Entre la ceguera, la complacencia y la amnesia. Así nacerá la Sexta República. Por Fernando Ayala

por La Nueva Mirada

Y llegó el estallido social de 2019 que provocó un milagro.  Así como Jesús recuperó la vista del pobre Bartimeo, que había nacido ciego, el 18 de octubre hizo que los políticos chilenos volvieran a ver y escuchar.

En nueve meses o doce, como máximo, nacerá una nueva constitución y con ella la Sexta República lo que será un hecho que quedará escrito en la historia de Chile y del derecho constitucional mundial, al ser la primera vez que será redactada bajo el principio de paridad, es decir el prácticamente igual número de constituyentes hombres y mujeres. 

Además, es la primera vez en más de 200 años de historia republicana, que será redactada con participación ciudadana, elegidos en votación popular y con representación de las etnias indígenas, habitantes originales del territorio donde nació el Estado chileno.  El bautismo oficial de la criatura constitucional será el plebiscito con votación obligatoria que deberá refrendarla o rechazarla.  En este último caso seguiría vigente la carta fundamental actual; ilegítima en su origen, escrita en dictadura y aprobada en un referéndum en condiciones en que en ningún país civilizado y democrático serían aceptables. Esa misma constitución es la que ha regido por 41 años en Chile y que, aunque ha sido reformada varias veces, nunca se ha podido modificar su esencia basada en el principio de subsidiariedad que ordenó el sistema económico permitiendo la irrupción, prácticamente sin límites, de lo privado en todos los aspectos de la vida.

La ceguera es definida como la falta de sentido de la vista, que puede ser completa o muy acentuada.  Si esta definición la aplicamos a la vida política chilena de los últimos 30 años podemos ver que fue una enfermedad que avanzó a partir de 1990, eclipsando lentamente la visión de prácticamente toda la alta dirigencia política.  Algunos dirán, y con razón, que en muchos casos era un mal congénito, es decir que hay personas y sectores que han nacido ciegos.  Probablemente el tránsito de la dictadura a la democracia puede explicar en parte el origen de este mal y sirve para justificar los primeros años del regreso a la vida democrática y la obnubilación que produce ejercer el poder, pese a las limitaciones que se aceptaron de la dictadura.  El crecimiento económico, el término del miedo y la expansión de las libertades, sumado al amplio respaldo ciudadano en las primeras elecciones, contribuyeron a que la ceguera aumentara entre quienes gobernaban Chile.  A ello se agregó la sordera al no escuchar las voces cada vez más fuertes que se alzaban para pedir cambios. Por el contrario, fueron ignorados los reclamos de la Central Unitaria de Trabajadores, de los gremios como el de los profesores, los sindicatos de la salud, los pensionados, los primeros ecologistas y tantos otros cuyos reclamos recibían respuestas ofensivas.  El país crecía a tasas importantes y por cierto mejoraron sustancialmente las condiciones de vida, pero también paralelamente aumentaba la concentración de la riqueza, las privatizaciones, las concesiones, los acuerdos comerciales, las exportaciones, la expansión del crédito en general y de los sectores emergentes en particular.  El país parecía feliz, los reconocimientos internacionales de las grandes corporaciones e instituciones financieras enorgullecían a nuestros gobernantes y especialmente a nuestros ministros de Hacienda que aseguraban al término de sus mandatos, cargos importantes en los organismos internacionales. La ceguera avanzaba en la clase política que gobernaba sucesivamente con la Concertación de Partidos por la Democracia y luego con la Nueva Mayoría. Es verdad que no todos habían perdido la vista ni la capacidad de escuchar, tanto en el gobierno como en el parlamento y en los partidos, pero rápidamente eran descalificados, aislados, convertidos en minorías incómodas.   Nadie osaba cuestionar a los ministros economistas y sus equipos, encargados de dictar las reglas para generar la riqueza y determinar la carga tributaria. 

La ceguera y la sordera no fue solo de los gobiernos del centro izquierda que gobernó 24 años si no también de los partidos de la derecha que con mano de hierro administraban los dos tercios o “quorum de oro” en el parlamento -establecidos en la constitución de 1980- para impedir cualquier amenaza a los intereses de su sector.  También, muchas veces contaron con la venia de parlamentarios de los partidos del centro izquierda que se cuadraron con la aprobación de leyes que hoy avergüenzan. Es cierto que para gran parte del sector la ceguera parece congénita y también se debe reconocer que algunos han comenzado a recuperar la vista y el oído, luego del estallido social del 18 de octubre de 2019.  Más evidente ha sido en los políticos del centro izquierda que, de haber defendido la liberación y retorno de Pinochet a Chile y que no fuera extraditado a España, hasta aquellos que no creían posible cambiar la constitución u otros que indicaron que aquello era “fumar opio”.

La complacencia se describe como la satisfacción o placer con que se hace o se recibe algo.  Es exactamente lo que sucedió a partir del segundo gobierno de la Concertación, en que prácticamente el modelo económico heredado de Pinochet dejó de ser entendido como de transición y terminó definitivamente de consolidarse el neoliberalismo como parte central de la estrategia de crecimiento que nos llevaría al desarrollo, profundizando todo lo que hoy está en cuestión.  No fue responsabilidad exclusiva del expresidente Frei Ruiz Tagle, como tampoco de los expresidentes Lagos y Bachelet. 

