Escribo estas líneas con una sensación profunda de respeto. Es mi primera vez en nuestro oficio de las palabras que me refiero al mejor Maestro, tanto de mi accionar como el de mi colega Enrique Ramírez Capello, más abajo también citado. Aquella pluma tan sencilla y potente del que conocí hacia el final de sus días de cronista, cuando yo comenzaba los míos. Ese caballero alto y delgado, de trajes oscuros pasados de moda, de pocas palabras, pero precisas, y modo tranquilo que, escribiendo cosas de paso, lo decía todo. El último de los románticos de las letras chilenas, el gran maestro de la crónica breve que, sin embargo, acuñó una frase que retrata de cuerpo entero a la modestia encarnada: “Toda la vida he tenido el miedo de aburrir“.
La producción literaria de Daniel de la Vega Uribe (novelista, cuentista, dramaturgo, periodista que vivió las más envolventes noches de bohemia, inagotablemente enamorado de la poesía, la prosa y el Teatro y que murió hace justo medio siglo, durante un invierno como éste en 1971), fue como las hojas de otoño. Caían a diario sus textos según volara en los vientos del día a día la mirada sencilla del autor.
Editorialmente, con esas palabras nacidas al pasar ya aprisionadas en un libro, su producción se inició en 1911 con la publicación de un primer poemario, Al Calor del Terruño. Sus versos ahí incluidos reflejaron la armónica unión del espíritu romántico y la lírica directa, de humanidad certera y que jamás lo iba a abandonar. Una forma de escribir sobre todo emotiva, abrazada precisamente por los pequeños grandes detalles que generalmente pasan inadvertidos. El tema principal en aquellas páginas primerizas sobre su provinciana tierra natal es la invulnerable evocación de la infancia, subrayada por el suave sesgo cercano a la humildad del entorno alejado del mundanal ruido.
Quien nació en Quilpué en 1892 dejó ver desde sus inicios y hasta la posteridad la mirada de tinte pueblerino, pero robusta de sagacidad y ternura, que no se doblegó ante la estrictez del Instituto Alemán de Valparaíso, donde Daniel cursó sus Humanidades. En 1910 llegó a Santiago, ciudad más despierta que su cuna campestre y donde vivió, quizás encandilado, las primeras noches de la antigua y envidiable bohemia enamorándose de la Poesía y el Teatro, como señalábamos.
En 1912 se inició en el único camino que la vida sentencia a algunos que miran al detalle la realidad que los acompaña, el Periodismo. Guio sus pasos como redactor y fundador de la revista Pluma y Lápiz y, consecutivamente, como sustancioso, emocional columnista de los diarios La Mañana, El Mercurio y Las Últimas Noticias. En este período de brillante y multifacética escritura trabó amistad con destacados escritores y amigos (los amigos en la literatura son de verdad) y que, ciertamente, lo acompañaron toda la vida. Eran los años en que florecía cabalmente en Chile la fiebre por escribir. Fernando Santiván publicaba La Hechizada y sentaba un notorio precedente; Eduardo Barrios se transformaba en eterno hombre de letras con el inolvidable título El Niño que Enloqueció de Amor; Ángel Cruchaga Santa María entre uno y otro de sus errantes viajes por el mundo producía Las Manos Juntas y Juan Guzmán Cruchaga convertía su “Canción” en poesía hasta hoy aprovechada por románticos de ocasión: “Alma no me digas nada, que para tu voz dormida….”
Tanto era aquella febril actividad literaria que, en 1918 a los 26 años de edad, al aún joven amante de las palabras quilpueíno una encuesta realizada por la revista Zig-Zag lo distinguió como el poeta más leído del año. El premio consistió en la publicación de su libro Los Momentos. Inmerso en el romanticismo más acabado, aquellos versos intimistas y simples cautivaron a los lectores y a la crítica nacional.
Más tarde, sus poemas fueron incluidos en la antología Selva Lírica, lo que significó una nueva proyección para su labor poética. Simultáneamente, Daniel de la Vega escribió piezas dramáticas y comedias que no solamente tuvieron gran éxito de público. También elevaron sus palabras sencillas a la categoría de indispensables, cuestión que –dicho sea de paso – la literatura actual suele olvidar.
A propósito, Fernando Santiván, como amigo cercano, fotografió en palabras la sencillez de quien dio origen a su histórica columna en LUN, “Hoy”:
«Vivía Daniel una época de lírica embriaguez. Pocos escritores he conocido con amor más grande por la profesión. Amaba los versos y, al mismo tiempo, la carilla de papel en que se escribían. Lo embriagaban el ambiente literario, las charlas de café, las interminables discusiones en un cuarto de escritor bohemio, fumando en pipa detestables tabacos; las visitas a los camarines de artistas y a los talleres de escultores, las trasnochadas de ambulantes y frenéticas conversaciones, las acrobacias del pensamiento».
Sin embargo, como siempre en la vida ronda la burocracia y hay que sobrevivir, Daniel de la Vega entre 1920 y 1923 también trabajó, con ciertos intervalos, pero no lejos de su ambiente acostumbrado: la Biblioteca Nacional. Luego, vinieron los aplausos: En 1941 obtuvo el Premio Atenea; en 1953 el Premio Nacional de Literatura, mismo año en que fue designado agregado cultural de la Embajada de Chile en España. Y en 1962, obtuvo galardones por impensada doble decisión de los jurados: el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Nacional de Artes, mención Teatro, distinciones que lo convirtieron en el único ciudadano chileno en lograr una trinidad de reconocimientos de la ciudadanía toda, plenamente justificados.
