Los luctuosos sucesos de la República del Ecuador aun siendo trágicos, violentos y provoquen conmoción en Sudamérica en general y en la Región Andina en particular, no marcan un antes y un después del narcotráfico ni de nada. Y hay que decirlo. Nada hay más falso que considerar al narcotráfico como un fenómeno ajeno e inesperado del sistema de economía de mercado que nos rige. No lo es. Más bien constituye una parte inseparable de éste. Su parte oscura, un hijo ocultado y vergonzante quizás, pero no por ello menos parte del sistema.
El narcotráfico constituye, hoy por hoy, una gran y promisorio modelo de negocios. Y si eso es así empecemos por donde hay que empezar. O sea, por la demanda, por los consumidores. Y éstos que se concentran en los países más desarrollados, Norteamérica y Europa occidental, principalmente. Es también una de las demandas más inelásticas que existen en la actualidad. Esto significa que, aunque los precios suban la demanda suele permanecer constante.
Como se sabe los productores, en cambio, se encuentran al otro lado del mundo, en los países que, ahora llamamos la Región Andina. Y esto no ocurre, fundamentalmente, porque esos productos al modo de los minerales y otras materias primas que solo existen allí en cantidades y con facilidades de extracción que las hacen más atractivas, sino porque tradicionalmente se han cultivado allí y, sobre todo, porque en esos espacios los productores -comunidades de campesinos e indígenas principalmente- la mano de obra para su cultivo es barata, abundante y fácilmente reemplazable por no requerir de especiales capacidades tecnológicas o profesionales.
Trabajadores baratos y abundantes, capaces de producir grandes cantidades de drogas – cocaína y marihuana principalmente- a un mercado que está dispuesto a pagar precios altos como el del llamado Primer Mundo. Negocio redondo. Y también negocio global como el que más. Entre productores y consumidores hay no menos de 5.500 kilómetros de distancia si se trata de Norteamérica y 10.000 kilómetros con Europa. Pero las drogas se mueven en cómodos y estables flujos de pedidos y entregas desde los productores a los consumidores merced al internet, las redes sociales y las formas profusas y eficientes de la conectividad global, lo que incluye, por supuesto, el aprovechamiento de los medios de transporte, especialmente marítimo, que exigen la mantención de mega puertos con gran acopio de mercancías en interminables hileras y cerros de conteiner que hacen a la detección de alijos de drogas como encontrar una aguja en un pajar.
Preguntarse por qué se consumen drogas es una pregunta que tiene respuestas tan antiguas como el mundo y tan actuales como el reggaetón.
No existe civilización en donde la humanidad no haya consumido algún tipo de drogas: desde las que forman parte de los ritos religiosos o espirituales, las que han servido para torturar o extraer confesiones, hasta las que buscan el placer o disminuir el dolor. Siempre han existido y acompañado nuestras formas civilizatorias y culturales.
Pero en el mundo actual el consumo de las drogas se encuentra junto e inseparablemente unido a los valores hedonistas de la sociedad de consumo. Como otrora se hiciera con el becerro de oro, el hedonismo es el nuevo dios de la sociedad capitalista.
Si se quisiera acabar con este exitoso pero nocivo modelo de negocios global bastaría con disminuir paulatinamente el consumo. Así de simple. Pero no es así de fácil.
Todo lo que nos enseñaban en las asignaturas de Derecho Mercantil sobre el negocio con objeto o causa ilícitos o ambos, tiene un problema: la ilicitud es una definición eminentemente moral. Y como la moral, hace mucho tiempo que no se determina por términos absolutos sino relativos, no es sostenible en el tiempo. Ni siquiera cuando se trata de orientaciones de instituciones esencialmente morales y sobre sus propios miembros. Eso lo saben de sobra las iglesias evangélicas que inspiradas en los valores puritanos lideraron los procesos prohibicionistas del alcohol en Estados Unidos y más tarde la Iglesia Católica, cuando la encíclica Humane Vitae, fracasó ante el uso masivo de la píldora anticonceptiva entre las propias mujeres católicas de los años sesenta.
