Con esa frase comienza la Divina Comedia: Dante finge haber perdido el rumbo hasta que en ese caminar a tientas se encuentra con la figura del gran poeta Virgilio.
Nadie que esté familiarizado con los temas políticos y jurídicos imaginó que redactar una propuesta de nueva Constitución iba a ser tarea sencilla. Menos cuando esa responsabilidad era asumida por una asamblea de composición plural carente de liderazgos políticos claros, nacida al fragor de una crisis manifestada en un amplio movimiento que sacudió fuertemente a la sociedad a fines del 2019.
El desafío de dar vida a una nueva Constitución es grande. No se trata de imaginar una utopía como Tomás Moro, ni tampoco de repetir las instituciones conocidas y gastadas por el tiempo, sino de plasmar en normas jurídicas principios, organizaciones y procedimientos un Estado capaz de regular una sociedad compleja y de responder a los desafíos del futuro. Las Constituciones no son obras perfectas y acabadas, sino bases sólidas para una nueva etapa.
Mientras se las elabora pareciera estar perdidos en una selva oscura. El resultado de los debates sólo lo puede juzgar en forma definitiva el tiempo que viene.
La Convención Constitucional está bien regulada en la reforma constitucional que le dio origen tras un acuerdo entre las principales fuerzas políticas con representación parlamentaria y el gobierno de Sebastián Piñera, muy cuestionado por la protesta social. Si bien una parte significativa de los colectivos que protagonizaron la movilización rechazó ese entendimiento en la esperanza de poder provocar un quiebre institucional o al menos la renuncia del Presidente, luego del amplio respaldo al proceso constituyente en el plebiscito de entrada, decidieron participar en las elecciones aprovechando un cambio en las reglas electorales tradicionales que esta vez permitieron que los independientes formaran pactos entre sí asemejándose al estatus de los partidos políticos. Fue así como la Lista del Pueblo logró una significativa representación, que no se repitió en la siguiente elección parlamentaria.
En un inicio hubo diversas manifestaciones de rechazo hacia la regulación constitucional de la Convención, en especial cuestionando el quórum de 2/3 establecido para la aprobación de las normas constitucionales. Sin embargo, no prosperaron y el Reglamento sancionó ese quórum. Más tiempo tardó que los convencionales entendieran cuál era su tarea: en los primeros meses, mientras se discutía el Reglamento, se sucedieron los planteamientos sobre temas contingentes ajenos al ámbito constitucional, seguidos de discusiones sobre declaraciones públicas de la Convención o incluso echando a andar comisiones ad hoc en que se produjeron fuertes enfrentamientos entre sus miembros. Un problema recurrente fue el de la libertad de los llamados “presos de la revuelta”, que permanecen en prisión preventiva.
Por otra parte, en el polo opuesto, llegaron los representantes de la derecha sin una propuesta, con un ánimo esmirriado por no haber alcanzado el tercio más uno de los convencionales, unos escépticos y negativos, otros buscando insertarse en un debate que les era ajeno.
Mal que mal la CC giraba en torno al movimiento social que desató el acuerdo político que la hizo posible. Y esa impronta inicial todavía no desaparece.
La primera etapa del proceso constituyente estuvo dedicada a lo que podríamos decir la presentación de los convencionales, su biografía, el territorio que representaban y sus preocupaciones principales; en este período también tuvieron un papel destacado los representantes de los pueblos originarios haciendo presente su visión del mundo y reivindicando sus culturas, derechos e idiomas. La elección de Elisa Loncón como presidenta de la CC se convirtió en un símbolo que trascendió nuestras fronteras.
La elaboración del Reglamento fue una tarea significativa y no exenta de dificultades. Su mayor debilidad es no contemplar ninguna instancia formal para resolver las discrepancias, como ocurre por ejemplo con las Comisiones Mixtas en el proceso legislativo. La Comisión de Armonización está más bien concebida para evitar antinomias normativas que se pueden producir por la forma de trabajo de las siete comisiones temáticas, siendo que hay muchas materias que pueden ser abordadas por más de una de ellas. Pero esa Comisión, al menos en el papel, carece de facultades para revisar las normas aprobadas por el plenario.
