“Torear” consiste en “practicar la tauromaquia”, y también “provocar a alguien”. Su significado depende de las conversaciones en las que la palabra es usada. Wittgenstein, si no me equivoco, inventó el término “juegos de lenguaje” para referirse a las conversaciones en las cuáles las palabras adquieren significado. Asombrado, imagino, por la irreductible presencia del lenguaje en todo lo pensado, aseguró que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Seguidoras del filósofo dedujeron que la realidad, el mundo, las cosas y las acciones, no son más que juegos de lenguaje.
Me huele a embuste. Tiene aceptación entre profesores de ciencias sociales, porque parece justificar la creencia que la realidad es una creación social. Tanta como la creencia que lo real es una narrativa la tiene entre publicistas. (O la de un cierto pragmatismo, que la realidad de las cosas es su el valor de cambio, entusiasma a economistas).
Estoy seguro de que Wittgenstein percibía claramente que la relación entre los juegos de lenguaje y las cosas es sutil. “Sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar”, no creo que deba ser entendida como una limitación humana descubierta por el filósofo, sino como el fondo silencioso de los juegos. En el ruedo, el torero calla. No puede reducir a palabras lo que está haciendo. Si bien para que haya toreo son necesarias conversaciones que hablen de éste – un mundo que lo incluya -, el fundamento de ellas es el torero toreando callado.
A veces me pregunto si no es aquella confusión entre hablar y lo real la que puede estar detrás de la manera como escucho que hablan las jóvenes que dirigen la política. “No aceptamos la violencia”, “apoyamos a los microempresarios” y “defendemos los derechos humanos” son declaraciones que parecen adquirir significado en juegos de lenguaje de reiteración de principios. En cualquier caso, la violencia, los derechos humanos y las microempresas siguen igual después de conversaciones como esas. Echo de menos la acción sin palabras, silenciosa, en la cual fundarlas. La del torero que deja de hablar de toreo, y torea.
Sé por experiencia propia que las declaraciones de valores y principios son normalmente interpretadas como promesas. “Amo torear” crea obvias expectativas de ver en el ruedo a quien habla, más temprano que tarde, y no solamente una vez. Es que, por lo general, para cumplir una promesa, en algún momento hay que dejar de hablar, y actuar en silencio.
Aunque también es posible sumarse al coro de flatus vocis de las redes sociales. En este no hay promesas. Nada más que ruidosos juegos de lenguaje, desprovistos de silencio activo fundante.