La muerte de su madre cuando tenía solo 11 días; el temprano fallecimiento de tres de sus cuatro hijos; constantes abortos; y la trágica partida de su esposo, la llevaron a sufrir depresión y encontrar en la literatura un refugio.
Fue en el verano de 1816 cuando una lluvia sin tregua arreciaba en los Alpes Suizos y obligó a un grupo de veraneantes a quedarse encerrados tres días en la lujosa Villa Diodati, al lado del lago Lemán. El anfitrión -y encargado de no dejar decaer los ánimos de los asistentes- fue Lord Bayron, quien “tiró a la mesa” el desafío de escribir una historia de terror. El médico del poeta, John William Polidori; el escritor Percy Bysshe Shelley, su (entonces amante) Mary Godwin, y la hermanastra de esta, Claire Clairmont aceptaron el reto, el cual no resultaba nada fácil porque una cosa es crear un ambiente lúgubre y otra es darle vida a un monstruo que protagonice una trama.
Solo dos de los asistentes lograron la tarea -y de paso cambiaron sus vidas-. El médico dio vida a El vampiro, relato romántico protagonizado por “Lord Ruthven”, un aristócrata frío y desalmado que se aprovechaba de su capacidad de seducir para atacar; y Frankenstein, la historia de Mary Godwin -futura Mary Shelly- que narra cómo un médico logra volver a la vida a un engendro hecho a partir de cadáveres.
Rodeada de fantasmas
Mary Shelley nunca tuvo madre. La escritora y filósofa Mary Wollstonecraft murió a los once días de dar a luz producto de una septicemia, marcando definitivamente la vida de su hija para quien la orfandad y la pérdida fueron una constante.
Hasta los tres años vivió sola con su padre y medio hermana materna, Claire. Entrando en el nuevo siglo, la familia se agrandó cuando su papá, el novelista William Godwin, se casó con su vecina, Mary Jane Clairmon, quien a su vez tenía dos hijas.
Mary detestaba a su madrastra lo que la hizo acercarse aún más a Claire, sin embargo, el desamparo lo suplió con visitas constantes al cementerio ubicado tras la vieja iglesia de St. Pancras, para sentirse cerca de Mary Wollstonecraft. Además, leyó y memorizó los escritos de su madre, convirtiendo su recuerdo en “el orgullo de mi vida«.
“Madre e hija fueron marginadas y vilipendiadas, pero no cejaron en su lucha feminista, a favor de la educación, el progreso y las buenas prácticas en la política. ‘Shelley siempre se mostró culpable de la muerte de su madre que provocó su nacimiento. Siempre tuvo a su madre como heroína, como referente y siempre se planteó qué pensaría ella de su obra” explica Ana Belén García “En la mente de Mary Shelley”, citando a Silvia Luis.
Con 17 años conoció a Percy Bysshe Shelley quien tenía 22 años y estaba casado, por lo cual la relación comenzó clandestina siendo Mary la amante del poeta y escritor. Fue en este periodo cuando visitaron la casa de Lord Byron y escribió la más famosa de sus obras. “El germen de esta historia de fantasía sobre un ser mecánico y solitario partió de un sueño de Shelley sobre un monstruo y en su obsesión por lo sobrenatural. Las teorías sobre la capacidad de revivir a los muertos que circulaban en la época impresionaron a una joven Mary Shelley y su obra plantea cuestiones morales sobre los límites de la ciencia y la labor de los científicos”, explica García.
Shelley quiere ser madre. En 1814 queda embarazada, al tiempo que su amante tenía un hijo con su esposa, Harriet Westbrook. La niña que nace prematura en febrero de 1815 vive apenas un mes, muerte que sume en la depresión a Mary. En diciembre de ese mismo año, la mujer de Percy –con solo 21 años- se suicida, lo que hace que la sociedad rechazara aun más la relación de la pareja (situación similar a la que vivió Mary Wollstonecraft). En ese periodo escribe a su amigo Thomas Jefferson Hogg:
Mi querido Hogg: Mi bebé está muerto. Ven a verme tan pronto como puedas, deseo verte. Estaba perfectamente bien cuando me fui a dormir; desperté en la noche para alimentarla y parecía estar «durmiendo» tan profundamente que no quise despertarla. Entonces ya había muerto, pero no me di cuenta de ello hasta la mañana siguiente.
