo de los países desarrollados invierte esta lógica: aquí la incongruencia se debe a que sectores previamente dominantes se sienten amenazados por grupos sociales ascendentes, sean minorías étnicas como en eeuu o inmigrantes como en Europa. La declinación de estatus relativo anuda los fenómenos de Trump, el Brexit, Matteo Salvini y Viktor Orbán.
Justamente, los nuevos nacionalismos europeos ponen en cuestión no solo la democracia sino también su mayor subproducto internacional: la integración regional. Entendida como un proceso por el cual Estados vecinos fusionan parcelas de soberanía para decidir en conjunto sobre problemas comunes, la integración encontró en la Unión Europea a su pionera y su caso más avanzado. El Brexit es solo una de las tres crisis que enfrenta actualmente, siendo la de la inmigración y la del euro más amenazadoras para su integridad.
En otras regiones, la amenaza a la integración es menos grave: después de todo, no puede desintegrarse lo que no se ha integrado. En América Latina, por ejemplo, la integración regional es un discurso que no echó raíces. A pesar de algunos avances en la coordinación de políticas y la circulación de personas, las fronteras latinoamericanas siguen siendo caras y duras. Las fronteras formales, eso sí. Porque donde la región ha avanzado mucho es en la integración informal, aquella que no realizan los tratados sino los bandidos. Las tres áreas en las cuales las sociedades latinoamericanas más se han integrado son la corrupción, el contrabando y el narcotráfico. En las tres, pero sobre todo en la primera, hay activa intervención estatal; en las otras dos el Estado es responsable, pero sobre todo, víctima. Es esperable que una cuarta dimensión de la integración también sea informal, involucre mucho dinero y tenga alto impacto político: se trata de la transnacionalización de las religiones organizadas. Las religiones evangélicas, en particular, consolidarán sus redes regionales beneficiadas por el acceso al poder en dos países claves, Brasil y México. Si los Estados nacionales no fortalecen la vigencia de la ley y la capacidad de implementarla en todo su territorio, la integración latinoamericana será, cada vez más, un asunto de predicadores y de delincuentes. Como sus democracias, diría un mal pensado.
La realidad es menos escabrosa, aunque no tranquilizadora. Hoy la democracia latinoamericana corre menos riesgo de ruptura o captura mafiosa que de irrelevancia. El sentido común y la investigación académica coinciden en una cosa: la economía es el principal determinante de los resultados electorales. Así como la recesión favorece a la oposición, el crecimiento económico favorece al gobierno porque los electores lo responsabilizan por el desempeño. Esto es cierto en los países centrales, donde el buen resultado de las políticas públicas depende sobre todo de factores internos. Pero ¿qué ocurre en los países periféricos, donde la economía depende de factores externos? Los politólogos brasileños Daniela Campello y Cesar Zucco demostraron que, en América del Sur (atención: no en toda América Latina), la popularidad de un presidente y sus chances de reelección dependen de dos variables que le son ajenas: el precio de los recursos naturales y la tasa de interés internacional9. El precio de los recursos naturales determina el valor de las principales exportaciones de estos países y es fijado sobre todo por el crecimiento de China. La tasa de interés determina la disponibilidad de capitales para la inversión extranjera y es fijada sobre todo por el Banco Central de eeuu (la famosa Fed). Así, cuando los recursos naturales están caros y las tasas de interés bajas, se reelige a los presidentes; cuando se invierte la relación, la oposición triunfa. Esta dinámica tiene efectos negativos sobre la democracia, porque buenos gobiernos pueden ser expulsados por culpa de los malos tiempos, mientras que malos gobiernos se mantienen en el poder gracias a vientos que no generaron. Probablemente, la salida para este dilema de la democracia no sea mejor información política, sino más desarrollo económico.