La responsabilidad, por cierto, es compartida, pero recae principalmente en quienes fueron sus ministros de Hacienda: Aninat, Eyzaguirre, Velasco y Valdés. Ellos estaban o están (?) plenamente convencidos del modelo, con algunas variaciones, por cierto, respecto a que no había alternativa para mantener tasas altas de crecimiento y tuvieron la sagacidad para convencer a los respectivos Jefes de Estado que estaban en lo correcto. Es difícil encontrar un ejemplo en el mundo donde los ministros-economistas se hayan impuesto a la política, concentrando altas cuotas de poder. Su mantra se mantiene hasta hoy: “No se puede descuidar el crecimiento”, “sin inversión no hay trabajo”, “No se debe aumentar el gasto público”, “los impuestos alejan la inversión”, “no se podemos alterar las reglas”, “los inversionistas extranjeros son muy sensibles”, “ni hablar de subir el salario mínimo más allá de la inflación”, “¿AFP e Isapres? Intocables”.  La arrogancia contribuyó a enceguecerlos y perdieron la capacidad de oír los susurros primero y los gritos después de la gente que reclamaba por mayor igualdad, contra la discriminación, contra la postergación de los derechos y reclamos de los pueblos indígenas, contra la privatización del agua, contra la colusión de las grandes empresas, contra la corrupción.  Nada parecía más importante que ser aplaudido en las cenas anuales del gran empresariado donde exponían sobre el rumbo de la economía nacional. Por su parte la elite política, la dirigencia de los partidos, los parlamentarios, fueron también encandilados y ensordecidos con las excepciones de siempre.  Se vivía en un mundo feliz, las evaluadoras internacionales de riesgo -brazo armado del capital financiero internacional- nos distinguieron con la letra A y A+, que significa la distinción casi máxima para los responsables económicos, lo que garantiza menores tasas para préstamos que benefician al país y a los grandes conglomerados económicos en especial. Las compañías extranjeras retiraban cientos de miles de millones de dólares en utilidades mientras millones de familia chilenas se endeudaban con el CAE o crédito destinado a estudiantes para solventar sus estudios superiores.  Todo por el crecimiento: si había que levantar 38 mil torres de alta tensión en la Patagonia para apoyar un proyecto privado hidroeléctrico, vamos adelante.  Remover un glaciar para explotar oro en la cordillera, se aprueba. ¿Zonas de sacrificio? El precio que hay que pagar, ya será resuelto. Y así muchos otros casos como la ley de pesca, los cheques del hijo de Pinochet, Soquimich y tantos más.

Y llegó el estallido social de 2019 que provocó un milagro.  Así como Jesús recuperó la vista del pobre Bartimeo, que había nacido ciego, el 18 de octubre hizo que los políticos chilenos volvieran a ver y escuchar.  Aquella rabia social que se había acumulado explotó de las dos maneras posibles: por un lado, violenta, con destrucción, incendios y vandalismo de grupos minoritarios; por la otra pacífica, con millones marchando de manera alegre por las calles de las principales ciudades del país desbordando imaginación y alegría en sus gritos y pancartas.  Todo fue confirmado con el casi 80% que votó por una nueva constitución en 2020 y luego ratificado en las últimas elecciones del 15 y 16 de mayo pasado, donde la derecha no pudo obtener el esperado “tercio de oro” para bloquear los cambios que la sociedad espera. En lo político radicalizó a los partidos de izquierda detonando un nuevo fenómeno: la amnesia, que es definida como la pérdida total o parcial de la memoria que impide recordar o identificar experiencias o situaciones pasadas. 

El Partido Comunista(PC) borró de su memoria que durante cuatro años fue parte de un gobierno con ministros, subsecretarios y embajadores al que ahora acusan de neoliberal, compartiendo y defendiendo las políticas que encabezaba la expresidenta Michelle Bachelet, trabajando codo a codo con los partidos de la ex concertación.  Además, fueron parte del acuerdo electoral parlamentario de 2017, al conformar la lista “La Fuerza de la Mayoría”, junto al Partido Socialista, Partido Por la Democracia y Partido Radical. Lo mismo sucedió con el Frente Amplio que olvidó que varios de sus parlamentarios fueron elegido gracias al cambio del sistema binominal promovido por las bancadas de quienes hoy consideran enemigos. La elección de unos de sus líderes más emblemáticos fue resultado de la omisión y apoyo entregado por los partidos que sostenían al gobierno de la Nueva Mayoría. 

La alegría del triunfo de las mega elecciones del 15 y 16 de mayo pasado despertaron el monstruo de la arrogancia y de creer que el triunfo es para siempre.  No es extraño en movimientos nuevos, formados por jóvenes universitarios que se sienten poseedores de la verdad, tal como ha ocurrido en el pasado político chileno. Lo curioso es la conducta de un partido centenario, como el PC, que debiera entender la importancia del momento histórico en juego y que deberá observar con cuidado las cifras electorales donde siguen siendo minoría.  Construir mayorías es una tarea ardua, de diálogo, tolerancia y respeto, lo que es válido para todas las fuerzas políticas.  La nueva constitución que nacerá junto a la Sexta República necesita la legitimidad de las mayorías que por décadas han esperado este momento para enfrentar a esa derecha recalcitrante que durante toda la historia del país se ha opuesto a los cambios y a los avances sociales. 

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