Las familias de los victimarios denuncian la impunidad y apuestan por la memoria, tienden puentes hacia nosotros, los que seguimos buscando a nuestros caídos. Hay heridas compartidas
Chantal Robert de la Mahotiere no se anduvo con rodeos. Hace un par de semanas dijo en una entrevista de prensa que “la lesa humanidad es una situación ficticia, antes no existía, se inventó justamente para separar a los presos”. Una mujer firme en sus convicciones, candidata a consejera constitucional por el Partido Republicano, defiende a tope a los militares condenados por violaciones a los derechos humanos, recluidos en Punta Peuco. Según ella, casi todos ellos son inocentes y asegura que los llamados delitos contra la humanidad son “tonteras”.
Su padre-Emilio Robert de la Mahotiere-fue brigadier de ejército y piloto del general Sergio Arellano Stark durante el tristemente célebre periplo de la Carava de la Muerte, que dejó como huella profunda el asesinato de decenas de chilenos. Hoy tiene tres condenas que suman 20 años de cárcel precisamente por delitos de lesa humanidad. “Queremos igualdad ante la ley, para todos esos viejitos que están en Punta Peuco, enfermos y a punto de morir. Es una cosa tremenda. No hay palabras para describirlo (…) Esa soledad de los que no tienen familia que los vaya a visitar. Sentarse con ellos y conversar un ratito, les alegra la vida.”
La fidelidad de las hijas no tiene fronteras.
Rossana Gavazzo, hija y abogado de José «Nino» Gavazzo, el represor más sangriento que haya tenido Uruguay, realizó una gira por Europa en el 2008 con el fin de liberar a su padre, entonces teniente coronel en retiro, que cumplía prisión. Le dijo al coordinador de derechos humanos de la ONU que su padre y otros represores encarcelados eran víctimas políticas del gobierno de Tabaré Vázquez y que su detención era ilegal. Gavazzo fue condenado por más de 30 delitos de homicidio cometidos durante la dictadura, 28 de ellos asociados al Plan Cóndor, en 1976. A estos asesinatos se suma su participación en la desaparición de 198 personas que dejó la dictadura en Uruguay. Fue juzgado en su país y en el extranjero.
Pienso en esa soledad a la que alude Chantal y me pregunto si entre los que no llegan de visita también se cuentan las otras hijas, aquellas que se negaron a abrazar la mentira y apostaron por la verdad, la justicia y el Nunca Más. También firmes en sus convicciones. Las conversas.
Fueron ellas, en España, Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay, El Salvador -hasta ahora- las mujeres (en su mayoría) que empezaron a tejer lo que llamaron Historias Desobedientes y con cada hebra fueron sacando la voz y reclamaron verdad, justicia, memoria. Desafiaron la ley de oro, la de la obediencia debida, y denunciaron la impunidad, el negacionismo y exigieron el fin a los pactos de silencio. Lo hicieron por las víctimas, sus familiares. Pero también por ellas porque ya no tenían nada que perder. Han roto con sus familias, se han cambiado el apellido, no hay contacto. Las llamaron traidoras, parias, las desheredaron, les dieron vuelta la espalda y les quitaron el saludo. Ellos, sus padres, sus abuelos, sus tíos, al otro lado de la vereda, los victimarios, defensores de lo indefendible. Y allí están Sandra, Mariana, Pepe, Verónica y Analía y tantos otras y otros, con su dolor y rabia, tironeados entre el pasado y el futuro, la vergüenza y la dignidad. Los hijos y los nietos, que ni siquiera habían nacido cuando comenzó la pesadilla, cuando corrió la sangre y la barbarie desatada se calló, se ocultó y se negó como un secreto de familia inconfesable.
Hoy el colectivo tiene miembros en Argentina, Uruguay, Chile y Brasil y España. La primera hebra de Historias Desobedientes surgió en Argentina, en el 2017 cuando se estaba discutiendo el fallo de la Corte Suprema sobre el 2×1 que buscaba acortar las penas de alrededor de 700 condenados en las cárceles por delitos de derechos humanos cometidos durante la dictadura.
El 2 de julio pasado murió a los 93 años Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los genocidas más crueles y salvajes de la dictadura argentina. Ex director de Investigaciones de la policía bonaerense fue condenado seis veces por delitos de lesa humanidad (secuestros, torturas y asesinatos). Estuvo a cargo de más de veinte centros de detención y tortura y sobre él pesaban nueve cadenas perpetuas por delitos de lesa humanidad, las que estaba cumpliendo en una cárcel común, aunque estuvo algún tiempo con arresto domiciliario. Durante los diversos juicios que debió enfrentar, escuchó los testimonios – relatos de horror de los cuales él era responsable directo- con una cruz o un rosario en la mano. Nunca se arrepintió ni pidió perdón, nunca rompió el pacto de silencio. Más aún, siempre reivindicó sus crímenes y reiteró que lo haría de todo de nuevo.
