Todos los días se evidencia con gran profusión mediática el malestar que provoca a los voceros de las culturas políticas tradicionales escuchar voces distintas a las usuales en la Convención Constitucional. En ella se han ido expresando propuestas sensatas de normas y otras que no lo son, como en muchas otras esferas de la vida nacional. Pero no existe ningún argumento válido para echar atrás el proceso actual.
Se escuchan con frecuencia insensateces, en ocasiones mucho mayores, en el Congreso o por parte de organizaciones gremiales para ganar audiencias mediáticas o defender descarnamente intereses particulares (en lo que destacan los gremios de los grandes empresarios), sin que nadie se altere demasiado. Esa constatación no impide desear que la evolución política del país vaya permitiendo que caigan poco a poco por su propio peso las variantes más demagógicas y estridentes de la expresión pública de ideas e intereses. Pero lo concreto es que, hasta ahora, no se ha aprobado ninguna norma en la Convención que merezca el calificativo de insensata. Varias de las normas aprobadas necesitan precisiones y mejoras de redacción, lo que ocurrirá de acuerdo a los procedimientos establecidos.
El trasfondo parece ser que las elites dominantes suelen vivir con recurrentes temores, incluyendo peligros fantasmagóricos que las más de las veces imaginan y alimentan ellas mismas. Y ahora, lo que tiene más fundamento, aparece el temor que de aquí en adelante la democracia establezca normas que contradigan o limiten sus intereses. Ocurre que desde 1973 no están acostumbradas a que ello se produzca en dimensiones significativas. Su apoyo a un golpe sangriento hace 50 años fue precisamente para restablecer su dominio incontrarrestado sobre la sociedad, el que había sido erosionado desde 1920 por los avances democráticos progresivos que terminaron en la reforma agraria y la chilenización y nacionalización del cobre. Su férreo diseño institucional post dictadura fue multiplicar los candados que impidieran el ejercicio de la voluntad mayoritaria. Estos candados están terminando de abrirse, lo que incrementa sus temores y su malestar.
Ya avanza la definición de Chile como una República dotada de un Estado Social y Democrático de Derecho para regir sus destinos, como en Alemania y otros países, el que ampliará los derechos individuales y colectivos. Y también dotada de un Estado Regional que otorgará mayores potestades a las administraciones subnacionales para reflejar mejor la diversidad territorial del país, en el marco de funciones nacionales indelegables en materias soberanas, económicas y redistributivas. Se avanza, a su vez, en la previamente ignota definición de un Estado plurinacional que reconocerá la existencia y derechos colectivos de los primeros pueblos y culturas, los que podrán tener autonomías territoriales junto a una pluralidad de sistemas de justicia debidamente coordinados. Ese reconocimiento, que la ley delimitará en el futuro en un probable marco de diálogo con los representantes de esos pueblos, estará en mejores condiciones de traer progresivamente paz y equidad a espacios hoy convulsionados por las profundas injusticias acumuladas en la historia. Por su parte, la propiedad privada y la libre iniciativa económica ya no serán sacrosantas, sino que tendrán como límite el interés general. La autonomía del Banco Central existirá previsiblemente, según avance la redacción final, para poner la política monetaria al servicio de contener la inflación y también para contribuir a mantener altos niveles de empleo y a facilitar la diversificación productiva y la lucha contra el cambio climático. Además, se reconocerá el rol de la economía social y solidaria sin fines de lucro.
No hay todavía acuerdo en la Convención sobre un régimen político que permita una mayor congruencia entre Ejecutivo y Congreso, aunque el presidencialismo sin mayoría parlamentaria como fuente de conflicto potencial será seguramente objeto de cambios. Por su parte, la naturaleza del “bicameralismo asimétrico” sigue en discusión. Probablemente desaparecerá el Senado “espejo”, cuya modalidad de elección y plazos de ejercicio de los mandatos tienden a bloquear a una Cámara plural y representativa de la voluntad popular periódicamente expresada (dicho sea de paso, es bastante vergonsozo el acuerdo entre la UDI, el PS y otros para intentar mantener el Senado en su actual composición y rol de bloqueo).
El hecho es que en la primera semana de julio terminará el trabajo de la Convención y que lo aprobado se plebiscitará hacia septiembre. Mientras, hay quienes cuestionan el mecanismo aprobado por el parlamento en 2019 según las normas vigentes de reforma constitucional por dos tercios, a la vez que se extendió ese quórum a la totalidad de las normas que apruebe la propia Convención. El intento de volver atrás es salirse totalmente del cauce establecido, lo que para conservadores dados a «no modificar las reglas del juego» es un tanto paradojal. Se busca nada menos que modificar el proceso cuando está en curso porque a la derecha y a sus socios no le están gustando los resultados previsibles. Se lee en la prensa que discuten “alternativas”, como la idea que se agregue en la papeleta del plebiscito algo así como “Rechazo para alcanzar un nuevo acuerdo constitucional”, como propuso Pablo Longueira. Nada de esto ha tenido mayor eco, salvo contribuir a crear un clima que favoreza el voto por el rechazo a la nueva constitución.
Por su parte, el planteamiento “alternativo” de reformas constitucionales futuras en el Congreso es bastante risible. Se presenta con la autoridad de una llamada Comisión de Venecia, órgano consultivo del Consejo de Europa (no de la Unión Europea) sin mayor incidencia, y plantea algo totalmente obvio: la posibilidad de modificaciones posteriores a la nueva constitución para quienes no queden contentos con la que redacte la Convención y sea eventualmente aprobada por el pueblo en septiembre. Evidentemente, la Constitución de 2022 no será inmodificable, como en la práctica lo fue la de 1980 por la tozudez de la derecha. Lo que hasta ahora se ha discutido en la Convención es que la nueva constitución será modificable por el parlamento por mayoría absoluta o bien por iniciativa popular juntando un cierto número de firmas. Algunos convencionales han agregado que se incluya un plebiscito ratificatorio para ciertas normas que se reformen en el parlamento, lo que es muy razonable. Eso es lo que corresponde desde la lógica democrática: que una constitución se pueda modificar en el futuro en cualquier momento en el Congreso o mediante iniciativa popular. Si alguna norma no le gusta a algún colectivo significativo, procurará que se modifique, pero no mediante trampas ni por la fuerza. Deberá conseguir una mayoría absoluta en el parlamento y eventualmente una mayoría popular en las urnas.
No existe ningún argumento para echar atrás el proceso actual. Salvo el de sostener que los pueblos no deben dotarse de normas de convivencia según lo determinen sus representantes libremente elegidos, posteriormente ratificadas por la ciudadanía, lo que nadie se atreve a reconocer. Los mismos de siempre seguirán inventando mil subterfugios. Eso es lo que les pasa a las oligarquías y sus asociados que no creen en la soberanía popular ni en la libre deliberación democrática. Pero eso ya es un asunto de ellas y ellos, no de la nación chilena. Por si todavía no se dan cuenta, cabe indicarles que no son lo mismo. Y en 2022 menos que nunca.