El escándalo amoroso y las deudas llevan a la pareja a mudarse a Ginebra. En 1816 nuevamente tiene un hijo, William; y al año siguiente nace Clara. Pero la tragedia persigue a Mary: la niña fallece en septiembre de 1818 en Venecia, y el niño muere en junio de 1819 en Roma. Solo Percy Florence, nacido en 1819, sobrevivió a sus padres. En 1922 nuevamente sufre un aborto, pero la muerte aún tenía una estocada final la escritora cuando Percy, junto a Edward Williams y el Capitán Daniel Roberts parten desde la costa de Livorno rumbo al sur… Viaje del cual nunca regresarían, pues tras una tormenta ocurrida en julio de 1822, naufragaron falleciendo los tres tripulantes.
Ahora me deja a oscuras, como el sol del ocaso
tras las nubes oculto, a punto ya de hundirse
en el soberbio océano; apenas una nota
al lado de una estrella cuando cae la noche.
Y, aunque deja de vivir, ¿cómo pasar los días
y cómo amanecer con los ojos sin lágrimas
y dormir entre sueños luminosos y plácidos
igual que esas luciérnagas de esas noches sin luna?
(Fragmento “El elegido”, poema escrito en 1823 por Mary Shelley tras la muerte de Percy)
Los pedazos que dan forma al hombre
Mary Shelley buscó en la literatura reconstruir los pedazos que la vida le había quitado. La historia del doctor Frankenstein no es más que un grito desesperado de poder volver a la vida a su madre, su hijo, los muertos que la acechaban.
“El hijo muerto de Mary Shelley, Frankenstein es un esfuerzo sostenido de una mujer por fundar una nueva visión del mundo. Aún en este momento fundacional las mujeres aparecen como frágiles, caseras, gobernadas por sus emociones en contraste con hombres activos y comprometidos con el pensamiento racional”, explican Elizabeth Beatriz Ormart y Carolina Pesino en su texto “Frankenstein o el duelo por la pérdida de un hijo: análisis de la película Marie Shelley”.
Otra arista que trasciende la obra es la falta de humanidad del hombre inmersa en la orfandad (de la autora, de la carencia de empatía, de la sociedad egoísta post revolución industrial). En el libro el ser creado por el doctor no tiene nombre, lo cual ya lo despersonaliza, sin embargo –como la misma autora afirma- “el monstruo reconocía la división de la propiedad, las inmensas riquezas y la pobreza mísera”.
La ira y el odio me habían enmudecido, y me recuperé tan sólo para lanzarle las más furiosas expresiones de desprecio y repulsión. Demonio –grité–, ¿osas acercarte? ¿No temes que desate sobre ti mi terrible venganza? Aléjate, ¡insecto despreciable! Mas no, ¡detente! ¡Quisiera pisotearte hasta convertirte en polvo, si con ello, con la abolición de tu miserable existencia, pudiera devolverles la vida a aquellos que tan diabólicamente has asesinado!
Esperaba este recibimiento –dijo el demoníaco ser–. Todos los hombres odian a los desgraciados. ¡Cuánto, pues, se me debe odiar a mí que soy el más infeliz de los seres
vivientes! Sin embargo, vos, creador mío, me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os proponéis matarme. ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? Cumplid vuestras obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la humanidad. Si aceptáis mis condiciones, os dejaré a vos y a ellos; pero si rehusáis, llenaré hasta saciarlo el buche de la muerte con la sangre de tus amigos.
“La ciencia fue un elemento muy importante en su obra. Por una parte, en ella, aparecen los avances científicos más importantes del momento, pues recoge desde la erupción del volcán Tempora hasta los experimentos de Galvani, de Erasmo Darwin (abuelo de Charles Darwin) y los tratados de electricidad de Franklin. Por otra, recoge el trabajo de Aldani (sobrino de Galvani) y sus experimentos de electricidad aplicados a cadáveres. Frankenstein supone una crítica a la revolución científica e industrial”, explica Antonio Guerrero en el texto “Filosofía y pensamiento en la obra de Mary Shelley”.
En tiempos en donde la ética no se consideraba en pos del crecimiento científico, la escritora planteó una interrogante (pasando incluso por sobre el que sería su sueño), y es anteponer la voluntad del hombre a la Divina.
Pero es cierto que soy un desdichado. He asesinado a seres encantadores e indefensos; he estrangulado a inocentes criaturas mientras dormían, y he apretado la garganta de quien no me había hecho daño a mí ni a ser humano alguno. He arrastrado a mi creador —el ejemplo más selecto de cuantos son merecedores de amor y admiración— a la desdicha; le he perseguido hasta esta ruina irremediable. Ahí yace, blanco y frío por la muerte. Y tú me odias también; pero tu odio no puede compararse al que siento yo cuando me miro a mí mismo. Contemplo estas manos que han ejecutado tantos crímenes; pienso en mi imaginación que los concibió, y ansío que llegue el momento en que no vuelva a verme más las manos, y no vuelva a agobiarme más mi imaginación.