Y como no se puede incidir decisivamente sobre el consumo solo quedan dos alternativas: legalizar el consumo de drogas y, como otras, regularlas y limitarlas o, reprimir a los que la consumen, comercializan y producen.
Es evidente que se ha optado por la segunda de ellas. Al menos en parte, porque como los consumidores son principalmente del llamado Primer Mundo hasta allí no se llega.
La guerra declarada al narcotráfico es, sin embargo, real. Si contamos los asesinados en las luchas intestinas de las mafias de narcos, por el consumo, por la represión policial y otras causas, las muertes derivadas del narcotráfico superan con creces las de cualquier conflicto bélico de la actualidad, incluidos entre éstos los de Ucrania y el genocidio perpetrado por los israelíes contra el pueblo palestino. Pero no es una guerra entre combatientes semejantes. En realidad, es una guerra, entre los que están en el nivel más bajo de la sociedad y que encuentran en la producción, distribución, y organización de los servicios de acopio, y defensa de la droga una oportunidad de conseguir recursos para vivir en mucho mejores condiciones que si lo hacen trabajando en una actividad lícita y formal, si es que lo encuentran y los policías y militares llamados a reprimirlos.
Porque un negocio tan próspero y que deja tan grandes ganancias, permite el derrame hacia los trabajadores y las clases pobres como lo proclamaban los fundadores del liberalismo. Y los narcos tienen trabajo para muchos en la medida en que el negocio se asienta y crece vertiginosamente en todo el tejido social de los países productores, pero especialmente en los barrios pobres y desamparados.
La metáfora de que los narcotraficantes son un ejército que se toma traicionera y silenciosamente los barrios, pueblos y ciudades sirve para poner la guerra contra ellos en blanco y negro pero es falsa: actúa a la vista de todos y va ocupando los espacios que el Estado ha deliberadamente abandonado: No hay plata para áreas verdes; No hay plata para educación de calidad; No hay plata para deportes; No hay plata para desarrollar actividades comunitarias de seguridad; No hay plata para tratar a los enfermos mentales; No hay plata para tratar a los toxicómanos; No hay plata para jubilaciones decentes; No hay plata para Comisarías de barrios; No hay plata para salud decente; No hay plata para cultura en los barrios; No hay plata para urbanizaciones iluminadas; No hay plata para Centros Comunitarios; … No hay plata. No hay.
Así es la modernidad señores. En todo orden de cosas. El Estado no tiene plata para proteger ni para curar. Escasamente para las urgencias y el entierro. ¿Pero cuál es el problema? Si el Estado carece de ellas, los particulares sí la tienen. Y los narcos son eso precisamente; la respuesta de los particulares a las negaciones del Estado: Los narcos con sus coches de alta gama; sus prostitutas de lujo; sus pistolas block; sus zapatillas Nike; sus gafas de sol Ray-Ban; los zapatos Gucci; y los trajes Boss; etc. vienen a reparar las precariedades en el consumo de los marginados, a cambio de endeudarse con ellos.
Y todo ello sin tener que ir a estudiar, a intentar ingresar a universidades caras inaccesibles, a pasar años estudiando una carrera para no encontrar trabajo, o buscar inútilmente una peguita en la construcción, tirando pala por un salario mínimo que les alcanza para poco y en que lo pueden despedir en cualquier momento.
¿Cómo no va a ser atractivo para un muchacho que lleva años reducido al consumo de las chelas en la plaza del barrio, junto a otros muchachos que, con su misma falta de sueños, proyectos y perspectivas de futuro, se les aparezca, de pronto, la modernidad que se le ofrece accediendo a ingresar como soldado a las filas del brillante y promisorio ejército de los narcos y obtener por fin todo aquello que solo ha visto en las pantallas de la televisión?
