En “La gran ola de Kanagawa” un inmenso torrente parece tragarse unas barcazas. El agua emerge como un tremendo monstruo blanco con forma de garras en las puntas redondeadas y ondulantes. El cuadro tiene mucha armonía y movimiento, representando la invasión extranjera a tierras japonesas y el poder de exterminio de la naturaleza sobre los hombres.
El mar es impredecible, bello. Cada vez que uno se sumerge en una de sus olas, en la latitud que sea, y se baña debajo de sus aguas, la sensación es la misma. Espuma por doquier que inunda un mundo turbulento; el origen de un desplazamiento acuático que por segundos parece trasladarnos a una dimensión que escapa de nuestras manos.
“Invéntate una costa donde el mar seas tú
para que así conozcas preguntas y respuestas,
Y no caiga tu rostro al precipicio,
pasajero de tu humo”.
Estos versos de Gonzalo Rojas (1916 – 2011) reflejan el poder del mar. La esencia que nos lleva y traslada al fondo de un abismo. Mucho de eso se encuentra inserto también en el grabado “La gran ola de Kanagawa”, una estampa realizada alrededor de 1830 por Katsushika Hokusai (1760 – 1849), especialista en el estilo ukiyo-e durante el periodo Edo. La obra formaba parte de una colección conocida con el nombre de 36 vistas del monte Fuji, una obsesión artística que se convirtió con el paso de los años en un símbolo para el arte japonés.
En el grabado, una inmensa ola parece tragarse unas barcazas. El agua emerge como un tremendo monstruo blanco con forma de garras en las puntas redondeadas y ondulantes. El cuadro tiene mucha armonía y movimiento, representando la invasión extranjera a tierras japonesas y el poder de exterminio de la naturaleza sobre los hombres. En su momento esta inmensa ola pasó bastante desapercibida y con los años ha ido adquiriendo relevancia y trascendencia debido a la poderosa influencia que tuvo en pintores como Vincent van Gogh y Toulouse – Lautrec, por mencionar algunos.
Pero hay algo más. Un aspecto que se olvida y que forma parte de la historia de Hokusai, quien empezó a pintar a muy temprana edad, siempre pensando en el futuro: “Desde los 6 (años), tenía una inclinación por copiar la forma de las cosas. A partir de los 50 años se publicaron mis imágenes…», refiriéndose a diez volúmenes de dibujos, cada uno con 60 páginas cubiertas con figuras y animales reales e imaginarios, plantas, paisajes marinos, dragones, etc. Las llamó «manga» y equivalen a la moderna expresión del mismo nombre, aunque el significado era distinto en esa época.
«Pero hasta los 70 años, nada de lo que dibujé era digno de mención«, señala Hokusai en sus memorias. Recién a los 73 años (época en que se estima que hizo “La gran ola de Kanawa”) sintió que pudo darse cuenta del crecimiento de plantas y árboles, y la estructura de aves, animales, insectos y peces. “Por lo tanto, cuando cumpla 80 años, espero haber progresado cada vez más, y en los 90, profundizar en el principio subyacente de las cosas, para que a los 100 años haya alcanzado un estado divino en mi arte”. «Así, a los 110, cada punto y cada trazo será como si estuviera vivo». El texto lo concluye diciendo: «Aquellos que viven lo suficiente, dan testimonio de que estas palabras no resultan falsas». Lamentablemente no pudo cumplir con sus ganas de pintar hasta los 110 porque murió en 1849, a los 89 años, sin conocer la repercusión que iba a tener su obra y en especial su gran ola.
La experiencia de Hokusai me llena de emoción y esperanza por su extraordinario talento y humildad, porque nunca es tarde para crear o seguir haciéndolo. Muy lejano a las comparaciones del caso con el maestro japonés, estoy ad – portas de publicar mi segundo libro “Reseñas culturales”, que consta de setenta y cinco artículos sobre literatura y artes visuales publicados en “La Mirada Semanal”. El próximo año cumplo 50 años y me siento un poco como Hokusai, guardando las distancias, que en la mitad de su existencia, gracias a su tenacidad, pudo ver publicado su trabajo. Entonces pienso que, si la vida me acompaña, a mí también me queda bastante tiempo para seguir creando y avanzando en mis propios proyectos culturales. En medio de la pasión y la perseverancia, se me viene a la mente mi abuela que vivió muy bien hasta los 106 años, siempre pendiente de todo y de todos.
Su experiencia y la de Hokusai me recuerdan una fábula oriental llamada “La rana sorda”. En ella, un grupo de ranas camina por un bosque y dos caen a un hoyo. Tratan de salir trepando un palo, pero ante el desaliento y la falta de apoyo de sus compañeras, una de las ranas atrapadas muere, mientras la otra resiste y logra salir del problema, pensando que sus compañeras la estaban animando todo el rato, fijándose en los gestos que ellas hacían. Y les agradeció de todo corazón el haberle ofrecido todo su aliento. En realidad, la rana era sorda y le era imposible escuchar los gritos de desánimo del resto. Hokusai creyó siempre en él mismo, tomándose todo el tiempo del mundo para vivir y crear sin rendirse nunca, dejando de lado el desaliento. Algo parecido al efecto del mar que va, viene y se desplaza hacia la costa, dejando un espacio abierto para la aparición de preguntas y también de respuestas.