La narrativa conservadora sobre el 18 de octubre.

por Gonzalo Martner

Ya se va perfilando el discurso de los defensores del orden sobre el mayor acontecimiento de lo que va de siglo XXI en Chile, los sucesos de rebeldía social de octubre-diciembre de 2019 que cambiaron la historia del país.

La idea es que estos fueron un exabrupto inaceptable, que debe “condenarse” porque sería solo una expresión de violencia, mientras la fuerza pública no habría sido la causante de miles de agresiones ilegales comandadas por el gobierno y oficiales de alta graduación y de violaciones de los derechos de las personas que merecían una desobediencia civil en las calles, sino una mera víctima pasiva de delincuentes. Y que la delincuencia no actuó como en toda situación de alteración de la vida cotidiana, sino que habría sido la esencia de una movilización social propugnada por intelectuales llenos de «cobardía» (Peña dixit). Estos le prestaron apoyo o intentaron interpretar sus causas más allá del único enfoque autorizado por los bien pensantes, el de tipo conservador paranoico con afirmaciones como que la rebelión social se habría originado en el Foro de San Pablo y otros inventos del tipo que el comunismo se aprestaba para tomar el poder por la fuerza. O bien de carácter seudo-moralizante, con el orden como valor supremo de la vida social, aunque sea para mantener una sociedad de privilegios inaceptables. Que más de un millón de personas se manifestara en las calles en la «gran marcha» del 25 de octubre en todo Chile no tendría ningún significado de rechazo al orden existente y solo habría existido la destrucción urbana de pequeños grupos que la izquierda «no condena» (lo que no es cierto en el caso de sus representaciones responsables).

No contenta con no querer abordar las causas de una crisis social generalizada -simplemente porque todo diagnóstico mínimamente serio cuestiona el statu quo– la derecha y los representantes del orden oligárquico se empeñaron en una salida institucional trucada que no les resultó en un primer abordaje, al no poder bloquear con vetos la Convención Constitucional, ni impedir que la nueva generación surgida de las movilizaciones de 2011 llegara al gobierno en la elección de 2021. Y luego se empeñaron con éxito en poner todo el poder mediático al servicio de derrotar su propuesta, lo que lograron por la debilidad y retórica excedida de la misma y por una situación económica provocada por las circunstancias internas y externas y por políticas pasivas desde marzo que hicieron del plebiscito de septiembre de 2022 un momento de castigo a un nuevo gobierno con exceso de improvisaciones y ausencia de políticas suficientes frente a las turbulencias externas.

Ahora con nuevos aires, la ambición de la derecha política y mediática es mayor: acallar las ideas de transformación social, para lo cual requieren amarrar y anular al gobierno y las propuestas de cambio que llevaron a la nueva generación de izquierda al poder.

Que el funcionamiento de la sociedad era un factor de crisis larvada que en algún momento iba a estallar -contrariamente a la leyenda del «Chile oasis en América Latina» (Piñera dixit) que construyó la elite política e intelectual complaciente- se niega como una falacia de los que propalaban peregrinas ideas. Entre ellas, que el afán de lucro no podía ser la base de la prestación de derechos sociales en la educación, la salud, las pensiones, el urbanismo y el transporte. Y que la desigualdad de ingresos y de posiciones superior a la cualquier capitalismo maduro se traducía en asimetrías de poder en todos los ámbitos, los que generaron una realidad y una percepción generalizada de abuso en la ciudadanía de a pie por parte de los actores privados concentrados, empezando por la banca y las casas comerciales que promueven un muy caro crédito al consumo al que se suma el arrastre de deudas educativas.

El problema para los ideólogos de derecha es que la realidad social es más fuerte que su narrativa negadora del conflicto estructural. La concentración del poder y de los ingresos crean descontento todos los días, especialmente cuando se pierde el valor real del salario y el desempleo es alto, cuando el acceso a las atenciones de salud más complejas es incierto para la mayoría, cuando la educación de mercado no ofrece un futuro a muchos jóvenes de familias de menos ingresos y cuando la vida urbana es insegura y los tiempos de transporte cotidiano muy elevados, mientras las pensiones no son suficientes para alejar el fantasma de la pobreza en la edad avanzada en una población que envejece aceleradamente.

Los temas de fondo que siguen requiriendo soluciones desde la política se acumulan. Está en juego el cambio de un sistema de representación que no refleja las preferencias ciudadanas, el de un régimen de concentración económica que no ofrece oportunidades de progreso a la mayoría, el de una estructura social y una configuración de políticas que producen una situación distributiva, de inserción en la educación y el empleo y de cobertura de riesgos caracterizadamente desigual. El resultado es la recurrente fractura política y social del país, que sigue necesitando el inicio de respuestas de largo plazo tres años después del 18 de octubre de 2019, las que deben ser necesariamente el principal componente de la agenda del actual gobierno.

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