Tras una extensa trayectoria en las letras nacionales, Daniel de la Vega murió en Santiago el 29 de julio de 1971. ¡Cómo se advierte su ausencia en nuestro mundo actual donde la sencillez de la vida palpita oculta y solamente a veces tiende a reaparecer, entre tanto desordenado y fútil bullicio!
El Periodista y “Hoy”
A pesar de que Daniel de la Vega cultivó todos los géneros literarios, sin duda su camino de acercamiento al corazón de la gente común y corriente lo recorrió en los brazos del periodismo, que pueden también ser acogedores cuando los textos lo merecen. Siempre es así cuando se advierte que hay sabrosura, humor, ironía y sentimentalismo en las palabras. En este género cómplice del día a día informativo que es la redacción, la obra principal de Daniel de la Vega se condensó en Confesiones Imperdonables, antología selecta de sus diarias miradas a la realidad y que posteriormente fue publicada en cuatro tomos, lo que en Chile resulta más que novedoso.
Su labor como cronista -ejercida por más de cuarenta años en distintas publicaciones- lo distinguió como un redactor ágil y chispeante que conservaba la atención íntima de sus lectores y de quienes lo acompañaban en sus incursiones por los círculos del arte y en sus diarias caminatas por las calles más arrinconadas de la ciudad. Una pizca, un detalle ínfimo, un brevísimo diálogo lo transformaba en pieza de antología.
De esta manera, publicadas en los nombrados cuatro volúmenes entre 1962 y 1967, Confesiones Imperdonables reúne las crónicas más relevantes publicadas por Daniel de la Vega en distintos diarios y revistas. La selección del numeroso material la realizó el propio autor. En ellas abundan las anécdotas, recuerdos históricos, observaciones de la contingencia nacional y notas humorísticas. Así, estos cuatro volúmenes ofrecen una anecdótica pero muy seria mirada analítica de la sociedad chilena de la primera mitad del siglo XX.
Luz de Candilejas y Fechas Apuntadas en la Pared son otras notables recopilaciones de crónicas memorialistas que, igualmente, registran agudas observaciones de la vida diaria: apuntes sobre actores, autores, escenarios y entretelones. La vida misma, nunca don Daniel escribió sobre otras vicisitudes que la diaria existencia.
Muy particularmente, los párrafos de título La Frase Feliz en la columna “Hoy” que siempre lo cobijó, describen a su autor íntimamente. Es un perfecto ejemplo que, con posterioridad al hecho que lo hace nacer, se esfuma. Lo muestra como a una buena persona, capaz de aceptar calmadamente situaciones que para cualquiera pudiesen ser motivo de rechazo, aburrimiento o exclamaciones de diverso calibre. El periodista poeta prefirió, en aquella escena desconocida y observada en un rincón cualquiera de la ciudad, retratar el pequeño detalle con sus palabras tenues, inofensivas pero justas:
“Venimos conversando por la calle y el amigo cada vez que dice algo que él estima interesante, se detiene con cierta solemnidad. Les rinde a sus palabras, el homenaje de una pausa. No sólo se detiene mientras hace su declaración, sino que espera, con aire desafiante, que yo dé pruebas de admiración y asombro. Cuando ve que me he asombrado de manera conveniente, sigue andando. Así, nuestro paseo se ve interrumpido por frecuentes estaciones. Yo a veces siento deseos de seguir caminando y dejarlo atrás con su frase importante y su actitud de orador en el período feliz, pero no soy capaz de cometer esa crueldad y echarle a perder su entusiasmo. Y me resigno a seguir asombrándome de todo lo que me dice este hombre. El considera que la marcha resta efecto a su frase y que cada una de sus palabras merece el honor de la inmovilidad”.
Otra evocación
En julio de 1992 se celebró en la Sala América de la Biblioteca Nacional, el primer centenario del natalicio de Daniel de la Vega. El recientemente fallecido periodista Enrique Ramírez Capello, tenaz seguidor del estilo del viejo maestro, como ya indicábamos en la introducción a estas líneas, lo evocó en su propia columna (“A Mi Manera”) bajo el sugerente título Cien Años de Mocedad, diciendo que “…huesudo, nostálgico y bohemio, sube en puntillas por las escalinatas, enfría su pipa humeante y la enfunda en su chambergo, Sigiloso, como el rocío de una rosa, se sienta pulcramente en una silla café moro. Retratista de lo menudo, pintor de lo musical e ingenuo recreador, sonríe al escuchar el discurso que lo identifica: nostálgico, sutil, provinciano. Mago y poeta, elegante mirador. Dulce compañía, como el ángel guardián de nuestra profesión. El homenajeado, oculto en la semisombra de la Historia, pergeñaría un artículo sobre la muchacha amada, un guijarro o una noche en silencio. Nunca tormentas ni tormentos”.
El homenaje del discípulo evidencia que si hay algo eterno en el paso de algunos por la vida es el ejemplo. El buen ejemplo. En este caso, el del Maestro que, en la galería de los mejores de la literatura chilena, ocupa el primer lugar a la hora de la modestia y la tranquilidad de espíritu. Como ya se expresó en la presentación, Daniel de la Vega dijo, casi al final de sus días: “Toda la vida he tenido el miedo de aburrir“.
Lo que indica, claramente, que los inmortales también pueden equivocarse.