Se nos dice que el estado enfrenta a los narcos, pero no se nos dice que se está enfrentando al narcotráfico. Hay una gran diferencia entre unos y otros. Los narcos son, en realidad, los soldados que reclutados en ambientes de pobreza y marginalidad realizan las tareas operativas en el último nivel de organizaciones complejas y sofisticadas. El narcotráfico, en cambio, es uno de los modelos de negocios más exitosos de los últimos tiempos que se sustenta en la movilización de cientos de miles de millones de dólares comprometiendo el concurso, a veces esclavo, de millones de seres humanos en toda la cadena de procesos que va desde sus espacios de producción hasta que llega a los consumidores.
Por eso, resulta bochornoso observar cómo impúdicamente y sin atender a las normas mínimas de resguardo de la dignidad de las personas, de sus Derechos Humanos y de las normas sobre el Debido Proceso se los muestran como animales, semidesnudos, hacinados, y humillados para mostrar la fortaleza del Estado recientemente afrentado por las bandas criminales.
¿De verdad tenemos que creernos esto?
El narcotráfico para existir y ser exitoso necesita y tiene un gran socio que se llama corrupción. Y como es lógico esta no va de abajo hacia arriba, porque ningún soldado va a cooptar a un juez por razones obvias. Opera en el sentido contrario: El narcotráfico con su inmenso poder económico coopta jueces, fiscales, abogados, jefes de policía, generales de las fuerzas armadas, diputados, senadores, periodistas, empresarios, profesionales, y toda clase de autoridades y líderes de opinión.
¿Esos son los que muestran la televisión cada día, cada mañana, en su insaciable sed de morbosidad obsesiva sobre el paisaje criminal? No. Por supuesto que no. Muestran a los mismos de siempre. A los que, encontrándose en el nivel social más bajo, sin abogados, ni contactos, ni más redes que otros criminales de su misma clase y condición no pueden llamar a un director de un canal, a una autoridad, ni a nadie. En esa indefensión son expuestos y su imagen martirizada en noticias de alto impacto.
El mundo de los negocios actuales es altamente sofisticado. El narcotráfico también. Requiere de procesos logísticos complejos; estimaciones de demanda; gestión igualmente compleja de los recursos humanos; definiciones sobre transporte y acopio de las drogas; y reclutamiento de fuerzas paramilitares para la defensa de los cargamentos desde su producción hasta la distribución a los consumidores finales y, por supuesto, de grandes inversiones en tecnología digital. Dinero no les falta. Poder tampoco.
Como todos los negocios el narcotráfico también cabe en un elemental análisis FODA (Fortalezas, Oportunidades, Debilidades, Amenazas). Y entre las debilidades, la más importante es la necesidad de blanquear el dinero, es decir, hacerlo pasar por los circuitos normales y legales de los flujos financieros. Como en todos los negocios también la capacidad de innovar para mejorar su gestión y utilidades es ilimitada. Por eso aparecen siempre nuevas y sorprendentes formas de blanquear dinero, pero hay una que, si bien es lenta y antigua, falla poco: llevar los procesos de venta de drogas hacia el microtráfico y generar allí minimercados que muevan dinero en escalas pequeñas y por ello de difícil detección. Así consiguen un doble propósito: generar flujos de blanqueamiento estables y desviar la atención de la represión de los grandes poderes de narcos hacia las bandas criminales de los barrios. Mejor imposible.
En otros tiempos y lugares los ricos estaban protegidos por su riqueza y los pobres desamparados por su pobreza. Hoy parece que, merced al capitalismo global y su inmensa capacidad de crecimiento y desarrollo, los ricos están protegidos por su riqueza y los pobres protegidos (aunque endeudados) por los narcos.
Todo bien mientras el Estado no se salga de su rol: Controlar a los narco pymes para dejar actuar al narcotráfico moderno y global.
La melodía es un bolero conocido pero remasterizado:
¡Viva la libertad, carajo!