Una larga historia
Probablemente la inflación es el término más recurrido a la hora de anunciar amenazas reales o imaginarias a una economía. En el caso de Chile, basta mencionarlo para que de inmediato se haga presente la experiencia de la Unidad Popular, y cuando se esgrime el ejemplo, se alude a cifras a veces afiebradas. Se han mencionado los números más estrambóticas para ejemplificar la gravedad del problema, aunque las más sensatas hablan de un 600% en el último año. La realidad, según el Banco Central (BCCh), es que en septiembre de 1973 la inflación anualizada era del 286,1%, y con la política de liberalización de precios instaurada por la dictadura, el año terminó con un 508%.
Aunque la evidencia nos sitúe lejos de la mitología, es innegable que el valor alcanzado en septiembre es probablemente el peor registro de nuestra historia, acarreando en esa época considerables perjuicios al desenvolvimiento de la economía y al poder adquisitivo de diversos segmentos de trabajadores y en especial a las capas medias. Ellas no contaban con organizaciones sindicales que cautelaran el poder adquisitivo de los salarios, cosa que estaba más presente en los trabajadores urbanos que contaban con esa protección en una proporción importante. No obstante, los salarios, en rigor, estaban por completo indexados en la práctica, lo cual no contribuía precisamente al control del problema.
Sin embargo, la historia económica de la inflación en Chile es una serie con muchas temporadas y que recién a mediados de los años 90 tendió a estacionarse permanentemente en un solo dígito, coincidiendo con la tendencia mundial.
https://datos.bancomundial.org/indicador/FP.CPI.TOTL.ZG?end=2020&start=1980
Nos agrada creer que el control de la inflación es resultado de la heroica gesta del Banco Central autónomo, diseñado por la dictadura como parte de sus leyes de amarre. Pero, en realidad, su desempeño no difiere de lo realizado por otros gestores de política monetaria con una institucionalidad distinta, al tiempo que tiene como saldo en contra la brecha entre el producto potencial y el efectivo, es decir, la política que implementó mantuvo sistemáticamente un desempeño subóptimo de la economía y, por tanto, niveles de desempleo que pudieron ser menores. Ello dio lugar a un costo social del que nadie se hace cargo, menos el BCCh, que no rinde cuentas ante nadie y solo se limita a exponer su informe de política monetaria (IPOM) ante el Congreso, pero sin que resulten vinculantes las apreciaciones que pueda suscitar.
Desde que se iniciara la larga transición (los llamados treinta años), el control de la inflación se estableció como un bien superior ante el cual bien valían los sacrificios que fueran necesarios y, por si surgía alguna duda por el camino, se creaba una institucionalidad para el BCCh que protegía sus decisiones de las veleidades de la democracia. Sin embargo, el resultado estuvo en línea con los dictados del Consenso de Washington, emanado del BM, el FMI y el Tesoro norteamericano a finales de los años 80. Esta autonomía lograda para la política monetaria habría sido la responsable del comportamiento de los precios internos y, sobre ese entendido, muchos sectores políticos y técnicos defienden a brazo partido la actual autonomía del BCCh.
Sin embargo, se omiten ciertos aspectos que son reveladores. Uno de ellos es que la economía chilena ha sido históricamente dependiente de los ciclos internacionales de actividad y de precios, al punto que ni siquiera hemos tenido alguna burbuja propia que, al pincharse, hunda las finanzas y nos precipite a una crisis. Se dispara una crisis de actividad cuando quienes compran las materias primas que ofrecemos dejan de hacerlo porque tienen sus propios problemas o porque se produce una contracción en la oferta de dinero que permite financiar una balanza de pagos con una desagradable propensión al déficit. Cuando observamos una caída en la inversión, estamos viendo el síntoma de un fenómeno de origen externo habitualmente que primero hunde la inversión extranjera directa y al que luego se suma la inversión local en manos de una burguesía con una arraigada vocación rentista.
Otro de esos aspectos es que los precios internos son también en extremo sensibles al estado de los mercados internacionales, sean de energía o de bienes manufacturados (escenario que estamos viviendo actualmente). Lo que se muestra como un gran logro de la gestión monetaria del BCCh es más bien, en realidad, resultado de tendencias globales. Chile, un importador neto de manufacturas y expuesto a las turbulencias históricas de esos mercados, se benefició de la estabilización que estos experimentaron cuando ingresaron los tigres asiáticos primero y luego China e India como oferentes de manufacturas de bajo costo. La baja en el precio de los textiles es ejemplo de aquello.
