Un presupuesto en caída libre y un período presidencial recortado no es precisamente el marco adecuado para responder a las difíciles circuntancias que vive el país después de la rebelión social y de la pandemia, por lo que se debe construir con urgencia un horizonte de cambio con estabilidad.
Quien sea elegido para gobernar a partir de marzo próximo, probablemente Gabriel Boric, en las circunstancias actuales, se va a encontrar con un presupuesto fuertemente disminuido respecto al de 2021, de acuerdo al proyecto de ley recientemente enviado al parlamento. Según el gobierno, el presupuesto para el año 2022 alcanza a 82 mil millones de dólares “con una baja de 22,5% comparado con el gasto fiscal efectivo de este año, producto de la disminución del estímulo fiscal extraordinario y retornando a niveles de gasto en línea con la meta de convergencia”. Esto significa que ya no habrá IFE Universal, IFE Laboral, créditos subsidiados para pymes FOGAPE, bono pyme, prohibición de corte de servicios básicos ni post- natal de emergencia. A su vez, se habrá extinguido buena parte del efecto de los retiros desde los fondos de pensiones, que han alimentado la demanda de consumo de los hogares y generado presiones inflacionarias internas, pero con un efecto solo temporal. Una parte importante de la inflación de 2021, sin embargo, es de origen externo. Los retiros desde AFP nada tienen que ver con la inflación de costos que proviene del sustancial aumento internacional del petróleo y de la devaluación del peso. Esta ha sido provocada por salidas de capitales y aperturas de cuentas en dólares, cuya persistencia no necesariamente se prolongará en el tiempo.
El gobierno prevé dejarle un margen de nuevo gasto a la nueva administración de 700 millones de dólares, una cuarta parte de lo que cuesta el IFE actual… al mes. Esto implica que el gobierno de Piñera busca heredar un ajuste de gasto del orden de 8% del PIB en un año, es decir una brutalidad propia de Sergio de Castro.
Recordemos que el proyecto de ley de presupuesto debe ser despachado antes del 30 de noviembre por el Congreso, sin que éste tenga la posibilidad de subir el monto total del gasto (solo puede mantenerlo o bajarlo) ni tampoco su composición, según las actuales reglas constitucionales de tramitación del presupuesto de la Nación. Esto tendrá, inevitablemente, efectos macroeconómicos. El gobierno y el Banco Central proyectan un crecimiento del orden de 2,5% en 2022, en circunstancias que no menos de medio millón de personas seguirán desempleadas por sobre el nivel de desocupación prevaleciente antes de la crisis, (otras 700 mil personas), pero se puede desencadenar una bola de nieve recesiva con la suma del ajuste fiscal y de aumentos de la tasa de interés hacia un quimérico nivel “neutral” de 1% real, en la doctrina actual del Banco Central.
Como se observa, estamos frente a un intenso panorama de previsibles tensiones sociales que resultarán inevitablemente de un brusco ajuste presupuestario por el fin sin más consideraciones de las medidas tomadas -muchas de ellas tardíamente- durante la pandemia por el actual gobierno. Algo así como “después de mí el diluvio”, frase que se atribuye a Luis XV en los últimos años de su vida, cuando el descontento popular ya presagiaba amplias convulsiones sociales en Francia.
Si, además del panorama económico, se considera que el vicepresidente de la Convención Constitucional, Jaime Bassa, del Frente Amplio, ha insinuado que la nueva Constitución puede acortar el período presidencial, entonces el panorama para el hasta ahora más probable ganador de la elección presidencial de fin de año, Gabriel Boric, también del Frente Amplio, es el de un ejercicio de gobierno de, digamos, dos años.
Nada de esto es razonable.
Lo que corresponde intentar frente a las difíciles circunstancias que vive el país después de la rebelión social y de la pandemia -en un mundo con muchas incertidumbres- es realizar cambios estructurales con estabilidad política. Esto nunca lo ha hecho ni podrá hacerlo un gobierno de dos años. La coalición Apruebo Dignidad, de la que emanará posiblemente el próximo presidente y será una de las con mayor representación parlamentaria, debe consolidar la relación entre sus componentes a partir de un diseño programático sólido para cuatro años. El paso siguiente, a fines de noviembre, debe ser conversarlo y concordarlo con mutuas concesiones con quienes estén dispuestos a apoyar al candidato en la segunda vuelta y, además, se comprometan a la realización efectiva de un programa común. Lo que supone no hablar de consignas, sino de políticas y programas precisos con sus financiamientos respectivos.
En marzo, el próximo gobierno debe enviar un proyecto de ley de corrección presupuestaria, como lo hizo el actual en abril de 2020 frente a la pandemia. Allí se debe establecer como prioridades un nuevo marco de ayudas a las pymes, de subsidios al empleo femenino y juvenil, de nuevos programas de servicio y cuidado a las personas y un nuevo monto de la pensión básica universal como soporte de las transferencias a las familias, junto a un fuerte programa de inversión verde. Esto implica tomar desde ya una opción política clara: no provocar una recesión con un brutal ajuste presupuestario y buscar una consolidación fiscal en el tiempo basada en una reforma tributaria suficiente y equitativa apuntando a un crecimiento de 3-4% y a un endeudamiento fiscal sobre el PIB no superior a 60% (la regla actual, ampliamente sobrepasada, de la Unión Europea).
Una nueva coalición de gobierno distinta a la derecha y sus concepciones neoliberales y capaz de hacer cambios favorables a las mayorías, pero de manera ordenada y firme, deberá ser el soporte para crear un horizonte político y económico adecuado para los próximos cuatro años. Otros enfoques en exceso especulativos pueden terminar por alimentar quimeras e inestabilidades que terminan por afectar a la mayoría social, que ya ha sufrido demasiado con la reciente crisis y con la precariedad estructural prolongada propia del modelo económico vigente.