Hombre mirando el techo

por Federico Gana

Mientras la señora barre las hojas del techo de latas de su casa, el hombre que mira por la ventana de su sala de estar en el departamento del tercer piso del edificio vecino advierte que otras hojas caen en aquellos sectores del techo donde ella ya había barrido. Ella regresa, casi perdiendo el equilibrio, al espacio que dejó sin hojas y vuelve a barrer. Su marido, el anciano coronel retirado, ya hace semanas que no hace este trabajo, como acostumbraba. Es posible que, continuando con antiguos dones de mando, el coronel ordene a su esposa hacerlo e incluso que la vigile mientras lo ejecuta. 

En el barrio el coronel tiene mala fama porque se comenta que perteneció a ciertas fuerzas reservadas de la policía uniformada y su actitud de vecino es como si aún estuviera activo. Es de mirada vigilante, pero con una aparente sonrisa pegada, sobre todo cuando de vez en cuando barre las hojas de su antejardín. Siempre las cortinas de su casa, todas moradas, permanecen cerradas. El antejardín es frío y apenas unas calas mustias y tres o cuatro cactus espinosos, como de mausoleo, crecen apegados a una pared de ladrillos que, cada cierto tiempo, el coronel ordena repintar de color morado, como las cortinas.

La señora todavía no se ha tropezado en el techo, pero a veces está a punto. Parece costarle mucho realizar el trabajo que antes hacía su marido. Quizás el hombre que mira desde el edificio vecino pudiera prestarle algún tipo de ayuda, pero no tienen cercanía alguna. Además, él está almorzando y, es probable, no le gustaría que se le enfriaran las lentejas. Lo otro es que prefiere mirar, solamente. No olvida que la hija del coronel, una mujer medianamente joven y al parecer soltera, nunca responde a su cordialidad de buen vecino con que la saluda cuando se encuentran en el estacionamiento de la calle. El hombre que mira el techo piensa una vez más que le disgusta tener al coronel como vecino, que a veces recibe visitas silenciosas. Se vuela la mente pensando que puede haber adivinos profesionales que miran y le conocen toda la vida a los vecinos.

Es la primera vez que el hombre que mira el techo observa con total interés a la esposa del coronel yendo y viniendo con dificultad por sobre las latas, en vez de su marido, que no ha sido visto desde hace unos días. Otras veces, recientemente, ha divisado a la señora, sola, cuando sale a la calle alrededor del mediodía, menos los fines de semana, que lo hace más temprano. Entonces se sorprende y le da por pensar, un instante apenas, que quizás algún día próximamente otro vecino o el almacenero del negocio a la vuelta de la esquina pudiera hacerle saber a su clientela, con su acostumbrada indiferencia, que el coronel murió la semana pasada. 

Se ve muy feo el amplísimo y desordenado techo a través del ventanal desde la sala de estar donde el hombre que mira ya terminó de almorzar en su mesita individual. Salvo él, que tiene la visión de la techumbre en primer plano, nadie se da cuenta de esa ordinariez en la construcción, carente de toda estética. No es habitual, piensa, que la gente alcance a mirar cómo están instalados los techos de estas casas antiguas, sobre todo cuando se levantan ampliaciones antojadizas. 

Además, el hombre que mira se vuelve a preguntar en silencio por qué en esta casa del coronel se necesitará tanto espacio techado y con tantos compartimentos, que serán oscuros. Tampoco sabe si le servirá, para sentirse todavía poderoso, mantener el cable de la línea telefónica especial que entra en su casa viniendo de un disimulado poste callejero y que lo comunicaba con quién sabe dónde, en tiempos pasados. 

Y ya va a caer la lluvia. Hay mucho viento y las hojas vuelan. Está nevando en la cordillera, observa, junto con retirar el plato en el que comió las lentejas. Va a su cocina y desde la ventana frente al lavaplatos mira a la señora. Lo hace sin querer, únicamente la mira. Ella está ahí, como en primer plano, pero a unos siete metros de distancia. Rápidamente regresa a su sillón de tapiz escocés, que lo acoge y donde lo esperan su libretita de apuntes y el lápiz dorado que le obsequiaron el día de su reciente despedida como jubilado en la Notaría. 

Continúa mirando con la misma naturalidad que antes cómo la señora, siempre de espaldas, sigue barriendo hojas. Ella forma pequeños montoncitos y luego las recoge y guarda en una bolsa original de aquellas en qué se vende el cemento en las ferreterías. Son bolsas para cuarenta kilos, pero el hombre que mira al techo saca conclusiones. Piensa y sonríe, aunque está solo, que totalmente relleno de hojas el saco nunca pesará más de uno y medio o a lo sumo dos kilos. La señora, cada vez que mete hojas al saco, las aplasta lo más posible, por lo que aparecen posibilidades de que, en vez de dos kilos, sean tres o hasta cuatro los que pueda pesar la bolsa llena hasta el extremo superior. 