La inflación chilena tiene episodios muy contados en que un exceso de dinero persigue un conjunto reducido de bienes, tal como un clásico manual buscaría convencernos de que es lo normal. Cuando lo logra, sea el viejo manual de economía neoclásica o los dictados del pensamiento único, se dan las condiciones para que el sheriff del pueblo saque a relucir sus pistolas. Así el BCCh nos empobrece y nos deja sin empleo como resultado de su política recesiva, y logra su cometido cuando los precios comienzan a ceder. Lo que en realidad ha ocurrido es que la política contractiva derrumba la demanda, no que se haya atacado el origen del problema. El sheriff logra matar una mosca con el disparo de una escopeta. Luego se retira satisfecho cabalgando hacia el ocaso (los milenials deben buscar el youtube algún final de western clásico).
Un escenario más complejo
El tema de los últimos días fue la intempestiva alza de los tipos de interés por parte del BCCh, que en 90 días ha quintuplicado la TPM. La razón aducida es que la inflación proyectada a diciembre estaría en torno al 5%, por encima de la meta del 3% que es su objetivo. De inmediato se instaló el debate sobre la utilidad de esta iniciativa, dado el alto costo en actividad que ello supone y el impacto que registra en los fondos de pensiones de renta fija. Desde los defensores de la ortodoxia se ha señalado que una tasa de 2,75 anual continúa siendo expansiva en tanto la inflación está por encima de ese. valor. Pero lo cierto, es que la señal que envía al mercado es devastadora: el BCCh declara que está dispuesto a hacer lo que sea para que la inflación no se escape del rango meta establecido. Las expectativas generadas, según el propio emisor, sitúan la TPM en 4% a un año y en 4,25% a dos. El sheriff está dispuesto a matarnos y la razón que expone se fundamenta en que el problema del desequilibrio se encuentra al interior y deriva de los retiros de fondos de las AFPs. Los cerca de 50 mil millones de dólares retirados estarían detrás de la subida de precios. Identificados los culpables, se procede al linchamiento.
Sin embargo, quedan muchos cabos sueltos. Luego del primer y segundo retiro, un porcentaje importante de los afiliados se quedó sin fondos en su AFP. Con el tercer retiro se consolida el hecho que las personas que reciben parte de sus fondos son aquellos de rentas medianas y altas, (de mayor edad y de alta densidad de cotización) que no enfrentan una propensión significativa al consumo, es decir, no necesitan abarrotar los mercados disputando los supuestos bienes escasos. Finalmente, entre las personas que han retirado parte de sus fondos, un porcentaje importante lo ha destinado a saldar deudas. Evidencia de ello es la caída sistemática de la morosidad, que se ha reducido en un 22,1%. Por otra parte, los saldos en cuentas corrientes han crecido un 42% según la CMF, todo lo cual ciertamente no conlleva efecto inflacionario. Si no estamos presionando de manera inusual los mercados internos, porque los salarios no han crecido significativamente ni los retiros parecen haber inundado las calles de dinero provocando una situación de escasez generalizada de bienes, ¿por qué los precios suben?
Un problema estructural
Toda mirada prospectiva sobre el futuro inmediato encuentra un antes y un después en la pandemia que, sin duda, ha trastocado principios fundamentales del funcionamiento de las sociedades en el mundo. Sin embargo, ello no puede hacernos olvidar que la economía mundial y, en particular, el sistema financiero internacional, aún no internaliza completamente lo que empujó a la llamada crisis subprime del 2008. Ese fue el inicio del fin del pensamiento único que en economía se había entronizado junto al Consenso de Washington veinte años antes. El mundo despertó de la dramática ensoñación a la que había sido llevado, descubriendo que un mercado libre de controles no era más que una palanca de acumulación en manos de los poderosos. Pero, cambiar los paradigmas es un proceso lento.
El pensamiento económico comienza a girar lentamente hacia nuevos derroteros para hacer frente a los desafíos crecientes de una humanidad que aún arrastra carencias seculares, al tiempo que da los primeros pasos para colonizar Marte. Las nuevas preocupaciones del FMI y el BM en torno a la distribución del ingreso como factor de estabilidad política, social y económica tanto o más relevante en el presente que los sacrosantos equilibrios macroeconómicos de los años 90, dan prueba de ello.
En ese contexto se produce la pandemia que pone al planeta frente a un escenario apocalíptico propio de la ficción. Es cierto que no hay zombis u otras amenazas hollywoodenses, siempre muy vistosas. Pero hay una interrupción de la producción de bienes en distintas partes del mundo: desde una camisa en Bangladesh a semiconductores en Seúl o Shenzhen. El efecto inmediato fue la abrumadora reducción de los envíos, que provocó un hecho inédito en el sofisticado sistema de logística de la marina mercante. Previo al inicio de la pandemia, el transporte marítimo venía creciendo al 5% promedio anual en el último quinquenio, para caer abruptamente al 0,5% en 2019 y luego desplomarse iniciada ya la crisis sanitaria.
