Nos encontramos frente a un dilema. ¿Debemos empujar las reformas comprometidas o cabe ser cautelosos? Para ambas opciones habrá siempre una adecuada justificación. Esto se vuelve más relevante aún, dado el complejo escenario económico y político que vive el mundo.
Esas desagradables contradicciones
Los análisis respecto al comportamiento de la economía chilena no son escasos y tienden a aumentar a medida que se aprecia la aparición de ciertos nubarrones en el horizonte. Eso hace de los economistas una especie con marcada propensión a lo luctuoso. No en vano ha sido llamada “la ciencia triste”, y ello no es antojadizo puesto que, en realidad, la economía nunca está bien. La razón fundamental de tan lúgubre constatación es que vivimos en una sociedad de clases y, no solo eso, una sociedad cruzada de esquina a esquina de contradicciones antagónicas.
Es cierto que, desde el momento en que existen grupos sociales distintos, existen contradicciones y esto no es necesariamente perjudicial, mientras se mantenga en las coordenadas de que “lo que yo deseo” es distinto a “lo que deseas tú”. Es más, ese tipo de contradicciones no antagónicas promueven la existencia de diversidad en medio de la sociedad, y ello es sano y fuente de progreso. Sin embargo, existe un tipo especial de contradicciones que son las llamadas “antagónicas”.
Las contradicciones antagónicas se encuentran encarnadas en grupos sociales diferentes y opuestos, en tanto la maximización del bienestar de unos, supone necesariamente el perjuicio de los otros. A estos grupos los llamamos “clases sociales” y, en el estadio actual de nuestro desarrollo social, encarnan en “trabajadores” y “empresarios”. Ambos se encuentran abocados a maximizar su bienestar tratando de capturar una parte mayor del excedente productivo, que es el remanente que resulta luego de cubrir los costos de la producción.[1] Ese remanente también se conoce como “utilidades” o “beneficios” empresariales, y esas denominaciones aluden al sector que generalmente se queda con ellas.
El escenario o el campo de batalla en que ambas clases se disputan el excedente productivo es generalmente la “Negociación Colectiva”, sea en su versión moderna, como un proceso escrupulosamente reglado -como todo en Chile-, o en las calles, mediante la fuerza. Ciertamente, si el excedente se incrementa, ambos pueden mejorar su posición, es decir, pueden aumentar los salarios y también los beneficios. Pero, inevitablemente, cada centavo que se va a engrosar la nómina salarial es un centavo que no se transforma en utilidades para el empresario y, claro, también viceversa. Esto es la esencia de la lucha de clases.
Otras expresiones del conflicto de clases
Si bien la disputa por el excedente es el espacio en que con más claridad se aprecia el carácter antagónico de la sociedad de clases, existen multitud de otros momentos del quehacer económico que reflejan igual condición. En particular, los desequilibrios que conducen a situaciones de inflación o desempleo.
Como sabemos, la inflación es el aumento sostenido de los precios. Esto afecta el poder adquisitivo del ingreso con que cuentan las personas, si este no varía en el mismo sentido y proporción en que los hacen los precios. Por otra parte, el desempleo es resultado de la diminución de la actividad económica, que destruye puestos de trabajo existentes o evita que se creen otros nuevos.
Buena parte de los problemas de política económica está relacionada con la presencia de estos fenómenos. El efecto del desempleo no es necesario detallarlo y se combate, generalmente, con políticas de estímulo, sea llevando más dinero a la economía para dinamizar la actividad, o directamente con política fiscal que aumenta el gasto del gobierno. En el caso de la inflación, se tiende a asociarla con un exceso de dinero en circulación, y es atacada mediante el aumento de la tasa de interés del Banco Central. Con mayores tasas, el dinero se queda en los bancos – resulta muy caro pedirlo prestado-
En general estas fórmulas resultan, pero el problema viene cuando ambos fenómenos se dan juntos. Es lo que se conoce como “estanflación”. En ese caso los precios suben al mismo tiempo que la actividad cae, y provoca más desempleo.
