Durante semanas creció el coro de alarmas acerca del inminente colapso colosal del sistema financiero global si Estados Unidos incurría en la cesación de pagos de sus deudas. El cuco ya asusta a casi nadie y los políticos en Washington con las debidas componendas, firmaron un acuerdo y el mundo sigue andando.
Historieta repetida
John Godfrey Saxe (1816-1869) fue un abogado nacido en Vermont que, aburrido de su práctica como jurista, se dedicó a la poesía e hizo carrera con sus disertaciones públicas.
El 29 de marzo de 1869 el diario The Daily Cleveland Herald atribuyó a Saxe el aforismo según el cual “las leyes son como las salchichas, dejan de inspirar respeto en la proporción en que conocemos cómo se hacen”.
Con el paso del tiempo, la sentencia se abrevió a “Las leyes son como las salchichas. Es mejor no ver cómo se hacen”, se le ha atribuido al canciller de la Alemania unificada Otto von Bismarck (1815-1898), y recertificó su truismo en la reciente y tan mentada crisis de la deuda.
El límite de la deuda lo establece el Congreso y fija el monto máximo de recursos que el gobierno federal puede tomar en préstamos para financiar los gastos que los legisladores han aprobado y el presidente ha promulgado
El límite en el endeudamiento se refiere a obligaciones en las cuales el gobierno ya ha incurrido, no a gastos para el futuro. La suspensión de ese límite, aprobada ahora por el Congreso por dos años, no autoriza nuevos compromisos de gastos.
Desde 1960 el Congreso, tanto con mayorías demócratas como republicanas, ha subido, extendido o revisado el límite de la deuda 78 veces, de las cuales 49 ocurrieron con presidentes republicanos y 29 con presidentes demócratas.
Asustémonos
En enero pasado el gobierno llegó al límite de nuevo endeudamiento de 31,4 billones de dólares autorizado por el Congreso en 2021, y la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, empezó con sus advertencias de que a comienzos de junio Estados Unidos podría incurrir en default, una cesación de pagos que, según sea el color del cristal con que se mira, no tendría precedentes, o sí ha ocurrido antes.
“Estados Unidos ha pagado sus facturas en tiempo desde 1789 y no hacerlo produciría una catástrofe económica y financiera”, dijo Yellen a comienzos de febrero. “Cada miembro responsable del Congreso debe acordar el aumento de la deuda. La omisión es, simplemente, algo no negociable”.
Hay quienes recuerdan que durante la guerra en 1812 con el Reino Unido el gobierno de Estados Unidos no pudo pagar sus deudas a tiempo porque los ingleses incendiaron varios edificios en Washington DC, incluido el Departamento del Tesoro.
Por su parte el Mises Institute de Economía Austríaca, una institución con sede en Auburn, Alabama, argumenta que “el gobierno de Estados Unidos, por cierto, ha incurrido en el impago de deudas, y más de una vez. Es más, si ampliamos la idea de default levemente, para incluir la noción de depreciar la deuda del gobierno en términos reales mediante la inflación, el impago ha sido aún más común”.
Al aproximarse junio subieron de tono las alarmas: una cesación de pagos causaría un aumento en las tasas de interés, una catástrofe en los mercados financieros, una recesión, la pérdida masiva de empleos. Se quedarían sin sus cheques mensuales unos 69,8 millones de personas que reciben beneficios del Seguro Social, más 23,7 millones de empleados del gobierno federal, incluidos unos 1,34 millones de empleados en el Departamento de Defensa.
¿A quién le debemos tanto?
La deuda nacional la componen obligaciones intra- gubernamentales, en agencias como el Seguro Social, Medicare y Medicaid, o la Administración de Veteranos. Es un rulo: el gobierno debe pagar esos beneficios a quienes han pagado con sus impuestos para cubrir esos beneficios.
Están además las obligaciones con bancos e inversionistas, y títulos en manos de inversionistas extranjeros. Estos últimos detentan casi un tercio de la deuda pública estadounidense, encabezados por Japón y China.
Un aforismo gastado sostiene que, si uno le debe al banco 1.000 dólares y no puede pagar, uno está en problemas. Pero si uno le debe al banco 10 millones de dólares y no puede pagar, es el banco el que está en problemas.
“Sí y no”, explicó a Mirada Semanal un ex funcionario de alta jerarquía en el Banco Mundial que, ya retirado, sigue bregando por elaborar una fórmula que resuelva la deuda nacional. “Estados Unidos tiene una ventaja única sobre la mayoría de los países porque puede endeudarse en su propia moneda: el dólar que imprime”.
“Si EE.UU. incurriese en un problema realmente grande, puede simplemente imprimir los billetes de dólares que necesita para cubrir la deuda o, con un clic en el teclado de la computadora, la Reserva Federal puede otorgar un crédito por cualquier monto deseado en la cuenta del país al cual debemos dinero”.
En definitiva, no hay un “acreedor final” en lo que hace al endeudamiento estadounidense
“La vida es como una máquina lavarropas”, señaló el exfuncionario. “Todos dependen de todos en formas que van desde lo muy íntimo a lo muy distante. En tanto el lavarropas de la vida siga girando no hay comienzo y no hay fin. Lo mismo ocurre con el dinero. Siempre gira para nuestro lado y gira para el otro lado. El truco está en posicionarnos de manera que, con el tiempo, los montos que entran y los que salen, sean más o menos los mismos”.
