Ante la privatización y desmantelamiento a que se ha sometido la educación, hoy las universidades públicas no pueden callar ni ser neutrales al proceso constitucional que próximamente se iniciará.
El Consorcio de Universidades del Estado de Chile, conocido como CUECH, está formado por 18 centros de estudios que van desde el norte al sur del país constituyendo la columna vertebral de la educación pública superior, que agrupa aproximadamente a 200 mil estudiantes (190.940) de los cuales un 55% ya gozan hoy de gratuidad, gracias a las reformas y la ley aprobada en 2018 bajo el gobierno de la expresidenta Michelle Bachelet.
El presente año el país se prepara para una experiencia inédita en su historia como será el inicio de la redacción de una Constitución escrita por 155 constituyentes que deberán ser elegidos en votación popular los días 15 y 16 de mayo próximo. Será, además paritaria, de hombres y mujeres, y con representación de los pueblos indígenas. A diferencia de la Carta Fundamental de 1980 que nos rige, esa fue escrita por un reducido número de personas designadas y de exclusiva confianza de la junta militar que encabezaba Augusto Pinochet. Sus principales redactores fueron los abogados constitucionalistas Enrique Ortúzar, Jaime Guzmán y Sergio Diez, todos ellos de fuertes convicciones ideológicas conservadoras, católicos tradicionalistas y educados en la Universidad Católica de Chile.
La Constitución pinochetista que redactaron vino a coronar la superestructura jurídica y político-institucional que necesitaba el proyecto refundacional inspirado en los principios económicos ultra liberales de Milton Friedmann y sus seguidores chilenos de la escuela de Chicago, que quebró el eje histórico y modelo de desarrollo que, con luces y sombras, se había iniciado a partir de los años 40 del siglo pasado con la creación de CORFO y una institucionalidad que dio inicio a un proceso de industrialización, a la expansión de la educación pública, de la salud, la reforma agraria y la nacionalización de los recursos minerales, entre otras cosas. La consolidación de la dictadura cívico-militar y la supuesta legitimidad que otorgó un plebiscito fraudulento con el que se aprobó la Constitución, dio inicio a un acelerado cambio social, dando paso no a una economía si no a una sociedad de mercado, donde todo pasó a ser transable y a tener precio. Así la tradición chilena educacional y de salud pública, construida con el esfuerzo y visión de todo tipo de gobiernos democráticos, fue desmantelada y demolida para dar paso a la creación de entes educacionales universitarios privados. La misma suerte corrió el sistema de salud y de pensiones que fueron copado por empresas nacionales y extranjeras. El papel del Estado, entre cuyas obligaciones es entregar protección a sus ciudadanos, fue reemplazado por el principio de subsidiariedad, donde lo principal es traspasar esas funciones al sector privado que busca maximizar la ganancia.
Si la voz de la ciudadanía no fue escuchada ni mucho menos tenida en consideración a la hora de redactar la Constitución de 1980, mucho menos lo fueron las voces de las universidades públicas controladas por uniformados y que estaban siendo desguazadas. La principal casa de estudios del país, la Universidad de Chile, pilar fundamental en la construcción de la república, no tuvo participación alguna ni tampoco sus académicos. La sociedad chilena amordazada fue mudo testigo de cómo se consolidó la confección del ropaje constitucional que consagró la privatización de la educación, la salud, las pensiones y el agua, junto al andamiaje político para perpetuar al dictador. Hoy tenemos la seguridad que ello no se repetirá y que las universidades públicas harán oír su voz con fuerza.
Como lo ha dicho el Rector, Ennio Vivaldi: La Universidad de Chile, que representa un espacio democrático y de pluralidad académica, no puede ser neutral ante el proceso constitucional que se iniciará. La educación pública, laica y de calidad, el servicio nacional de salud, la investigación, la ciencia y la cultura, obligaciones inherentes a las universidades, no pueden ser ignoradas; deben volver a ser el centro y motor del desarrollo del país, tal como lo fueron en el pasado y como lo son en la mayoría de los países desarrollados. La anomalía heredada de la dictadura y la fatiga producida por los enclaves institucionales junto a la falta de voluntad política en algunos casos es lo que debe terminar. Los ideológos de la dictadura instalaron un paradigma en la educación no como resultado de una revolución científica, entendido en el sentido epistemólgico que le da Thomas Kuhn al término, si no, contra toda lógica educativa, fue impuesto por una concepción ideológica inédita, basada en principios economicistas donde lo que se privilegia no es la formación y enseñanza, si no derechamente el lucro. Por ello hoy no pueden callar ni ser neutrales las universidades públicas ante el proceso constitucional que próximamente se iniciará.
Tanto las candidatas como los candidatos a la convención constitucional tienen la responsabilidad de representar el sentimiento expresado por los millones de chilenas y chilenos que marcharon por todo el país en las jornadas de octubre de 2019 exigiendo dignidad. No es un tema ideológico recuperar el espacio que tuvo en nuestra sociedad la educación pública y sus universidades. Nadie pide el término de colegios o de las universidades privadas que surgieron como callampas después de la lluvia, a partir de 1981. Hemos visto su recorrido, como algunas se consolidaron dejando al lado el lucro, otras obtienen jugosas utilidades y varias desaparecieron sin pena ni gloria dejando frustrados y estafados a miles de jóvenes y sus familias que creyeron en el nuevo sistema. Lo que muchos esperan de la nueva Constitución es que las universidades públicas a lo largo de Chile vuelvan a ser el centro de la vida académica, científica, artística y cultural para formar profesionales libres al servicio del país.