Además, se discute cada norma por separado en siete escenarios paralelos sin que exista un esquema referencial coherente. Es el precio del concepto de la hoja en blanco.
En la segunda etapa la CC, una vez concluida su instalación y organización interna, ha entrado al debate sobre el contenido de las futuras normas constitucionales en las comisiones y en el pleno. Este trabajo ha sido arduo: han escuchado a múltiples organizaciones y expertos, se han trasladado a regiones, han recibido propuestas de la sociedad civil debidamente validadas por el número de firmantes exigido por el reglamento; en algunas de las comisiones las indicaciones han superado las 800. Se vota sin cesar. Muchas veces los convencionales tienen dificultad para seguir el hilo del trabajo.
Ha sido tan intensa la labor realizada hasta ahora – y que se encuentra en pleno desarrollo- que resulta muy difícil tener una imagen clara de los informes de cada comisión, qué normas han sido ratificadas por el pleno, cuáles no han alcanzado la mayoría suficiente para continuar con vida, y aun no conocemos las nuevas propuestas de las comisiones sobre aquéllas que no lograron los 2/3 pero si la mayoría suficiente como para que las comisiones puedan reformularlas. Sólo a finales de marzo tendremos un cuadro definido de las normas que darán forma a la nueva Constitución.
Como Dante nos encontramos en mitad del camino, “como en una selva oscura”, que se irá clarificando dentro de algunas semanas cuando terminen de procesarse todas las propuestas. Por eso los juicios y apreciaciones sobre el rumbo de la CC no pueden sino ser prematuros y las descalificaciones, fuera de lugar.
A estas alturas resulta evidente que el clima político de las comisiones es bien diferente al del plenario, dado que según el Reglamento en ellas rige el quórum de simple mayoría, mientras que en el pleno se requieren los 2/3. Eso determina que en las comisiones se aprueben normas que se sabe serán difícilmente ratificadas en el plenario. Muchos de sus integrantes actúan con un sentido testimonial, como quien deja constancia de sus aspiraciones máximas sabiendo que luego habrá un cedazo más exigente que revisará lo resuelto.
Efectivamente, en el plenario se ha formado de hecho una confluencia de opiniones entre la derecha y los diversos grupos que expresan lo que fue la Concertación que desecha las propuestas maximalistas o abiertamente fuera de lugar. La única que ha logrado pasar -según algunos dicen por un descuido- es la norma que exige consentimiento de las comunidades indígenas para los proyectos de inversión y no sólo consulta de buena fe como prescribe el Convenio 169 de la OIT. El Frente Amplio y el PC en general votan favorablemente todas las disposiciones provenientes de las comisiones bajo el argumento que comparten su contenido o que no quieren pagar el costo político de desecharlas.
La derecha se queja de su exclusión. Tal vez auto infringida. Lo que queda claro es que no resulta fácil definir como se conformarán los 2/3 necesarios para aprobar el texto. Evidentemente, el hecho que hasta ahora se opere a partir de propuestas de izquierda que luego pasan por las tijeras de la derecha más una parte de esa misma izquierda, nos revela que no hay un acuerdo político sustantivo entre las grandes corrientes políticas y culturales del país.
Ello provoca que se haya ido produciendo un distanciamiento entre la opinión pública en general y el clima cultural y político que impera al interior de la CC, lo que favorece no pocas distorsiones y provoca bastantes desaciertos y malentendidos, agravados por la falta eficaz de comunicación sobre lo que efectivamente se va aprobando y la forma de debatir lo que aún está pendiente.