Su hija Mariana Dopazzo -se quitó el apellido paterno en 2016 -se define como “ex hija” porque, dijo, lo consideraba un sinónimo de vergüenza y dolor; “un apellido teñido de sangre”. Recuerda su infancia, cuando junto a su hermano se escondían en el closet y rezaban cada noche para que el padre no volviera a casa del trabajo. Pero lo hacía siempre. Después de escuchar los gritos de tortura de sus prisioneros durante el día entero, claro, en su casa exigía silencio sepulcral desde que entraba y se dirigía a su habitación para cenar, siempre solo. Admite que a su padre “lo desobedecía tanto como era posible. Y a ese ritmo, se repetían sus golpes. Era cruel, castigaba muy fuerte.”
Más tarde Mariana se uniría a las protestas lideradas por las madres y abuelas de Plaza de Mayo. Otros familiares de represores la seguirían. En la calle, se darían ánimo, compartirían sus historias, celebrarían su desobediencia. “Somos las hijas, hijos, nietas, nietos y familiares de los genocidas que protagonizaron la feroz dictadura de la historia argentina”, se lee en su manifiesto. “De allí venimos. Nacimos en el seno de esas familias. Fueron esos genocidas los que nos llevaron a la escuela, nos enseñaron lo que estaba bien y lo que estaba mal.”
En marzo de 2019 en Chile, nacería una réplica del colectivo argentino bajo el lema “No olvidamos. No perdonamos. No nos reconciliamos”.
Fue doloroso.
José Luis Navarrete usa el apellido de su madre y se hace llamar Pepe Rovano. Periodista, confeccionó un documental llamado “Bastardo: la herencia de un genocida”, donde cuenta su historia. Debiera estrenarse este año. Tenía 35 años cuando descubrió que su padre biológico era un condenado por crímenes de lesa humanidad, un coronel de Carabineros en retiro. Rodrigo Alexe Retamal Martínez, condenado a doce años de cárcel en 2007 por el homicidio de seis militantes comunistas, en la localidad de Las Coimas, el 11 de octubre de 1973. Pero fue amnistiado y no cumplió la pena. Vivió con su hijo los últimos cinco años de su vida, pero antes de morir lo desheredó al enterarse de que Pepe era homosexual.
Rovano rompió con su familia y en la búsqueda de reparación y justicia para las víctimas caídas por su padre represor comenzó a participar de Historias Desobedientes. A un medio de prensa dijo: “No por ser hijo de un criminal tengo que estar apoyando el crimen. Este es un movimiento que está surgiendo de a poco. Nuestra idea no es querer pasar a llevar a las víctimas y los familiares. Obviamente ya han tenido suficiente dolor.”
“Nosotros llevamos un discurso firme y que no admite concesiones ni ambigüedad posible”, sostiene Verónica Estay, vocera del colectivo y sobrina de Miguel Estay Reyno (“El Fanta”) condenado a cadena perpetua por el Caso Degollados (murió por Covid en 2021).
El 11 de septiembre de 2021, en La Moneda, una de las hijas de Ana González, depositó un clavel en un jarrón junto a Verónica Estay y Analía Kalinec, coordinadora del colectivo argentino e hija del represor Eduardo Kalinec, quien operaba en los centros clandestinos del Atlético, Banco y Olimpo, en Buenos Aires.
Ana González murió en 2018, sin conocer el paradero de su esposo Manuel Recabarren, sus hijos Luis Emilio y Manuel y su nuera Nalvia Mena, con tres meses de embarazo, todos militantes del PC.
No ha sido el único gesto.
Sandra Contreras Pizarro, integrante del mismo grupo, es hija del suboficial mayor Manuel Contreras Donaire, penado con ocho años de prisión en 2002 por el asesinato de Tucapel Jiménez. Fue indultado por el entonces presidente Lagos cuando tenía 60 años y llevaba cumplida dos tercios de su pena. Se dijo que tenía cáncer de próstata.
Hasta los 18 años Sandra vivió en una villa militar, bajo el rigor de su padre, un violento agresor también dentro del hogar. Años más tarde se comunicaría con el diputado Tucapel Jiménez Fuentes para que la ayudara a enfrentar judicialmente a su padre. Le dijo: ‘Yo soy hija de Manuel Contreras Donaire, quien mató a su papá’. “Nos juntamos, lloramos, fue super fuerte lo que vivimos”, recuerda.
En mi mente se repiten las palabras de Chantal -desde su rincón de certezas-sobre los presos que no reciben visitas de sus familias. Y pienso en nosotros, que llevamos décadas buscando a nuestros caídos, sin tener ninguna opción porque a los desaparecidos no se les puede visitar ni alegrar la vida.