El debate se instaló y abundan las calificaciones fáciles o simplistas. ¿Dónde se instalan los parámetros para concluir que un país cayó en las garras de una corrupción sistémica? Lo novedoso pareciera ser que nadie puede negar síntomas y amenazas de una plaga que se extiende por y más allá de nuestro continente. Para algunos analistas el límite para ingresar al ranking de la corrupción mayor en la vecindad lo marcaría la presencia de las garras de Odebrecht. Aquellas que condicionaron el triste final de Alan García en el Perú, con todos sus ex mandatarios procesados o condenados judicialmente.
Ante cada señal amenazante de corrupción sistémica, en nuestro país ha surgido un paliativo institucional, un intento de corrección para normar los límites de “vacíos legales” que la facilitaban. Respecto del largo período dictatorial, la corrupción del capitán general y su entorno se desnudó tarde, con información esencialmente exterior, irritante impunidad y silenciamiento legal que el retorno a la democracia obsequió a millonarias apropiaciones de riqueza desde el entorno del poder supremo. Cuando hoy se conocen millonarios actos de corrupción que involucran a los altos mandos uniformados durante el ya extenso transitar de nuestra institucionalidad democrática, no son pocos los que asocian el descontrol de “los que se mandan solos” a ese oscuro manto de impunidad para un poder cívico militar que se extendió por casi dos décadas.
Para algunos analistas el límite para ingresar al ranking de la corrupción mayor en la vecindad lo marcaría la presencia de las garras de Odebrecht.
Recientemente el ex Presidente Ricardo Lagos se refería a aquella ruptura histórica de una tradición republicana, ciertamente en retirada, que se manifiesta en la convicción generalizada de que Chile dejó de ser un país libre de corrupción. En momentos que parecen sombras del pasado aquellos símbolos ejemplares de grandes servidores públicos que nunca tuvieron en su horizonte personal el enriquecimiento fácil, que hoy cunde como aspiración en no pocas autoridades fáciles de identificar.
Para ninguna autoridad puede ser cómodo reconocer los niveles de corrupción de nuestro país. Más simple es admitir la necesidad de correcciones institucionales y refugiarse en las mediciones de Transparencia Internacional en Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) que igualmente marca un retroceso (de lugar 21 a 27).
Insuficiencias legislativas, vacíos legales, financiamiento irregular de la política, son cómodos escapismos o eufemismos para evadir la calificación de una corrupción con evidentes beneficiados a costa del interés público. Funcional a una fiscalización débil y disminuida sistémicamente frente a poderes oligopólicos. Léase, como ejemplos, la colusión en 16 grandes cadenas comerciales de productos y servicios básicos durante la última década, con sanciones finalmente tardías, menores y precarias compensaciones para los afectados.
La fiscalización desde el poder político adolece de credibilidad ciudadana. Más allá de lo que indican las encuestas, opera un escrutinio público condicionado, en buena parte, por el malestar con las altísimas dietas parlamentarias, que los principales medios de comunicación resaltan o escabullen según conveniencias cruzadas con el propio poder que elude el sentir de la población.
El ejercicio del Poder Judicial, incluido el referido al nuevo sistema procesal penal, acrecienta los cuestionamientos ciudadanos a la luz de escándalos que ponen en jaque su credibilidad de manera transversal. Los acontecimientos en torno al ya definido nuevo desastre de Rancagua y el rol de la Fiscalía Nacional abren nuevas interrogantes respecto de su desempeño ante graves delitos que involucran a autoridades judiciales. Un caso que también tiene aristas políticos, últimamente poniendo en cuestión conductas del senador Letelier.
El brutal desprestigio de la jerarquía eclesiástica del país – ya abordado en ediciones anteriores – y el severo escrutinio público a la principal institución religiosa del país plantea un desafío mayor a los creyentes católicos, proceso del que no escapa la iglesia evangélica con escándalos recientes que remecen a su masiva fidelidad popular.
En este contexto resulta casi natural una polémica pública que tiene como trasfondo el descrédito de las instituciones. Que alguien defina la existencia de una corrupción sistémica y compare, en sus respectivos contextos, la de los salpicados por los millones de Odebrecht con los que, en nuestro país, la sacan barata en los escándalos millonarios de Penta ó SQM, con sus dispares beneficiados y procesados, no debiera llamar a escándalo.
Una corrupción sistémica que, como sucedió en Brasil, lleva agua al molino de caudillos populistas y autoritarios en su esencia. Los costos de orfandad democrática para enfrentar, con rigor, el corrosivo flagelo de la corrupción facilita la expansión de un remedio que puede ser peor que la enfermedad.
En una sociedad, donde los afanes colectivos y democráticos se cruzan con el descrédito de las instituciones representativas, alimentando el individualismo y la desazón ciudadana, se abren espacios para que las minorías dominantes continúen jugando a ganador, aprovechando las ventajas, por ejemplo, del voto voluntario. Así se transformó en gran vencedor, en segunda vuelta, el actual mandatario. Muy pocos recuerdan su difícil escenario en primera vuelta, menos la suma de errores de sus contrincantes y casi nadie los tropezones judiciales del joven y osado emprendedor Piñera en el ex Banco de Talca en 1982.
El debate sobre la corrupción nuestra de cada día no puede eludirse. Menos con eufemismos cómodos a una tradición mediática que poco aporta a la transparencia. ¿Corrupto ó de grandes corruptos? Lo indiscutible es que la corrupción acecha a la mayoría de las instituciones, en un sistema donde el control democrático enfrenta severos desafíos para combatirla.
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Cuando hoy se conocen millonarios actos de corrupción que involucran a los altos mandos uniformados durante el ya extenso transitar de nuestra institucionalidad democrática, no son pocos los que asocian el descontrol de “los que se mandan solos” a ese oscuro manto de impunidad para un poder cívico militar que se extendió por casi dos décadas.
Insuficiencias legislativas, vacíos legales, financiamiento irregular de la política, son cómodos escapismos o eufemismos para evadir la calificación de una corrupción con evidentes beneficiados a costa del interés público.
Recientemente el ex Presidente Ricardo Lagos se refería a aquella ruptura histórica de una tradición republicana, ciertamente en retirada, que se manifiesta en la convicción generalizada de que Chile dejó de ser un país libre de corrupción.
La fiscalización desde el poder político adolece de credibilidad ciudadana. Más allá de lo que indican las encuestas, opera un escrutinio público condicionado, en buena parte, por el malestar con las altísimas dietas parlamentarias, que los principales medios de comunicación resaltan o escabullen según conveniencias cruzadas con el propio poder que elude el sentir de la población.
Que alguien defina la existencia de una corrupción sistémica y compare, en sus respectivos contextos, la de los salpicados por los millones de Odebrecht con los que, en nuestro país, la sacan barata en los escándalos millonarios de Penta ó SQM, con sus dispares beneficiados y procesados, no debiera llamar a escándalo.
Los costos de orfandad democrática para enfrentar, con rigor, el corrosivo flagelo de la corrupción facilita la expansión de un remedio que puede ser peor que la enfermedad.
El debate sobre la corrupción nuestra de cada día no puede eludirse. Menos con eufemismos cómodos a una tradición mediática que poco aporta a la transparencia. ¿Corrupto ó de grandes corruptos? Lo indiscutible es que la corrupción acecha a la mayoría de las instituciones, en un sistema donde el control democrático enfrenta severos desafíos para combatirla.