Esto ha sido acentuado por el prurito de cambiar el nombre a instituciones tradicionales del sistema político chileno, como el Senado y el Poder Judicial, o bien no dejar suficientemente en claro que la forma de un Estado regional no es incompatible con su carácter unitario. Otro tanto ocurre con el principio de la plurinacionalidad, tomado de las Constituciones de Bolivia y Ecuador, países con una composición étnica bien diferente a la de Chile y con una tradición jurídica también distinta. No quedan claras hasta ahora las consecuencias institucionales de ese principio, por ejemplo, respecto de la existencia o no de sistemas judiciales indígenas especiales y su relación con el Poder Judicial, ni tampoco como la plurinacionalidad pueda entrar en juego con el hecho, hasta ahora indiscutible, de que todos los chilenos compartimos una misma nacionalidad y ciudadanía.
Curiosamente los debates más fuertes no se han dado hasta ahora tanto en el ámbito de la garantía de los derechos humanos, entre ellos los derechos económicos, sociales y culturales, ni sobre los principios que formarían el corpus viviente del nuevo texto constitucional, sino sobre aspectos institucionales propios del sistema político, aquello que Roberto Gargarella sugestivamente llama la “sala de máquinas”, es decir, la organización republicana y democrática del poder del Estado.
Los puntos que han concentrado la atención son aquellos que a lo largo de nuestra historia política han provocado siempre las grandes crisis políticas: la relación entre las regiones y el poder central y los vínculos entre el Ejecutivo y el Legislativo, es decir, la forma de gobierno. Pensemos en los enfrentamientos del Siglo XIX entre Santiago y las provincias, en la guerra civil del 91 y la experiencia de seudo parlamentarismo que la siguió, en el restablecimiento del presidencialismo bajo Arturo Alessandri y en la crisis de 1973 que culminó en la dictadura de Pinochet.
En cambio, parece haber un consenso tácito sobre mantener e incluso incrementar el área de la autonomía constitucional de las instituciones que en el Estado moderno cumplen funciones específicas, sustraídas del poder jerárquico del Presidente y de los vaivenes del control parlamentario, como la Contraloría General de la República, el Banco Central, el Servicio Electoral. Incluso cada vez que se plantea aumentar el activismo estatal se adelanta que el organismo encargado gozaría de la autonomía necesaria. Así ocurre, por ejemplo, con la propuesta de una institución estatal que se encargue de las pensiones. Es posible que incluso algunos órganos que tienen autonomía legal alcancen rango constitucional, como el Consejo para la Transparencia o las universidades estatales.
Tampoco ha habido mayor discusión sobre los mecanismos de participación ciudadana. No sólo en la gestión pública, sino principalmente en la ampliación de las hipótesis de plebiscito en los diversos niveles del Estado, el referéndum abrogatorio de ley, las consultas ciudadanas y la iniciativa popular de ley. Este tema es central para redefinir mejor la relación entre representantes y representados, entre quienes ejercen el poder y la ciudadanía, y para resolver los conflictos entre los poderes del Estado.
En lo relativo a la regionalización el desafío está en encontrar un equilibrio entre las autonomías y la unidad del Estado, superando el actual esquema bicéfalo entre un Gobernador electo carente de atribuciones relevantes y un Delegado Presidencial que sustituye al Intendente. Están en debate varias iniciativas que inclinan excesivamente la balanza en favor de los poderes locales sin considerar la necesidad de mantener una coherencia institucional ni un diseño que permita al gobierno central fijar el rumbo del país. No sabemos cuál será el destino final de propuestas que facultan a las regiones establecer su propio estatuto político, como si se tratara de un Estado Federal, fijar impuestos regionales, contratar préstamos o crear empresas públicas.
Sobrevuela estas ideas una visión anarquizante de autogobierno que amenaza con desarticular el Estado como expresión política de la unidad del país. Tampoco existe entre nosotros identidades regionales tan fuertes que puedan dar origen a un Estado federal. Se echa de menos alguna norma que garantice el equilibrio fiscal y defina con precisión las competencias regionales en relación con las atribuciones del Estado central.
