Estridencias. Por Gonzalo Martner

por La Nueva Mirada

La libre expresión en la Convención ha producido una creciente furia en una parte de las élites dominantes, a las que ya no les interesa lo que se está escribiendo como texto constitucional y han entrado en una suerte de batalla campal -con rechazos y terceras vías por doquier- contra todo lo que ahí se discute para crear democráticamente instituciones que dejen atrás el orden oligárquico.

En una columna reciente sobre la Convención Constitucional un intelectual de derecha, Hugo Herrera, que parecía serio y constructivo en sus reflexiones sobre el sentido de la República y el rol de la política, escribe ahora palabras especialmente estridentes: “el tono lo han puesto los payasos, en sus dos frecuencias: ora como disfrazados, cantores intempestivos, votantes de ducha, un fraudulento Rojas Vade; ora como jurisletrados y operadores de visión tan consistente como sectaria. A todo evento, son payasos lamentables. Pues están comprometiendo los destinos de la patria, la oportunidad de realizar la requerida discusión terapéutica y producir esa primera “cosa común” que requiere nuestra República. El lugar desde el cual comenzar una historia compartida. Algo que, en sus egos anecdóticos, inflados, fanáticos, los payasos son probablemente incapaces de sentir.”

Cito estas palabras como ejemplo de hasta donde la campaña mediática anti Convención -no se puede calificar de otro modo- puede llegar en materia de excesos verbales y de insultos, en este caso descalificando, además, la noble profesión de payaso (nada menos que el que hace reír a niños y adultos). Todo esto ocurre en el contexto de la historia política del país, que incluye la violencia extrema que la derecha propició de manera destemplada desde los años sesenta, buscando como fuera (Jarpa, Guzmán, et. al) un golpe de Estado que restableciera el orden oligárquico. Las consecuencias son conocidas, por lo que se podía presumir que una persona que como Herrera buscaba crear un nuevo estilo cuidadoso y analítico a la hora de expresar su visión conservadora era una contribución a la deliberación colectiva.

Pero no, otra vez estamos ante la inflación de las pasiones, siempre mucho más peligrosas para las sociedades que la lucha entre intereses contrapuestos, siguiendo la distinción de Albert Hirschman (“quienes estaban implicados en estas violentas transformaciones serían, cuando la ocasión lo propiciara, apasionados: apasionadamente furiosos, temibles, resentidos”) o aquella de John Maynard Keynes, según el cual “es preferible que un hombre tiranice sobre su cuenta bancaria que sobre sus compañeros-ciudadanos”.

Me he preguntado recurrentemente sobre el por qué de esa actitud pasional de la derecha chilena. Cabe pensar, siguiendo la diferenciación de clases en la Roma antigua, que hay una lógica patricia que se inflama frente a los plebeyos ante cualquier reivindicación emancipadora, conducta que es muy propia de las oligarquías latinoamericanas hasta el presente. Pareciera tratarse de un miedo del segmento dominante y de sus entornos originado en la colonia, más o menos inconsciente y transmitido de generación a generación, que teme que sus apropiaciones -la prosaica y violenta conquista de tierras y minas y la subordinación extrema del trabajo- se reviertan contra ellos por quienes las han sufrido. De ahí su férrea lógica autoritaria, con frecuencia siguiendo lo expresado por Diego Portales en una carta de 1834: “de mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas”.  El resultado es enfrentar la mera existencia del mundo popular y marginal con una sola consigna: represión. Represión contra cualquier insubordinación, por minúscula que sea, y las penas del infierno contra los transgresores proletarios de la ley. Esto incluye, claro está, la restricción y descalificación de la palabra de los plebeyos y de sus aliados intelectuales. Y también la difusión de la maledicencia en su contra, con un trasfondo cultural propicio a esa práctica.

Esta palabra plebeya y en ocasiones irreverente es la que ahora se expresa en la Convención y le produce cada vez más furia a las elites dominantes, a una parte de las cuales ya no le interesa lo que se está escribiendo como propuesta constitucional final, la que se perfila de modo razonable e innovador. Se remiten solo a descalificar lanza en ristre todo lo que ahí se discute.

Se ha llegado a propuestas risibles, como la de Sebastián Edwards que plantea adoptar la “constitución de Bachelet” (es un texto que dio a conocer la Presidenta una semana antes de dejar el gobierno sin que haya sido discutido por ninguna instancia) como «interina» y que otra Convención sea mandatada para llegar en «30 meses a hacer un buen trabajo. Si en ese momento el nuevo borrador llegara a rechazarse en un Plebiscito, el texto de Bachelet pasaría a ser permanente«. Todas las fantasías son válidas con tal de que no avance una Constitución emanada de los representantes de la soberanía popular, con normas aprobadas por 2/3 de los miembros de una Convención instalada por mandato del 80% de la ciudadanía. Insólito.

Se puede entonces enunciar una hipótesis: el debate de los convencionales, que ha liberado la palabra diversa y la capacidad de imaginar un país distinto, ahora incluye a personas que no provienen de la política tradicional ni de las clases dominantes y sus representaciones, lo que no solo es calificado estéticamente como algo de mal gusto por éstas, sino que les vuelve a desencadenar sus ancestrales pasiones virulentas contra quien se oponga a la sociedad de privilegios. No parecen ser capaces de reponerse del cuestionamiento por la mayoría de privilegios que no pertenecen a ningún orden natural de las cosas y reemergen las pasiones que vienen de su propia recóndita identidad. No se dan cuenta, con su tradicional ceguera, que esa liberación de la palabra es precisamente la alternativa a la anomia violenta de las barricadas, que por lo demás tanto condenan.

Esta es una razón más para avanzar democráticamente a la «nueva cosa común» a la que alude Herrera, solo que ya no será impuesta desde arriba mediante vetos por las minorías dominantes tradicionales. Se trata ahora de avanzar a un nuevo orden político, social y cultural, a un país de la soberanía popular y de la libre expresión de ideas y proyectos, que será probablemente mucho más pacífico, razonable y creativo que aquel de las desigualdades, fracturas y violencias que históricamente ha producido el orden oligárquico en Chile.

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