Esta discusión nos conduce a un caso extremo, que combina colapso económico con ruptura democrática: Venezuela. Los politólogos tradicionales asumimos erróneamente al Estado como algo dado y estudiamos el poder en términos de régimen político. Así, cuando vemos un régimen autoritario, esperamos que en algún momento se derrumbe y dé inicio a una transición democrática. Y creyendo hicimos creer. Ahora la mayoría de los venezolanos espera que el gobierno de Maduro se termine, sea por golpe interno o por intervención externa, y que la democracia reconstruya el país. Pero la democracia es un mecanismo para elegir al chófer que maneja el auto del Estado, y en Venezuela ese auto no tiene motor. La economía venezolana no produce el 80% de lo que consume, incluyendo alimentos y medicamentos; solo produce petróleo –y cada vez menos–. Dado que eeuu, su principal socio comercial, se tornó autosuficiente en gas y reduce a ojos vista su dependencia del petróleo extranjero, su interés en la reconstrucción venezolana es inferior a los costos que podría acarrear. Así, de los dos países que tienen recursos suficientes para reconstruir un país de este tamaño, solo China tendría interés en hacerlo, y no gratis. En este contexto de ruina económica, autoritarismo político y levantamiento popular, los escenarios que se abren para la República Bolivariana son cinco. La comparación con casos semejantes ayuda a graficarlos.
El primer escenario es una transición democrática exitosa como la que atravesó Túnez, la cuna de la «primavera árabe». En ese país lograron meter en un avión al presidente autocrático Ben Ali, mandarlo al exilio en Arabia Saudita y establecer un régimen democrático y pluralista. Los venezolanos optimistas se ilusionan con seguir el mismo camino y jubilar a Maduro en Cuba o España. Probabilidad: baja. El segundo escenario es menos alentador y consiste en la vía egipcia, en la que la marea prodemocrática consiguió derribar al dictador Hosni Mubarak pero, después de un breve experimento democrático, el régimen autoritario consiguió reequilibrarse bajo otro liderazgo. Un bolivarianismo sin Maduro aparece como una alternativa viable, que reduciría la presión sobre el régimen sin cambiarlo. El tercer escenario es Zimbabue, un país devastado donde autoritarismo e inflación convivieron durante años sin poner en causa al régimen. La destitución final de Robert Mugabe, después de 37 años en el poder, no abrió las puertas de la democracia ni resolvió los problemas económicos. Esta es la situación venezolana por default.
El cuarto escenario es Libia, un país extenso y poco poblado en el que una intervención extranjera mal planeada y mal implementada quebró el monopolio de la violencia ejercido por Muamar Gadafi y falló en construir otro. La consecuencia fue la desaparición efectiva del Estado, cuya supervivencia nominal camufla a una miríada de grupos tribales y mafiosos que se reparten el control territorial y los recursos naturales. Visto el descontrol de las fronteras venezolanas y la presencia de organizaciones criminales colombianas en su territorio, este desarrollo es cada vez más verosímil. El quinto escenario es Siria, un país en guerra civil donde los bandos no coexisten fragmentariamente, como en Libia, sino que se disputan militarmente el territorio. La probabilidad de esta evolución es baja porque las armas, en Venezuela, están todas del mismo lado. La posibilidad de que China invierta sumas astronómicas para extraer recursos naturales de Venezuela decrece del primero al cuarto escenario y desaparece en el quinto. Ello presenta una paradoja: cuanto mejor le vaya a la democracia venezolana, mayor probabilidad tendrá de convertirse en un protectorado económico.
Como alternativas a la democracia liberal, el fascismo y el comunismo quedaron fuera de combate en el siglo xx. La tragedia venezolana y su posible deriva china exhiben las dos alternativas que se le alzan en el siglo xxi: de un lado, la ineficiencia utópica del liderazgo carismático; del otro, la eficiencia distópica de la autocracia digital. La democracia será menos utópica o menos eficiente que sus rivales, pero, como quería Karl Popper, seguirá siendo el único régimen político que nos permita librarnos de nuestros gobernantes sin derramamiento de sangre.