Recuerdo que Macarena, mi hija pequeña, cuando era pequeña, miraba absorta un libro de láminas. Le pregunté de que se trataba y me respondió: “Es sobre un príncipe encantado”. Cuando yo le dije: “¿un príncipe como yo?”, me respondió de inmediato: “Si; pero en el mundo al revés”.
Confieso que, entre la diversión y la sorpresa, la respuesta me ha inspirado durante mucho tiempo, una reflexión sobre el ser humano y sus visiones de la realidad y la realidad de sus visiones. Toca, además, a una cuestión mucho más coyuntural de lo que parece. La cuestión de una suerte de acratismo conversacional que nos ha llevado a la confusión y el desconcierto. Pero la historia viene de más atrás.
En otras épocas, no tan antiguas, existían conversaciones prohibidas; conversaciones en espacios prohibidos y conversaciones que estaban prohibidas para determinadas personas y grupos. Las prohibiciones se expresaban con fórmulas como: “estas no son conversaciones para los jóvenes”; “en la mesa no se habla de esto”, “éstas son conversaciones solo para expertos, no para legos”.
Cuando yo era un niño si una opinión provenía de los padres se escuchaba con respeto. Cuando los maestros y profesores hablaban los escuchábamos con atención y si el juicio era del director del colegio eso provocaba inmediatamente una conversación. Si la opinión provenía de un diputado o un senador se asumía la seriedad de la opinión y si era el presidente el que lo hacía, el silencio invadía religiosamente a los escuchantes. Cuando hablaba el Papa constituía para nosotros hijos de padres católicos de colegios acomodados una verdad divina, lo hiciera en modo ex cátedra o no. Las declaraciones del presidente de EEUU eran siempre verdaderas y si alguien las discutía, daba igual porque de seguro se trataba de opiniones de comunistas que estaban casi siempre equivocados, como su doctrina.
A veces, tengo la sensación de que asistimos a un verdadero cataclismo conversacional, especialmente en lo referido a la autoridad para participar, y movilizar conversaciones. Realidad que, sin duda, nos ha sorprendido a todos, y a veces positivamente como lo muestra el siguiente recuerdo: estaba dando una conferencia en el año 2005 en la ciudad de Temuco con más de cuatrocientos profesores pertenecientes a una fundación educacional y pregunté a los atentos participantes que venían saliendo de la denominada “revolución pingüina”: “Díganme con toda sinceridad: ¿Quiénes han puesto en los últimos tiempos la conversación más grande en educación en Chile? ¿El gobierno?; ¿Los expertos en educación?; ¿los profesores?; los padres y apoderados; o los chiquillos? “¡Los chiquillos!” exclamaron todos. Y así era. En los tiempos que corren una suerte de democratización conversacional se ha extendido de tal modo que nadie descartaría hoy, escuchar a los enfermos para implementar políticas de salud; a los estudiantes para las educacionales, o a los feligreses para recuperar la credibilidad de la iglesia.
El cataclismo conversacional ha sido tan fuerte, que las organizaciones que otrora confinaban conversaciones, o relegaban a sus protagonistas han sido cuestionadas, y duramente enjuiciadas en cuanto se colaron otras conversaciones y pudimos apreciar la inconsecuencia de sus declaraciones públicas con sus comportamientos privados. Ahora una suerte de consigna anárquica parece prevalecer en nuestros paisajes interpretativos: “Todas las conversaciones, en todas partes y con todos los involucrados”.
En este nuevo contexto conversacional no todo ha sido fácil, ni transparente, sin embargo. Porque la aparente derrota de las elites dirigentes en este mundo de libertades hermenéuticas, cansados de intentar ordenar los espacios interpretativos, optaron por emporcar, intoxicar, banalizar y sobre todo confundir los ambientes interpretativos: Así apareció un ejército de opinólogos, analistas improvisados, faranduleros, y saltimbanquis de la palabra que vinieron a dinamizar a los deprimidos canales de la televisión abierta. Y ese fue solo el comienzo. Al poco tiempo, y como siempre, el lado oscuro de la fuerza entendió que con las redes se podía conocer, cual de si un genoma virtual se tratase, el paisaje interpretativo de cada persona y operar sobre él. ¿El resultado: fantástico? Cuarenta millones de ciudadanos estadounidenses cree que las elecciones presidenciales las ganó Trump; y varios millones de chilenos juran que el proyecto constitucional rechazado les daría a los mapuches derecho a dividir el país y exigir visa a los chilenos para transitar en él.
