Las elecciones del pasado día domingo en Nicaragua no pasan de ser una burda farsa electoral, que ningún país decente podría reconocer como legítima. Sin observadores independientes. Con siete precandidatos presidenciales encarcelados, además de cientos de opositores, miles de exilados y una fuerte represión. Unos pseudos candidatos que nadie conoce con la pretensión de darle un viso de normalidad al cuarto período consecutivo de Daniel Ortega aferrado a un poder dictatorial.
¿Por qué montar esta farsa tan burda y no competir en unas elecciones verdaderamente democráticas? La razón es simple, aunque brutal. Todas las encuestas independientes afirmaban que Daniel Ortega no cuenta con el apoyo de más de un 20 % del electorado y que perdería ante cada una de los precandidatos y precandidatas encarcelados. Daniel Ortega ya vivió esa experiencia en el año 1990, cuando perdió la elección a manos de Violeta Chamorro. Y no estaba dispuesto a repetirla.
El recurso más expedito era el de encarcelar a todos y todas aquellos (as), que pudieran representar una amenaza para sus aspiraciones de convertirse en presidente vitalicio de su país.
Y ello no tan solo incluye a los posibles precandidatos presidenciales, sino también a connotadas figuras de la oposición, algunas de las cuales compartieron con Ortega la lucha en contra de Somoza, como el escritor y exvicepresidente Sergio Ramírez. También al presidente y vicepresidenta de la organización patronal, a quienes acusó de “conspiración” para sacarlo del poder. Y numerosos dirigentes políticos y sociales detenidos en los días previos a la elección.
Daniel Ortega, un oscuro y discreto personaje
Daniel Ortega no fue uno de los lideres sandinistas que se destacara particularmente en la gesta que terminó con la dictadura de Anastasio Somoza, como sí ocurrió con su hermano Humberto, el Comandanta Cero y otros. Mas bien fue una figura opaca, que fue trepando a la sombra de otros para convertirse en candidato presidencial del Frente Sandinista. Su gran “error” fue ceder a la presión internacional y aceptar competir con Violeta Chamorro, que lo derrotara ampliamente en 1990, tal como la había advertido Rosario Murillo, antes de volver de su exilio en México y convertirse en su pareja.
Ortega retomó entonces el poder gracias a un oscuro pacto con el expresidente Arnoldo Alemán, uno de los mandatarios más corruptos de Nicaragua que, en las cuerdas, le facilitó su llegada al poder. Desde entonces Ortega no ha parado de acumular y concentrar el poder. Hoy controla el poder judicial, el legislativo, el tribunal electoral, la policía y el Ejercito, además de un formidable poder económico, en donde ha instalado a ocho de sus nueve hijos, que ostentan la calidad de asesores y manejan las principales empresas estatales (la novena hija lo acusó de abusos sexuales y vive en el exilio). Además de numerosos parientes en cargos claves de su administración, incluyendo a la policía.
Sus excompañeros lo describen como un personaje sin escrúpulos, corrupto y ávido de poder. Implacable con sus opositores. Una personalidad reforzada por su pareja, Rosario Murillo, actual vicepresidenta o copresidenta, como la denomina la oposición, quien ejerce una gran influencia sobre Ortega, sus hijos y familia, que ciegamente obedecen sus mandatos.
El año 2018 Daniel Ortega enfrentó masivas protestas protagonizadas principalmente por organizaciones juveniles y sociales, que sofocó a sangre y fuego, registrándose 328 fallecidos, miles de heridos, detenidos y exiliados.
En medio de fuertes presiones internacionales, incluso del gobierno de Donald Trump, Daniel Ortega aceptó sentarse a una mesa de diálogo con la oposición que, al igual de lo sucedido con Venezuela, se tradujo en maniobras dilatorias que no le impidieron una nueva reelección, habilitado por fallos de tribunales que controla y refrendada por una nueva constitución hecha a su medida.
La caricatura del “socialismo del siglo 21”
Hoy por hoy, el régimen sandinista, al igual que el de Maduro en Venezuela, representa el peor rostro del llamado “socialismo del siglo 21”, sin más que el título, con ninguna aproximación al socialismo democrático. Una caricatura más que conveniente para las derechas y sus reiteradas campañas del terror. En definitiva, no es más que una dictadura corrupta, desacreditada internacionalmente, que tan solo ha traído pobreza, sufrimiento, violencia y temor a su población y que se sostiene por la fuerza ejercida por la policía y el ejército.
Al frente tiene una oposición disgregada y dividida en un país donde lo único mas peligroso que ser periodista independiente, es ser dirigente de un partido o movimiento opositor.
Es mas que evidente, tal como ocurre en Venezuela, que las presiones internacionales, sanciones económicas incluidas, no bastan para derribar a un régimen que controla férreamente el poder represivo del Estado con alto poder económico.
Muy probablemente, si no cambian las condiciones hoy imperantes, Daniel Ortega podría morir en el poder. Y ser sucedido por su viuda o alguno de sus ocho hijos. Pero no hay mal que dure cien años ni país que lo resista. El régimen cubano ha permanecido mas de 60 años en el poder, el chavismo algo mas de treinta y Ortega se encamina al cuatro de siglo. La dictadura de Pinochet duro 17.
Pero, en algún momento, por vías misteriosas, la historia se tuerce. Se derrumbó la Unión Soviética, cayó el muro de Berlín y buena parte del llamado mundo socialista. Y así también caerá el deteriorado e irreconocible régimen sandinista, en su momento alabado y admirado por los sectores progresistas del planeta. Caerá el chavismo y Cuba deberá buscar nuevos caminos para preservar lo valioso de su revolución. Así transcurre la historia, con la esperanza en que estos regímenes no prolonguen mucho más tiempo el drama que hoy viven sus pueblos, sacrificando a las nuevas generaciones.
Durante su próximo mandato, Daniel Ortega debiera preocuparse de mejorar las cárceles antes que las escuelas. Con toda probabilidad su futuro no está en las aulas.