El pan en la boca. Por Odette Magnet

por La Nueva Mirada

Por Chile no se pasa. Se va. País al confín del mundo, cayéndose del mapa como un signo de exclamación hambriento por llamar la atención. Solitario, aislado por esa cordillera inmutable. Gente de pocas palabras y expresión hosca, que con suerte habla a solas porque basta uno mismo para amasar la poesía y el pan en la boca del horno de barro. Al caer la tarde, los pescadores lanzan sus redes en busca de peces y respuestas; elevan la mirada al cielo no para rogar ni soñar sino para ver la hora y adelantarse a la tormenta. Tierra tan austral que, de tan lejos, nos olvidamos que existe. Enfundada en el follaje espeso de los robles, alerces y raulíes, cipreses, laureles y boldos. Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta, dijo Neruda. El cóndor sobrevuela el altiplano al mediodía y la zampoña lanza un gemido antiguo que se lleva el viento mientras la magia se aleja y aletea sobre dos alas negras.                                                                        

Chile no es fácil. Pueblo de muchas capas, como una torta de milhojas, como la cebolla de guarda, como sus volcanes que acumulan su ira con paciencia infinita hasta que arrojan su lava ardiente montaña abajo sin avisar siquiera, sálvese quien pueda y si te he visto no me acuerdo.

Huaso ladino que bajo el ponche esconde o protege no se sabe qué, mejor no saber, predica el chileno, quédese aguachadito que aquí no ha pasado nada. La pregunta flota en el aire, suspendida en la mitad de la nada, como la espuma que levanta la ola de ese mar que tranquilo te baña, canta la canción nacional tan manoseada, pisoteada, manchada, censurada, redimida pero tan nuestra. Y si de lugares comunes se trata, por la razón o la fuerza, dice el maldito lema patrio, pero llevamos años recurriendo a una y otra y a las dos al mismo tiempo. No hay cómo. Chile sigue abriendo sus largos brazos y la lluvia se desliza por esas ventanas azules que tiritan de frío a la orilla del camino del sur que ni huellas tiene porque los hombres pasan, pero no regresan. Gota a gota, se ablanda el corazón de un pueblo adolorido, atravesado por grietas profundas, silencios porfiados, miradas fijas en el suelo, paralizado por el temor y la inercia, vaya a saber uno. Nadie se atreve a lanzar la primera piedra o suspiro.

Pero cuando la fiesta se arma, el país sonríe y muestra su dentadura de picos nevados. ¡tikitikití! Una pata de cueca, hasta aquí no más llegamos, cerrado hasta quién sabe cuándo, no insista. Desde el vientre de la guitarra sale una cascada de arpegios, y aparecen en un dos por tres los jarros de chicha, de vino, del blanco y del tinto. Ya están listos el curanto, la empanada y el chancho en piedra, póngale no más compadre, que no se note pobreza y ¡viva Chile, mierda! Morena de ojos negros, salpicados de deseo, te sacas el delantal y te limpias la boca con el dorso de la mano como si me hubieses leído el pensamiento y no sé si te lo dije o lo pensé nada más. Y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero, le aseguran al gringo recién llegado, turista caído del catre, pero invitado especial a esta larga mesa, la nuestra, la suya, la de este país tan largo y ausente. Pero no se ponga triste, oiga, levante la copa, el vaso, la mirada porque hago este brindis, el primero de la noche, pero no el último, para que usted se quede, para que no se vaya, para que nos recuerde o, al menos nos tenga en sus sueños o en su testamento y, con suerte, en sus oraciones.

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