Si la autoridad económica ataca la desocupación, corre el serio riesgo de aumentar la inflación, pero si se enfoca en los precios, verá cómo se desploma la actividad y los desocupados se incrementan.[2] Ciertamente el problema tiene mayor complejidad porque muchas veces la inflación no se relaciona con un exceso de dinero en la economía doméstica, sino con factores externos, como en buena medida está ocurriendo ahora con la situación de los mercados de la energía y los alimentos, derivada de la guerra en Europa, o los abastecimientos, resultado de la pandemia reciente.
Sin embargo, nuestro Banco Central opina otra cosa y responde subiendo drásticamente la TPM, empujándonos a un cuadro de estanflación. Enfrentados a este dilema, cabe la pregunta: ¿qué es peor, perder poder adquisitivo por culpa de la inflación, o comprometer todo el ingreso por culpa del desempleo?
Frente al desempleo existe un grupo directamente perjudicado que son las personas trabajadoras, las que por definición viven de su salario. Por otra parte, la inflación actúa de modo igualmente directo frente a aquellas personas que viven de un salario, y cuando lo reciben, deben gastarlo íntegramente o en una gran proporción. Ellos ven cómo su ingreso compra cada vez menos cosas en el mercado. No es el caso de los sectores más acomodados, que solo destinan una fracción menor de su ingreso al consumo, ahorrando el excedente que no necesitan gastar. Sin embargo, estos mismos que transforman ese ingreso excedente en ahorro, muchas veces lo hacen en instrumentos financieros que no están protegidos de la inflación, que en general, aunque más riesgosos, son también más rentables. Así, no solo las personas trabajadoras se ven afectadas por la inflación, también aquellas que poseen grandes saldos de ahorro. En atención a esto, el dilema de la autoridad económica o, incluso, del discurso económico, es: ¿a quién hay que proteger y de qué?
En un escenario de estanflación o cercano, la elección de política depende del estado de la lucha de clases. Sin embargo, ello no se expresa directamente, quedando oculto tras el velo ideológico del discurso económico convencional. De manera pertinaz, nos recordará que el verdadero enemigo de los menos favorecidos es la inflación y, contra ella, bien vale cualquier sacrificio. Para acto seguido, elevar la tasa de interés, empujándonos a la recesión. Los de siempre han pagado el precio del ajuste, pero ahora creen que está bien hacerlo.
La economía chilena está expuesta a un escenario de estanflación. A pesar de lo drástico de la política de contracción monetaria a través de la TPM, la probabilidad de que la inflación ceda es remota, puesto que los principales factores que explican su nivel son exógenos. Esto no significa que no existan variables endógenas relacionadas con el aumento del circulante -que se produce con el efecto de los retiros de los fondos de pensiones-, pero ellas solo han actuado como mecanismos de refuerzo y difusión. Para una robusta observación de las últimas dos décadas, Ramón López ha identificado que solo un 20% de la inflación observada responde a incrementos de la demanda interna e, incluso en los últimos cinco meses de 2021 con todo el efecto de los retiros de las AFPs, ese impacto no supera el 33%. La inflación en una economía como la chilena, pequeña y abierta, es un fenómeno exógeno.[3]
Existen otros variados ejemplos de cómo las relaciones entre los grupos sociales y su poder relativo determinan en sentido de la política económica. Las propias definiciones respecto a la orientación de mediano plazo que tiene el modelo de desarrollo reflejan el estado del conflicto de clases. Diseñar una combinación de políticas públicas para incentivar una orientación extractivista o una más centrada en la agregación de valor, mediante el tratamiento de los recursos naturales, implica optar por una estructura ocupacional de mayor productividad y mejores condiciones laborales, o por una matriz rentista, en que los productores apropian beneficios derivados de la explotación de RR.NN. no renovables y no solo del trabajo, que es lo habitual. Una u otra alternativa es resultado del estado en que se encuentre el conflicto de clases, el que está fuertemente condicionado por las miradas ideológicas que cruzan el discurso económico que machaca, contumaz, que la inflación es mala porque perjudica a los más pobres y bien vale cualquier cosa para controlarla. O que el mercado es un mejor asignador de recursos que el Estado. Por tanto, si el capital decide invertir en la producción de bienes primarios, es mejor que el Estado no obstaculice esas fuerzas y, por el contrario, haga de las políticas públicas un factor que favorezca su desarrollo, puesto que generará mayor crecimiento y más empleos.
