Cometemos miles de errores cotidianamente. Los corregimos, y seguimos como si nada. En ocasiones, sin embargo, nos equivocamos en serio. Nos sorprende de pronto un acontecimiento que cambia por completo nuestro alrededor; un desasosegante ánimo de confusión y miedo nos impide tranquilizarnos con lo ocurrido.
Me equivoqué, debo corregir mis ideas, necesito una nueva explicación, me digo a mí mismo en tales ocasiones. Y es lo que hago. Converso con mi grupo de amigos igualmente descaminados, para inventar posibilidades y ocurrencias que parecen diferentes. Normalmente me ilusiono con ideas que cambian poco o nada. Trocar anverso por reverso me deja obsesionado con la misma moneda, como un terno virado no deja de ser la misma prenda. Si antes se trataba de transformar, ahora se trata de asegurar. Si antes de trataba de distribuir, ahora se trata de crecer. Como “ampliar el mensaje”, pero seguir “compañereando” a la ciudadanía…
Desde que leí a Marx dejé de suponer que pienso con mi original mentecita de homo sapiens. Pienso con mi cabeza moldeada en las condiciones básicas de mi existencia. Si bien no creo que ellas tengan raíces exclusivamente materiales – de clase -, me consta que mis ideas se nutren de las condiciones sociales cotidianas en las que existo. ¿De dónde si no? Si no me avispo sobre estas condiciones para hacerlas visibles, y poder cambiarlas, repetiré y repetiré lo que pienso, como una rocola. Es lo que debo hacer ante una equivocación en serio. ¿Cómo me gano el pan?, no es una interrogante inútil. ¿Qué clase de relaciones de producción e intercambio constituyen mi trabajo? ¿Con quienes converso regularmente? ¿Sigo leyendo las mismas publicaciones y siguiendo a las mismas columnistas? ¿Cómo recargo la rocola? Un sacudoncito de la existencia social ayuda a no terminar definitivamente de culo en las moras.