De manera simple, con economía de medios, el escultor norteamericano crea y elabora, casi de manera independiente en una isla de Estados Unidos, esculturas cinéticas que atraviesan los espacios y corren por el aire con formas curvilíneas y uniformes. Basta con mirarlas para creer que el mundo también puede llegar a ser continuo, interminable.
El viento es un caballo:/óyelo cómo corre/ por el mar, por el cielo. / Quiere llevarme: escucha/cómo recorre el mundo/para llevarme lejos. (Extracto del poema “El viento en la isla”, de Pablo Neruda)
Desconozco si Anthony Howe (1954) conoce el poema “El viento en la isla”, de Neruda, pero no hay palabras que se acerquen de mejor manera a su arte cinético que los textos del poeta chileno que forman parte del libro “Versos del capitán” (1952). Y es que el movimiento de las esculturas metálicas de Howe atraviesa los espacios, las estructuras, corre por el aire y se desplaza lejos, muy lejos.
Nacido en Salt Lake City, Utah, Anthony Howe estudió en la Escuela Taft de Watertown, Connecticut y después de cambiarse ocho veces de un lado a otro dentro de Estados Unidos, aterrizó en la Universidad de Cornell y en la Escuela de Escultura y Pintura de Skowhegan. Empecinado en realizar su arte en contacto con la naturaleza, construyó una casa de madera en la cima de una montaña en New Hampshire con la ayuda de su hermano Patrick, pintó acuarelas y realizó varias exposiciones individuales en Boston. Aburrido del aislamiento y la pintura vendió su casa y se trasladó a Manhattan. En la cuna cosmopolita del imperio norteamericano tuvo que sobrevivir. Ahí trabajó medio tiempo como instalador de estanterías de acero para el almacenamiento de archivos de oficina, donde conoció y apreció el trabajo del metal, con el que empezó a experimentar. Su pasión por el viento y el movimiento lo llevaron a realizar esculturas cinéticas, diseñadas de manera computacional, las que inicialmente colgó y probó en los techos cercanos a su domicilio neoyorquino.
Después de incursionar de manera individual en la Gran Manzana y de participar en varias exposiciones colectivas, en 1994 Howe decidió que lo mejor era crear su propio parque de esculturas y venderlas directamente a los clientes. Quiso inventar su propia manera de hacer arte con el objetivo de liberarse definitivamente y crecer de manera independiente.
“Trato, con economía de medios, de construir objetos cuyas referencias visuales van desde la parafernalia de ciencia ficción de bajo nivel tecnológico hasta modelos microbiológicos o astronómicos. Utilizo armaduras de acero inoxidable impulsadas por formas curvilíneas martilladas o discos recubiertos de fibra de vidrio plana. Ejes finamente balanceados, simétricos y asimétricos, conspiran para crear una armonía tridimensional visualmente satisfactoria cuando el viento se levanta”, ha señalado el artista sobre sus obras.
Actualmente Howe vive en la isla de Orcas (Washington) junto a su esposa y socia comercial, Lynne. Su obra ha sido comprada por cientos de coleccionistas privados, desde Medio Oriente hasta California. Se ha exhibido en palacios, parques de esculturas, y en el escaparate navideño de la tienda Barneys en Manhattan, entre muchos otros lugares. Uno de los trabajos más conocidos de Howe fue el diseño de un caldero y una escultura cinética para los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016; uno para las ceremonias de apertura y otro, permanente, al aire libre, que se encuentra en el centro de Río. En 2017, la obra «Lucea» sirvió de telón de fondo para que Auli’i Cravalho cantara «How Far I’ll Go», de la película animada “Moana”, en la ceremonia de los premios Oscar de la Academia.
Más allá de la estética y de polémicas como el plagio, hace un mes, de una de sus obras en el paseo Rawson, en San Rafael, provincia de Mendoza, Argentina, Howe mantiene el lirismo de lo inacabable en todos sus trabajos. Es la fuerza del eterno movimiento la que domina sus esculturas que parecen soles o flores que se abren y cierran y que muchas veces alcanzan alturas inmensas. La magia del aire posee al artista y lo levanta, al igual que el viento que corre por el mar y el cielo en los versos de Neruda. Es el hambre de constante renovación lo que lo atrae y eleva al corcel de su creatividad por el firmamento.