La señora cruza dificultosamente los desniveles de la techumbre, que son varios y, al parecer, mal dispuestos y desordenados. Son, también, más altos que los normales, con canaletas adosadas. Desde el edificio de al lado, es posible que el hombre sentado cómodamente en la sala de estar se esté preguntando si el techo cumple las normativas de construcción, pero seguramente ni él ni nadie lo averiguará. No le resulta claro si está bien o mal entrometerse o, por lo menos, decidir si corresponde, o no, fisgonear. En todo caso, el hombre que mira no se permite considerarlo más a fondo. 

 En cambio, se fija que ya han caído más hojas sobre las primeras latas donde la señora comenzó a barrer, hace bastante rato. Ella, cada cierto trecho extrae, con su mano derecha y sin guantes, pequeños puñados de hojas desde las diferentes canaletas. El hombre que mira piensa que la mujer podría sufrir un corte en sus manos o sus brazos, por lo filudo de las latas enmohecidas. Advierte también que la señora lleva puestas unas zapatillas blancas con líneas negras y está en general muy bien vestida, con un chaleco de lana en la misma combinación blanco y negro de las zapatillas. Cuando pasa por encima de un desnivel lo hace con algo menos de dificultad que cuando empezó a barrer. Cada vez que cruza un desnivel, se sube los pantalones. El hombre que la mira no sabe, ni puede saber porque averiguarlo constituiría un acto de intimidad grave, si será una costumbre nerviosa de ella o si en realidad se le caen porque le quedan anchos de cintura, puesto que no alcanza a ver si usa o no cinturón y si el pantalón es o no elástico. 

Recuerda que la vecina tiene un cuerpo más bien delgado y alto y que, efectivamente, debió ser muy buenamoza y, sobre todo, atlética en su juventud. Por ejemplo, no dobla las rodillas cuando, con demasiada búsqueda de la perfección de su barrido, recoge una hojita pequeña que se ha quedado pegada en alguna lata. Así lo ordenará el coronel, piensa un instante. En el barrio todos, incluido el hombre que mira, supieron que el coronel hace un tiempo sufrió un retroceso físico, que se le vio la última vez caminar cojeando, que estaba algo más encorvado y que por eso será que ya no subió más a barrer ni se le ha visto en parte alguna. 

La señora toma las hojas con sus manos sin guantes, ayudándose con un escobillón metálico, más largo que los escobillones comunes y corrientes. Siempre levanta la cabeza, como si adivinara que la están mirando. Sin embargo, al hombre que mira esa posibilidad no le importa porque la señora está con su cuerpo y su cara hacia el otro lado y, cuando deja de barrer, parece quedarse observando la belleza de la cordillera nevada. Finalmente, para entrar por la ventana a la casa debe levantar aún más las piernas, una primero y la otra después, pero no tiene problemas para conseguirlo. 

Cuando ya está desapareciendo por la ventana, vuelve la vista hacia el techo y al hombre que la está mirando le parece que ella hace un ademán de fastidio, o de frustración, cuando observa las nuevas hojas muertas que trajo el viento al techo durante el tiempo que ella barrió el resto del espacio. Le da la impresión de que el ademán de fastidio es porque ella ha recibido una orden estricta. Entonces, la mujer con el escobillón metálico en mano sale nuevamente por la ventana, regresa al techo, avanza y pasa por sobre los desniveles con mayor dificultad que antes y llega hasta la superficie donde al comenzar la tarde inició su trabajo. Con sus manos desnudas forma otro pequeño montoncito. 

Ya está casi anocheciendo cuando se acerca hacia la también desnivelada ventana de ingreso a la casa, y al hombre que mira le parece advertir algo extraño, como una sombra. Escurridiza. La señora toma desde el interior la bolsa de cemento cargada de hojas, para ir a recoger las nuevas. El hombre que mira es testigo de que ella parece obedecer a alguien ante una orden precisa y que se devuelve, abandonando la tarea y reingresando con cierto nerviosismo y apuro por la ventana. Es cuando fugazmente, pero con decisión férrea de uniformado de fuerzas reservadas, el coronel emerge de cuerpo entero por la ventana alta desde la penumbra y lanza su propia mirada fulminante, larga y enérgica, hacia al hombre que mira. A éste, no solamente le disgusta ser vecino del coronel sino también, una vez más, sentirse obligado a que él lo mire. 

Además, cuando caen las hojas de los plátanos orientales y los árboles se desnudan, se ve más fácilmente el disimulado cable telefónico al que el coronel pareciera continuar eternamente conectado.  

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1 comment

Pancho Zañartu julio 14, 2024 - 3:39 am

Que gran cuento. Notable la forma de llevar al lector a la intriga. Siempre es interesante fisgonear a nuestros vecinos y entrar en sus inexpresadas intimidades de la señora. Las hojas que barre la señora quizá son nuestras- Felicitaciones Federico.

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