A ello se suma la dificultad de recoger en la estructura de un Estado democrático moderno una forma adecuada de reconocer y valorar la existencia de los pueblos originarios, cuya cultura y organización interna es preestatal. Ello se advierte en el hecho que, pese a existir un mandato constitucional desde hace 15 años para que la isla Rapa Nui con alrededor de 3000 habitantes tenga un estatuto especial de gobierno, no haya sido posible dictarlo hasta el momento por la falta de acuerdo entre sus miembros. Imaginemos cómo se podría lograr con el pueblo mapuche y sus más de 2000 comunidades autónomas que, sin embargo, se reconocen como parte de una misma etnia, y que habitan un territorio en que hace tiempo ya no son mayoría, siendo además que cerca de la mitad de sus miembros viven en las grandes ciudades del país.
Por eso el estatuto de los pueblos originarios en la Constitución debiera ser lo suficientemente flexible como para que el Estado en sus regiones pudiera definir con ellos la mejor forma de plasmar su efectiva participación en la vida pública y hacer efectiva su autonomía. No todo podrá establecerse en la Constitución.
En lo referente al régimen político, se ha aceptado el sistema presidencial con algunos cambios sustantivos que han motivado polémica. En primer lugar, la sustitución del Senado por un Consejo Territorial que recogería la representación regional, pero que carecería de atribuciones legislativas significativas. Más allá de la falta de justificación de cambiar el nombre de una institución que ha existido desde el nacimiento de la República, no se advierte la conveniencia de restarle facultades a la nueva institución. Sería disminuir la importancia de las regiones al momento de definir las leyes. ¿Para qué tener una institución que carecería de una agenda suficientemente sustantiva? Su asimetría de funciones con la Cámara de Diputados – que también cambia de nombre- debe sin embargo encontrar una expresión de poder sustantivo capaz de justificar su existencia; de lo contrario, se corre el riesgo que a poco andar pierda toda legitimidad ante sus electores.
Otro tema relevante en discusión es el establecimiento de un quórum legislativo para rechazar un veto presidencial e insistir en el criterio del Congreso equivalente al de aprobación de la norma legal objetada, o sea, simple mayoría. Es verdad que el quórum actual de 2/3 es excesivamente alto, pero rebajarlo como se propone equivaldría a colocar al Presidente a merced de la mayoría parlamentaria, lo que no es propio de un sistema presidencial.
En la base del empeño por el unicameralismo se encuentra un diagnóstico equivocado, o al menos parcial, de la crisis política del país: la falta de sintonía entre el Ejecutivo y la mayoría parlamentaria, que paralizaría u obstaculizaría la acción del gobernante. No se toma en cuenta la importancia del equilibrio de poderes, de los clásicos frenos y contrapesos que evitan el autoritarismo. Se puede gobernar con minoría parlamentaria y existen diversos caminos para facilitarle a un Presidente el cumplimiento de su programa político sin afectar las libertades.
Tampoco se advierte la utilidad de crear el cargo de Vicepresidente, que en casi todos los países carece de atribuciones propias relevantes y que puede ser un factor de conflicto dentro del Ejecutivo, sobre todo si Presidente y Vicepresidente pertenecen a diferentes organizaciones políticas unidas en una coalición para gobernar. En Ecuador, antes del período de Rafael Correa, se decía que era más importante saber quién se postulaba como Vicepresidente, pues terminaría sustituyendo al titular.
En cambio, establecer un Jefe de Gabinete designado por el Presidente y responsable ante él, puede ser una buena idea para distribuir las funciones de gobierno y administración que son cada vez más exigentes y complejas.
La transformación del Poder Judicial en Función jurisdiccional va a ser leída por los magistrados como una disminución de la jerarquía de su misión, que debe estar revestida de la suficiente importancia para garantizar su imparcialidad e independencia de juicio. Mayor contrasentido tiene este cambio cuando la evolución del Estado constitucional se está inclinando cada vez más en favor de la magistratura, en la misma medida en que los derechos humanos han entrado a formar parte de los textos constitucionales. Los jueces se han transformado en sus garantes incluso frente a los posibles excesos del legislador.