“No existe el acreedor final”, concluyó.
Un poco diferente, esta vez
Lo que dio un tono diferente a esta ronda de negociaciones sobre el límite de la deuda nacional fue la determinación de los republicanos, con mayoría en la Cámara de Representantes desde enero, de condicionar la autorización de endeudamiento adicional para el pago de obligaciones del pasado, con reducciones en los gastos futuros ya aprobados por el Congreso… con el concurso de legisladores republicanos.
Con lo cual la pulseada habitual en estos trámites se convirtió en teatro político con legisladores “progresistas” por un lado y “fiscalizadores” por el otro arrimaron votos o los dispersaron con la mira puesta en el rédito electoral para el año 2024.
Al nuevo presidente de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, republicano de California, le tocó la tarea nada fácil y poco grata de arrear, o al menos intentarlo, a los legisladores más radicales de su bancada dispuestos a podar cuanto programa de asistencia social exista, sin tocar eso sí, los gastos militares.
Y al presidente Joe Biden, quien ya ha anunciado que buscará la reelección en 2024, le correspondió una brega similar para traer al redil a sus correligionarios más militantes resueltos a proteger cuanto programa de asistencia social existe y a agregar algunos más.
Como en toda buena negociación, el resultado dejó descontentos a ambos extremos, atrajo los votos de los legisladores menos vocingleros, que son mayoría, y permite que tanto Biden como McCarthy se jacten de haber cumplido de manera responsable con su deber patriótico y su dedicación al buen gobierno.
El miércoles 31 de mayo la Cámara de Representantes aprobó el pacto, contenido en un documento de 99 páginas, con 314 votos a favor y 117 en contra. Entre los contra hubo 71 republicanos que se rehusaron a entrar en el corral de McCarthy.
El jueves la legislación obtuvo la aprobación en el Senado, con 63 votos a favor y 36, incluidos 31 republicanos en contras.
El sábado 3 de junio, esto es dos días antes de cruzar el borde ficticio hacia el cataclismo anunciado, Biden le puso su firma al acuerdo con McCarthy. Uno de los aspectos de mayor importancia en el arreglo es que posterga la nueva ronda de sustos sobre la deuda hasta 2025, con lo cual el asunto queda fuera de la campaña presidencial del año próximo.
Entre los componentes del convenio están, para desazón de los demócratas, la imposición de requisitos adicionales de empleo para las personas con edades de 50 a 54 años que reciben beneficios sociales, y la luz verde para un gasoducto en las montañas Apalaches. Asimismo, quedó por el camino la iniciativa de Biden para cancelar parcialmente las deudas contraídas por estudiantes universitarios.
Para amargura de los republicanos más militantes, las restricciones en los gastos no fueron de la magnitud que soñaban.
Toma y daca
En las dos semanas previas al acuerdo tanto los dirigentes demócratas como los republicanos en el Congreso y el gobierno de Biden desde la Casa Blanca trabajaron arduamente para sumar los votos de representantes y senadores, algunos de ellos muy díscolos y cada uno de ellos con su propio precio.
Así, por ejemplo, el senador demócrata Tim Kaine, de Virginia, pujó para quitar del pacto la aprobación para el gasoducto de los Apalaches, pero éste es un proyecto importante para el senador, también demócrata, Joe Manchin, de West Virginia. Teniendo en cuenta que Manchin es un demócrata retobado y más difícil de contentar, finalmente la aprobación para el gasoducto quedó en pie.
El senador Lindsey Graham, republicano de South Carolina, no quedó del todo satisfecho con el aumento de gastos militares aprobado por la Cámara de Representantes. Para su estado, la presencia militar representa un impacto económico de más de 34.000 millones de dólares anuales, un incremento del 35 % desde 2019, con 255.000 empleos directos e indirectos. Graham votó contra el acuerdo.
Pero la conciliación también tiene un precio tanto para Biden como para McCarthy.
Es cierto que McCarthy obtuvo el respaldo de dos tercios de los republicanos en la Cámara, pero los más conservadores están furiosos porque la legislación fue aprobada con más votos demócratas.
El representante Dan Bishop, republicano de North Carolina, ya promovió la idea de destituir a McCarthy de su puesto como presidente de la Cámara, y su correligionario Chip Roy, de Texas, indicó que McCarthy deberá aplicarse mucho para hacer las paces con los republicanos más aguerridos.
Por su parte Biden, cuyo índice de aprobación entre la opinión pública sigue estando por debajo del 45 %, tiene mucho más que enmendar con los demócratas agriados por la ristra de concesiones hechas para obtener un acuerdo bipartidista en el Congreso. El presidente se beneficia, principalmente, por haber evitado no sólo las consecuencias de un default sino también la posibilidad de un cierre del gobierno.
La contienda, azuzada por la cobertura día y noche de los medios, fue entretenida para quienes son adictos a la puja política, y repetida y aburridora para el resto ya que, como en película repetida, el final ya se sabía.
Demócratas y republicanos, al igual que la mayoría de los estadounidenses, comparten su preferencia porque el sistema, que demanda un endeudamiento perpetuo, siga funcionando.
El acreedor final no existe, pero los endeudados a perpetuidad sí.