Nuestros viejos problemas
Una mirada rápida al comportamiento del PIB evidencia un estancamiento severo de la actividad económica. Si descontamos la turbulencia de los años 2020 y 2021, por los efectos de la pandemia, tenemos una economía en la práctica estancada. A principios de la década pasada (2010 – 2012), el PIB crecía a una tasa cercana al 5,7%. En el trienio 2014 – 2016, la expansión fue del 2,0%, y en el periodo anterior a la pandemia alcanzó 1,7%, lo que lleva a que el PIB per cápita esté cerca de cero.
Una característica del periodo es que ha estado lejos de ser homogéneo en lo político. Hasta el año pasado se intercalaron gobiernos de sello progresista y conservador, con exagerada precisión. Sin embargo, es claro que en materia económica el empresariado fue capaz de contener los afanes reformistas de los dos gobiernos de Michele Bachelet.
Tempranamente aparecieron distintas hipótesis acerca de las causas de este estancamiento y, en general, se planteaban desde dos enfoques opuestos, aunque ambos inscritos en lo que denominó “la trampa de los ingresos medios”. El primero aludía a lo que se planteó como la necesaria Revolución Microeconómica para la economía chilena, que consistía en un profundo proceso de desregulación.[4] Desde este punto de vista, la presencia del Estado en la economía generaba una serie de obstáculos para el crecimiento.
Desde otra perspectiva, se replanteaba la idea de “la trampa de los ingresos medios”, que volvía sobre la vieja idea de buscar una nueva inserción en el mundo global,[5] con una visión alternativa, en ese sentido, ponía énfasis en la necesidad de impulsar reformas sociales que viabilizaran el crecimiento de la productividad a la luz de un nuevo pacto social.[6]
Sin embargo, el bloqueo de las fuerzas conservadoras impidió las reformas del último gobierno de Michele Bachelet, lo que a la postre ha supuesto extender en el tiempo esta situación de agotamiento del modelo de desarrollo. El estallido social de 2019 es resultado directo de la incapacidad de abordar el problema.
El gráfico anterior está construido con las horas efectivamente trabajadas y el PIB[7], y refleja una situación en que la productividad del trabajo es prácticamente nula. Nuevamente hay que omitir los años de la pandemia, que suponen una distorsión de las tendencias de mediano plazo. Sin embargo, la situación resulta bastante evidente.
No es solo que la inversión resulte insuficiente para elevar la productividad; además está el hecho de que la inversión en I+D, que en Chile equivale al 0,36% del PIB, resulta particularmente baja. El promedio de la OCDE para este valor es del 2,57% del PIB, es decir, más de siete veces mayor.[8] El por qué de este problema deriva del carácter extractivista del modelo. La inversión en I+D es necesaria para aquellos que procesan recursos, no para los que solo lo extraen.
Los datos disponibles nos muestran que la inversión y el consumo de los hogares se mantienen en línea con las tendencias de mediano plazo. El primer caso está vinculado y explica directamente el comportamiento de la productividad.
La contrapartida es el desempeño del gasto público, el que ha logrado sostener la actividad económica en la primera parte de esta última década. Sin embargo, el profundo retroceso durante el último gobierno generó un escenario que profundizó el impacto de la pandemia en sus primeros momentos.
Viejos y nuevos problemas
La situación coyuntural de la economía en Chile está condicionada por un escenario externo particularmente adverso, como no se ha visto probablemente en las últimas siete décadas. La pandemia y el confinamiento desarticularon el sistema logístico global y dejaron una economía mundial desabastecida de partes y piezas, lo que ha redundado en escasez de bienes manufacturados e incremento de precios. A ello se ha sumado un incremento tendencial del precio de la energía y los combustibles, lo que incrementa los costos de producción alrededor del mundo. El efecto inflacionario no se ha hecho esperar y desde mediados de 2021 comenzó a extenderse por el globo.
Frente al escenario de la pandemia, los gobiernos del mundo salieron a prestar un apoyo decidido a sus sistemas sanitarios y a la economía que se encontraba paralizada como efecto del confinamiento. Desde China a EE.UU., y desde Europa hasta Chile, las políticas públicas respondieron de una u otra manera, con inéditos estímulos, lo que a la postre, si bien permitió mantener las economías a flote, ha contribuido a la subida de precios.
