La narración democrática que consumimos en los medios. Por Álvaro Rico

por La Nueva Mirada

La visita del Presidente de la República al Parlamento para rendir cuentas de su primer año de gobierno fue también ocasión propicia para que el discurso público sobre la democracia uruguaya se mostrara exultante en la versión de los medios de comunicación. Sus enunciadores asociaron el gesto presidencial y el recinto que visitó con los rasgos excepcionales de la democracia uruguaya, su contenido republicano, sus signos de tolerancia, la vitalidad de sus instituciones, hasta la actitud de respeto de la oposición que escuchó el mensaje sin interrumpir con cánticos o silbidos como hubiera sucedido en otros países vecinos.

No pretendemos analizar la acción del Presidente ni su discurso; tampoco opinar sobre el funcionamiento de la democracia como régimen político. Apenas resaltar algunas características del tratamiento público de la democracia a partir de su presentación en los medios. Se trata de la democracia como gestualidad, construida sobre el registro visual de los gobernantes, la repetición de sus mensajes, la inmediata intervención de los analistas en la medición de su popularidad, entre otros rasgos. La democracia de los gestos es una sucesión de voces e imágenes proyectadas en la pantalla como registro diario, rápido y fugaz de reportajes, actos, declaraciones, comunicados, desmentidos, polémicas, videos y selfies de políticos y gobernantes con la gente.

El amontonamiento de esos “ritos al paso” necesita de un sentido interpretativo más duradero para posibilitar cierto grado de identificación y adhesión del consumidor, no solo con un candidato sino con el sistema. Para ello se apela a lo ya dicho: la vieja narración sobre nuestras virtudes republicanas, las fortalezas institucionales del país, la ejemplaridad de nuestro sistema político-partidario, las diferencias con otros países de la región, el talante de nuestros gobernantes.

A contrapelo de algunas teorizaciones sobre la muerte de los rituales en el mundo contemporáneo, en el Uruguay de la pandemia se recrea una mitocracia alejada ya de la prosa literaria y de la épica política, la pesadez de la historia y la participación colectiva, desplazadas por la agilidad de la cobertura informativa, la sucesión de imágenes y la repetición de los comentarios, sin necesidad de entusiasmar. Hacer del Uruguay un “pequeño país modelo” no fue sólo una frase de José Batlle y Ordoñez tomada para titular el libro de Milton Vanger sino la síntesis de un relato de identidad que cohesionó por décadas a nuestra sociedad.

Ni siquiera los tres golpes de Estado que Uruguay experimentó en el siglo XX lograron conmover esa narración transformada en mito nacional; tampoco lo logró la crisis del capitalismo en el año 2002 y sus secuelas duraderas. Hoy como ayer, se recrea exuberante el discurso público sobre nuestra perfección institucional y comportamiento civilizado para sostener un optimismo acrítico que naturaliza los datos negativos que lo interpelan o no los toma en consideración.

Volviendo al ejemplo inicial, digamos que la celebración mediática de la visita al Parlamento, soslayó mencionar que vivimos bajo decreto de emergencia (sanitaria), con restricciones a la libre circulación en el territorio nacional y al derecho de reunión, fronteras cerradas bajo patrullaje militar, realización de procedimientos policiales y prefectura con detención de personas por aglomeración, el incremento de los controles y la video vigilancia sobre los movimientos de la población; tampoco se asocia al tema el inicio de un nuevo período de Gobierno recurriendo al procedimiento de la “urgente consideración” para la aprobación de leyes ni el rasgo presidencialista (institucional) y personalista (estilo) que caracteriza al régimen político.

Nada de lo enumerado resulta ilegal, demás está decirlo. Pero la identificación entre legalidad y democracia no siempre conforma un círculo virtuoso.

El decreto, la emergencia, la urgencia, las atribuciones legislativas del poder ejecutivo, la impronta presidencialista, así como las restricciones, algunas sancionadas penalmente, son también limitantes del Estado de derecho al ejercicio de la libertad individual en un sentido absoluto y al usufructo de la democracia en un sentido pleno. La aplicación de esos instrumentos y medidas minimizan el carácter deliberativo del Parlamento, desbalancean la división de poderes en favor del presidencialismo, reducen el tiempo político que demanda la participación y el logro de acuerdos colectivos, fortalecen el decisionismo gubernamental y realzan el poder normativo de lo fáctico, entre otros, la creciente proyección del asistencialismo militar-policial sobre el organigrama y las formas autorreguladas de los comportamientos sociales.

Pero no estamos hablando de una catástrofe institucional, ni mucho menos. Las medidas legales adoptadas también se aceptan entre la población, apelando al fundamento de lo excepcional de la situación no sólo en el país y la región sino en el mundo y bajo el objetivo de preservar un bien superior: la salud de los uruguayos. Pero compartiendo esas razones de fuerza mayor que rigen el contexto internacional, las mismas dejan en evidencia, una vez más, que la fuerza de los hechos -y no de la razón- se coloca por encima de los principios democráticos. Dicho de otra manera, las circunstancias concretas y las situaciones extraordinarias, graves, imprevistas, excepcionales o de emergencia, que ponen en riesgo la unidad de la Nación o la soberanía del Estado o el orden interno o la salud pública, que causan una catástrofe natural, conmoción social o quiebre del mercado financiero, sobre determinan la aplicación y/o vigencia de principios que estructuran el orden democrático. Por lo tanto, los mismos no existen en forma absoluta ni abstracta como el mito los realza: pueden suspenderse o limitarse temporalmente por ley o pueden caducar indefinidamente y eliminarse bajo una dictadura, como también sabemos los uruguayos.

En síntesis. Teniendo en cuenta algunos rasgos de la “democracia mediática”, lo que resalta y lo que oculta, deberíamos lograr un mayor equilibrio reflexivo en sus contenidos, más ponderación argumentativa y la selección de otros hechos ilustrativos de la realidad, evitando exageraciones discursivas que sólo nos adaptan más a las rutinas del statu quo y menos a ejercer la autonomía y la crítica como ciudadanos.


Por Alvaro Rico
Docente universitario. FHCE, Uruguay

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