En la parte orgánica del Poder Judicial sólo señalaremos dos temas relevantes.
En primer lugar, la existencia de una o varias expresiones de la administración de justicia indígena. Cabe recordar que la existencia de los llamados Jueces de Indios no fue una experiencia positiva para defender sus derechos. Ahora bien, si se organiza un sistema o varios paralelos a la Administración de Justicia se corre el riesgo de caer en una anomia normativa: según la ley indígena cada uno se puede identificar como tal bastando su propia declaración, con lo cual se podría elegir arbitrariamente el tipo de justicia según la conveniencia individual; pero, además, la costumbre indígena no está suficientemente establecida como para adoptar un pluralismo judicial. Otra cosa es que los Tribunales al dictar sus resoluciones tomen en cuenta la cultura de los pueblos originarios como lo prescribe el Convenio 169 de la OIT.
En segundo lugar, la creación de un Consejo de la Magistratura que fuera el encargado de dirigir todos los asuntos no jurisdiccionales del Poder Judicial es una idea que ronda desde el tiempo del Grupo de los 24, siguiendo los ejemplos de países como España o Italia. Sin embargo, hay que tener especial cuidado al establecer su composición para evitar la injerencia indebida de las fuerzas políticas y económicas en la vida judicial como desgraciadamente se advierte en países como Perú o Argentina e incluso recientemente en España. La propuesta en debate da una excesiva preponderancia al Parlamento en la designación de sus miembros.
El cambio del actual Tribunal Constitucional por una Corte Constitucional puede ser una idea acertada si se fijara bien su competencia, eliminando el control preventivo de los proyectos de ley, y se establece un sistema de nombramiento de sus integrantes que garantice su idoneidad para asegurar su legitimidad y su imparcialidad como garante de la supremacía constitucional.
Es de esperar que pasado el mes de marzo, cuando tengamos un esquema general de lo que puede ser una nueva Constitución, la CC se dé el tiempo para reflexionar sobre lo aprobado en favor de un texto coherente y acorde con los desafíos del país. Los expertos en Derecho Público tanto en el ámbito de la academia como del ejercicio de la función pública deberían seguir aportando a esa tarea, sobre todo porque entre la mayoría de ellos existen importantes coincidencias.
También la CC debería diseñarse el calendario de entrada en vigor del nuevo texto constitucional, tema particularmente delicado cuando se pone término a mandatos populares o designaciones. La solución no puede ser una vigencia total e inmediata, que podría amenazar el frágil equilibrio político en que vivimos. Tampoco parece razonable que ella se prolongue excesivamente en el tiempo dada la vertiginosidad con que cambia la situación política.
Habrá que estar atentos a la tercera fase de la CC, que parte en abril y se prolonga hasta julio, en la cual tendrá lugar una reflexión sobre las normas aprobadas, una por una, para armar el rompecabezas de la propuesta de nueva Constitución.
4 comments
Muy bueno el correlato de José Antonio, ya que ordena y da una visión ordenada de lo.que ha sido el proceso de como se ha desarrollado la Convención, visión que no la he visto en ningún medio comunicacional que ni siquiera la Convención lo ha hecho.
Leer este artículo permite ver lo que se ha ido dando en el proceso, como se ha ido encauzando, mostrando el nivel en que están lo que se ha presentado como tb lo que falta o las carencias o vacíos que puede tener esta proposicion. Felicitaciones José Antonio.
Notable el artículo de José Antonio Viera Gallo. Felicitaciones
Buenismo es lo que manifiesta Sr Viera Gallo; no tiene en cuenta que la Constitución de Pinochet responde al clima de la guerra fría ….que gracias a Dios terminó (salvo resabios recientes a cargo de Putin y asociados) y una nueva Constitución no es un llamado vindicativo para redactar algo opuesto pero situado igualmente 50 años atrás. Nada bueno puede salir del espíritu vindicativo….
No hay allí altura de miras para conciliar la realidad actual del Mundo con nuestras particularidades como Nación independiente.
Excelente artículo