Hasta ahí, el escenario era de presiones inflacionarias importadas que han provocado desequilibrios internos agudizados en menor medida por el efecto del aumento de la liquidez por los retiros y la política fiscal expansiva del año pasado.
Sin embargo, como bien señala la Ley de Murphy, las cosas siempre pueden empeorar. La guerra en Europa ha provocado un colapso en dos mercados clave: el del petróleo y sus derivados, y el de los alimentos,[9] lo que refuerza las tendencias antes descritas.
Este contexto, de por sí difícil para Chile, enmarca las tensiones internas en torno a las transformaciones necesarias de la sociedad y la economía. La nueva Constitución y la reforma tributaria son la puerta de entrada a los grandes cambios en áreas clave como salud, educación y pensiones. Pero ello ocurre en el peor contexto interno, con una inflación del 10,5% anual y una desocupación en el 7,5%, pero que esconde una tasa de participación que aún no recupera los niveles precrisis. Es decir, hay un potencial de incremento de la desocupación que podría duplicar la actual tasa.[10]
En este cuadro se cae en el dilema clásico: empujar las reformas o esperar tiempos mejores. Resulta evidente quiénes se alinean tras cada alternativa, aunque podríamos llevarnos una sorpresa al mirar con más cuidado. A simple vista no parecería muy descabellada una mirada que ponga el acento en la cautela. Después de todo, es cierto que enfrentamos el peor de los contextos, y el impacto sobre una economía como la chilena resulta inevitable. En ese sentido, se explica cierto temor respecto a que, en el marco de una nueva Constitución que pretende asegurar distintos derechos para la ciudadanía, una reforma tributaria importante podría afectar la inversión y todo lo que ello supone.
Sin embargo, la alternativa de la cautela solo apunta a la
conservación de las condiciones presentes, y en ella prevalecen los problemas
descritos anteriormente. La economía chilena lleva una década mostrando signos
evidentes de agotamiento, y si no han estallado en una crisis de mayor magnitud
es porque enfrentaron entornos relativamente favorables. Ese mundo terminó y no
volverá en el corto plazo. A ese modelo de desarrollo agotado se ha sumado una
conflictividad política en ascenso que llega al punto de no hacerlo viable. Impulsar
las transformaciones hoy es un imperativo que resulta impostergable, y es el
único camino para crear condiciones de entorno que favorezcan el aumento de la
productividad. Para eso la ciudadanía votó por un candidato y un programa.
Es de esperar que sepa defender esa opción.
[1] Desde el punto de vista de la economía política, ese excedente es resultado del aporte del trabajo a la producción y es apropiado por el empresario, bajo la denominación de “utilidades”.
[2] En economía existe una función que grafica este trade off y se conoce como la Curva de Phillips, que expresa la relación inversa de ambas variables. Esto hace que el problema sea principalmente político.
[3] López, R. y Sepúlveda, K. (mayo 2022) “What is the Effect of Domestic Demand Shocks on Inflation in a Small Open Economy? Chile 2000- 2021” SDT 533 econ.uchile.cl/publicaciones
[4] https://lyd.org/producto/politicas-una-revolucion-microeconomica/
[5] https://www.cieplan.org/la-trampa-de-los-paises-de-ingreso-medio-desafios-para-la-cooperacion/
[6] Escobar, P. (2015) “La trampa de los ingresos medios, un problema de la acumulación de capital”. Mimeo, Santiago de Chile.
[7] La expresión es ) que representa la variación del PIB, menos el promedio de las horas efectivamente trabajadas, multiplicado por los ocupados. Esto supone la exclusión de los ausentes.
[8] https://datos.bancomundial.org/indicator/GB.XPD.RSDV.GD.ZS?locations=CL
[9] En columnas anteriores del 30 de marzo y el 07 de abril, hemos analizado ambos casos.
[10] https://www.ine.cl/docs/default-source/ocupacion-y-desocupacion/boletines/2021/pa%C3%ADs/boletin-empleo-nacional-trimestre-movil-noviembre-2021—diciembre-2021—enero-2022.pdf?sfvrsn=31a8555a_4