Como si estuviéramos asistiendo a una especie de profecía apocalíptica: “La autoridad para opinar se derrumbará delante de vosotros, y llenos de confusión, no podréis distinguir entre la verdad y la mentira”, y comoen la torre de Babel que de tantas lenguas presentes acabaron por confundir a los constructores, también los jefes de estado se sumaron a la competencia por agregar estupideces y mentiras al ambiente: “resfriadiño”, decía uno para referirse al Covid 19, cuando sus representados morían sin atención tirados en las calles y “país de maricas” a los que insistían en vacunarse, confinarse y cuidarse. Y los del otrora respetado país más importante del mundo, su presidente invitaba a sus conciudadanos impúdicamente a meterse cloro en las venas o exponerse al sol para acabar con una pandemia que terminó por acabar en una cantidad de muertos que superó con creces a los de la guerra de Vietnam, y también, por suerte, con su gobierno.
Nada fue ni tan espontáneo ni tan casual. Mas bien, las élites dirigentes sacaron un cálculo bastante elemental que podríamos resumir del siguiente modo: si todas las interpretaciones valen lo mismo y nadie debe cuidarlas, ¿cuál prevalecerá finalmente? ¡Bingo! ¡Acertó! Prevalece la que se difunda más, en más medios, y sobre todo sea más digerible a mayor cantidad de gente.
Y así fue como se fue construyendo el mundo al revés, y en donde la tierra puede ser plana y no girar alrededor del sol, y puede haber abortos a fetos que ya son niños, e, incluso, la gente puede heredar bienes que sus padres u otros antecesores no tenían.
No se trata solo de las mentiras o fake news, que, por supuesto, se han convertido en el modo más eficaz de tergiversar las conciencias. El problema es más profundo: los seres humanos no interpretamos la realidad porque hayamos cultivado esa capacidad especialmente. Más bien el problema es que no podemos dejar de hacerlo porque allí, en la capacidad interpretativa que tenemos reside la imaginación intrínseca de los sapiens. No tenemos que ir a ninguna escuela, o universidad para interpretar. Más bien no podemos dejar de hacerlo. Probablemente quepa aquí un razonamiento tautológico, circular, como en los temas ontológicos: “somos seres humanos porque interpretamos e interpretamos porque somos seres humanos”. La cuestión es entonces cómo hacemos para participar activamente en la articulación social de interpretaciones colectivas. Aquellas que acaban por movilizar a la gente. La respuesta amerita otro espacio, pero adelantemos que tenemos dos salidas: disputar el poder de las redes sociales desde los mismos centros de poder que los crean y manipulan o bien, como ya empiezan a plantear algunos, crear contrapoderes equivalentes, como redes alternativas y medios sociales y, sobre todo, crear una cultura conversacional alternativa que de forma permanente dispute cara a cara la fisonomía de los paisajes interpretativos de nuestro entorno.
Tenemos trabajo por delante y esto no va de los intelectuales orgánicos de antaño. Se trata de movilizar conversaciones permanentes, mayoritarias y participativas.
En el mundo al revés todos podemos ser príncipes y princesas, pero es preciso, crear muchas conversaciones equivalentes a los fascinantes libros de láminas, que tanto gustaban mi hija.
1 comment
Tienes una claridad absoluta de lo que sucede en nuestro país. Felicitaciones es muy agradable , no como decirlo, encontrar a una persona culta y que explique lo que sucede con nuestra gente o país en forma clara y consistente. Gracias