Leer la pena. Por Fernando Butazzoni

por La Nueva Mirada

Cada cierto tiempo, la posibilidad de una guerra con armas atómicas se ha agitado como un espantajo terrorífico desde que Estados Unidos dejó caer el primer bombazo sobre Hiroshima, hace 77 años. Ahora la amenaza vuelve a estar sobre el tapete gracias a Putin, Biden, Pelosi y compañía, pero lo cierto es que ya casi nadie recuerda lo que pasó en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y en Nagasaki tres días después, el 9 de agosto. O, mejor dicho, lo que existe en el público es el recuerdo vago de un episodio horrible pero ajeno, inquietante pero lejanísimo, que aconteció hace casi un siglo.

Un recuerdo que es vago porque fue manipulado por Estados Unidos y sus chupamedias hasta el infinito desde el mismo momento de las explosiones. Buen ejemplo de ello es el discurso del presidente Harry Truman cuando anunció que se había lanzado la primera bomba: «Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas».

Dicen que Truman no se caracterizaba por su sutileza. Aquella fue una alocución de tres minutos y medio, realizada desde el crucero Augusta, cuando el mandatario regresaba de la conferencia de Potsdam. Supuestamente les hablaba a los japoneses, pero en realidad le estaba hablando a Stalin.

Otra perla de ese collar de manipulaciones es la plegaria pronunciada en el senado de EEUU por el pastor Kiyoshi Tanimoto, sobreviviente él mismo del bombardeo nuclear de Hiroshima, donde vivió en carne propia los espantos que siguieron a la explosión. En enero de 1951 y en Washington D.C., ante los senadores del país que lo había bombardeado, aquel cristiano japonés hizo gala de una gran serenidad y expresó lo siguiente: «Padre Nuestro que estás en los cielos, te damos gracias por la enorme bendición que has dado a los Estados Unidos al permitirle construir, durante esta última década, la más grande civilización de la historia humana. Te damos gracias, Dios, por haber permitido que Japón sea uno de los venturosos destinatarios de la generosidad americana». El fragmento lo citó con gran puntería el colombiano Juan Gabriel Vásquez, en su magnífico prólogo al libro Hiroshima, de John Hersey, que él mismo tradujo.

Nota para los incrédulos: el texto original del reverendo Tanimoto se puede leer en el sitio web del Congreso de los Estados Unidos (congress.gov) en: Congressional Record: Proceedings and Debates of the 82d Congress, First Session, Volume 97, Part 16.

Hoy, hasta los propios japoneses parecen haber echado un manto de olvido sobre aquel holocausto (80 mil muertos instantáneos, 120 mil más en los siguientes 4 meses). Desde hace años se debate en Japón el abandono del pacifismo doctrinario (nacido con la derrota y establecido en su Constitución), para convertir a las actuales «fuerzas de autodefensa» en un ejército regular como cualquier otro. De ahí a tener su propio arsenal nuclear no habrá más que un paso, o dos: de Tokio a Washington y luego de Washington a Tokio.

La memoria suele hacer trampas, y muchas veces termina amortajada por la publicidad, la propaganda de los estados, la prédica, el barullo, las maniobras políticas y mediáticas. Sin embargo, la memoria histórica no debería trampear los hechos, y para ello se han ideado los monumentos, los museos, y en especial los bien llamados «sitios de memoria», como si así se dijera: aquí pasó lo que pasó. Es una materia en permanente disputa. El académico James Foard lo llamó, en uno de sus ensayos sobre las implicancias de Hiroshima, «el dilema sobre la jurisdicción de la memoria». En América Latina hay notorios ejemplos de ese dilema.

Durante décadas Estados Unidos azuzó el miedo de sus ciudadanos a recibir un ataque nuclear. El único país que ha lanzado bombas atómicas en una guerra es el que acusó una y otra vez a sus adversarios o enemigos de prepararse para lanzar bombas atómicas sobre suelo estadounidense. Ahora vuelve a hacerlo. En esta ocasión, la insensata aventura de Putin en Ucrania fue la coartada para retomar la iniciativa en ese campo, y la visita de Nancy Pelosi a Taiwán y a la zona desmilitarizada entre las dos Coreas no hizo más que reafirmarla. De insensateces va la cosa.

Muchos sitios de memoria, en todo el mundo, se han perdido para siempre. Los han convertido en modernos edificios, en hipermercados, en estacionamientos gigantes. En Hiroshima sobrevive la Cúpula Genbaku, un edificio semiderruido de 1915 que se conserva tal como quedó después de la explosión, que ocurrió casi encima de él, a 600 metros de altura. Está rodeado por un hermoso parque, llamado Parque de la Paz (donde hay otros monumentos emplazados posteriormente), y por muchos edificios de oficinas, tan modernos e impersonales como en cualquier otro lugar del mundo. Acero, vidrio, negocios. También lo roza un río, uno de esos ríos que van a dar a la mar.

Y quedan los libros, que cuando son honestos se vuelven trincheras inexpugnables de la memoria, ya sea a través de la crónica, del testimonio, del reportaje o de la ficción. Siempre habrá algún ejemplar de algún libro en donde se cuente una historia que muchos no conocen y que otros no recuerdan y que otros más no quieren que se conozca ni se recuerde. Y allí estará, en un estante de biblioteca o escondido en un sótano o guardado en un pendrive, pero estará.

En estos días releí por tercera o cuarta vez Hiroshima, el breve y espeluznante libro de Hersey. Un texto ejemplar de literatura y periodismo. Seco, sin retórica ni firuletes, construido con el horror más puro, escrito con la única pretensión de contar un puñado de historias de supervivencia para que fueran recordadas. En tiempos de amenazas insensatas y de grandes incertidumbres, vale la pena leer Hiroshima. Y recordar a través de esa pena.

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