El complejo sistema de transporte de mercancías por el mundo se sustenta en un stock de contenedores, muchos de ellos refrigerados para transportar bienes perecibles, que se desplazan de puerto en puerto, cambiando su contenido. La paralización del comercio dejó esos contenedores repartidos por el mundo sin que se haya logrado poner nuevamente en marcha el sistema, que implica llevar contenedores a lugares en que se necesitan realizar embarques, pero con el problema agregado de que la presión sobre los procesos de carga y descarga en los terminales se ha multiplicado, mientras la capacidad portuaria no lo ha hecho ni puede hacerlo más que marginalmente.
El mundo está pleno de tiendas que esperan la llegada de envíos que se retrasan y oferentes que no pueden despachar su producción por los problemas logísticos, resolviendo la brecha con aumentos de precios y márgenes. El resultado es una monumental escasez de bienes finales e intermedios que están obligando a las empresas que los demandan a reducir su actividad, al tiempo que los precios reflejan esa caída de la oferta.
Por último, el escenario descrito ha ampliado significativamente la incertidumbre en los mercados financieros y la respuesta es una fuga masiva hacia los contratos de futuro de RR.NN., particularmente energía. El precio de cierre de contratos de futuro de petróleo ha aumentado el 120%, el de la soja un 80% y el del gas natural, un 370%. Ello explica en gran medida que en España se esté pagando €160 promedio final por MW hora de electricidad y hace un año se pagaba a €40, alcanzando picos de €320.
El resultado de todo lo anterior es un complejo entramado de shocks reales de presiones inflacionarias que afectan al mundo entero. La política monetaria poco puede hacer ante ello, aparte de crear un shock recesivo adicional en el costo del crédito. Estos shocks reales no se acomodan bien a una definición tradicional de inflación, más bien se caracterizan mejor como cambios en los precios relativos, definición que, de aceptarse, quita base a las políticas monetarias ortodoxas. Frente a esto, no se ha visto a ninguna institución rasgando vestiduras o blandiendo espadas llamando a una gran cruzada para controlar la inflación, aceptando estoicamente los costos que ello pueda suponer. Por el contrario, desde el BCE, la FED y otros emisores, se ha planteado insistentemente que la situación del nivel de precios es transitoria y dependiente de condiciones estructurales de la economía mundial en la actualidad, frente a lo cual no cabe implementar medidas contractivas que pongan en riesgo la todavía precaria recuperación. Lo más agresivo que se ha observado son anuncios respecto a la “necesidad de una paulatina reducción de los estímulos monetarios”. No obstante, en septiembre pasado el BCE anunció una flexibilización de la política monetaria, abandonando la meta del 2% de inflación hasta el año 2025.
Lo que viene
Nos enfrentamos a un escenario incierto. No es claro que el esfuerzo realizado por llevar vacunas a distintas regiones del planeta sea suficiente y, por tanto, el riesgo de nuevas oleadas de la pandemia actual es una amenaza cierta. Tampoco sabemos con certeza el impacto real de esta crisis sanitaria en los modelos de producción y distribución de bienes a escala global. Pero es claro que los cuellos de botella que se aprecian hoy y los que puedan surgir en lo inmediato, nos acompañarán más tiempo.
Todo el cuadro anterior se ve complejizado por la amenaza ambiental del cambio climático y la política de reactivación implementada en varios países, que suponen un retroceso en las metas esperadas. Es el caso de los nuevos y mayores requerimientos de electricidad que impone la recuperación industrial en China, que ha obligado a poner en funcionamiento antiguas centrales a carbón que, según los compromisos asumidos en las cumbres climáticas, se habían declarado obsoletas. Además, el uso de este tipo de combustible en distintas regiones implica mayores costos por la necesidad de comprar nuevos permisos de emisión de CO2.
En Chile se comienza a observar este fenómeno global del aumento de los precios, y prontamente el BCCh y sus voceros informales han salido a denunciar como la octava plaga de Egipto frente a la cual cualquier esfuerzo es válido, en no pocos casos repitiendo como un mantra y poniendo cara de circunstancia, que la inflación perjudica a los más pobres; por cierto, omitiendo que, si para protegerlos hay que hacer que queden desempleados, bien vale la pena. Tal cosa no es otra que una definición política químicamente pura. Por eso guardan ominoso silencio frente al volumen de dinero proveniente del retiro de utilidades de las empresas. Después de todo, los pobres son inflacionarios por su afán desmedido de consumo, mientras que los ricos son gente más elegantes y austeras.
El BCCh ya ha mostrado sus cartas. Cumplirá su misión a rajatabla, aun cuando sea un ejercicio inútil y peligroso que puede conducirnos a la estangflación: una economía paralizada y con inflación creciente, paralizada por la propia política del BCCh y con inflación exógena. Cuando el gestor de la política monetaria tiene menos flexibilidad que el régimen talibán, nada bueno se presagia.