«Luego de darse cuenta de quién tenía al lado, el príncipe le dijo: ‘Si entiendo bien, ¿usted es el que ha perdido tres elecciones presidenciales?’. Y Allende respondió: ‘Sí señor, y le cuento lo que dirá en mi tumba: Aquí yace Salvador Allende, futuro presidente de Chile. Aunque quizás no, porque pienso ganar la próxima’». (diálogo entre Felipe de Edimburgo y Salvador Allende, presidente del Senado de Chile)
Hay noticias que desconciertan por la repentina importancia y cobertura que se les da en estos días de tanta muerte y enfermedad y una de ellas fue la muerte del Príncipe Felipe casi a las puertas de cumplir los 100 años, una larga vida de la cual, en el decir de algunas autoridades del país, dedicó dos tercios de ella al servicio de la corona británica, porque poco o nada más trabajó en su larga y cómoda existencia y en sus propias palabras, alguna vez dijo que no era más que una ameba. Toda una vida dedicada a ser segundo, a mantenerse a una conveniente distancia tras la reina de modo tal de no destacarse en los titulares, aunque dicen las malas lenguas que fue sobresaliente en lides menos populares, como sus “meteduras de pata” al estilo “los chinos destacan por sus ojos rasgados”, entre otras lindezas de ese tipo.
Recordé entonces, entre tanta palabrería al respecto y saludos oficiales en un mal inglés, que a fines de la década del sesenta, en realidad el año 1968, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva y luego que éste hubiera hecho una de las primeras giras presidenciales por el viejo continente, Chile recibió aquella visita real que se tomó los titulares de los medios de comunicación en Chile: la Reina Isabel de Inglaterra, acompañada del Príncipe consorte Felipe, Duque de Edimburgo, visitó el país, lo recorrió de norte a sur y se empapó de la cultura nacional, o al menos, eso fue lo que contaron las noticias. Hubo por ahí una que otra anécdota en torno a una conversación que habría sostenido con el futuro presidente Allende, un anzuelo que se clavó en la cabeza de un ayudante del príncipe con el cual salió a pescar, un par de salidas de protocolo que obtuvieron una reprobatoria mirada de la reina…la petición extemporánea del Príncipe de que le sirvieran una cerveza Escudo y, al parecer esas habrían sido aquí en Chile como en el resto del mundo las actividades más destacadas del consorte.
En ese entonces era una adolescente y mi padre, súbdito británico, de aquellos que en su pasaporte tenían un timbre al lado de nacionalidad que decía: British Subject: Citizen of the United Kingdom and Colonies. Es decir, señalaba que, por cualquiera razón, no había nacido en la isla, sino en alguno de los territorios o colonias del United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland. No lo pensé entonces, pero lo pienso ahora: ¿qué pasaba con Escocia o Gales? Ni siquiera eran mencionados, no se consideraban como hoy, naciones autónomas, sino parte de Gran Bretaña… algo similar a lo que pasa con la nación Mapuche… total, como dicen algunos, son todos chilenos y ellos sostenían que eran todos ingleses.
Mi padre nació en Valparaíso, porque mi abuelo viajó a Chile como ingeniero a cargo del tendido telefónico de Iquique primero, luego de Valparaíso, para terminar con Santiago. En Valparaíso, en la colonia inglesa de la zona, donde se instaló apenas llegado, conoció a mi abuela, se enamoró y casó con ella… A poco andar, antes de retornar a la madre patria o motherland, nació mi padre… Su hermana, en cambio, tuvo la fortuna de nacer en Gran Bretaña y por ello, su pasaporte no tenía agregado y durante su infancia se dedicó a molestarlo apodándolo native (nativo) con lo cual no hacía más que transparentar un tremendo racismo de los ingleses.
Como todo súbdito de esta tierra de ultramar, mi padre recibió una invitación para saludar a la Reina en el Prince of Wales Country Club… e invitó a mi madre quien, como buena italiana despreciada por los británicos, había engendrado un antimonarquismo muy cercano a Garibaldi y se negó de plano a asistir a tamaña muestra de imperialismo y adoración a la monarquía. Entonces me invitó a acompañarlo junto a una de mis hermanas y aceptamos encantadas, maravilladas ante la perspectiva de conocer una reina verdadera que debía ser superior a aquellas de los cuentos que habíamos leído.
Con gran inocencia, vestimos unos vestidos mexicanos que nos había traído una de las abuelas de un viaje a México, el mío de un anaranjado relampagueante bordado en la parte superior con fuertes colores y el de mi hermana rosa, de un rosado estridente, también colmado de bordados y colores. Nada menos adecuado para la extrema formalidad de los “súbditos” y se destacaban desde lejos como bandera de los colonizados. Mi padre, en cambio, vistió con gran disgusto de mi madre, el kilt de su clan con el que se dirigió elegante y con la gracia del orgullo ancestral hacia la cita con la reina de las islas. Hay que precisar que mi padre era un escocés, de familia oriunda de Edimburgo (como el consorte), de un metro noventa y cinco, cabello dorado y ojos azules que lo convertían en objeto de deseo diario de las amigas y las no tan amigas de mi madre y que vestido con el tradicional traje de los escoceses llamaba la atención a donde fuéramos.
Llegamos así al Club de campo y entramos expeditamente a través del Club house para dirigirnos a un lugar predeterminado en las canchas de golf que lucían serpenteante una larguísima alfombra roja que daba vueltas y revueltas por el campo… a ambos costados de la misma se distribuía el más variopinto gentío de británicos de todos los pelajes e historias. Avanzamos hasta el lugar señalado y nos detuvimos junto a un gigante, entrado en años, luciendo unos bigotes de antología, que debía haber peinado y engominado por horas para lucir como un guerrero épico de las guerras del imperio… se mantenía erguido y sin emitir sonido alguno esperando con paciencia oriental el evento por venir. Nosotras nos aburríamos en la espera de que llegaran todos los convocados y no sabíamos qué hacer con los pies mientras el público mantenía un silencio reverencial, algo así como si estuvieran a punto de ver un milagro. La expectación crecía y el aire se densificaba.
Luego de minutos que parecieron siglos, sonaron gaitas y el silencio se hizo aún más profundo. Solo el sonido de los instrumentos trayendo la emoción de tiempos pretéritos empapaba el ambiente y todos volteamos hacia la entrada del Club house, desde donde partía la alfombra. Se abrieron las puertas y apareció LA REINA. Aunque han pasado los años, no puedo evitar sentir la emoción que recorrió la larga y sinuosa fila de súbditos que contuvieron el aliento sin atreverse a expeler el aire por miedo, imagino, a quizás despeinarla o enturbiar el aire que respiraba.
Avanzó por la alfombra con paso regio, sin apuro, como si lo hubiera ensayado infinidad de veces y luego de tres pasos, tras ella se perfiló la figura del Príncipe consorte, Felipe quien se mantuvo al mismo ritmo e igual distancia mientras avanzaban por la alfombra en forma lenta y parsimoniosa, inclinando sus cabezas para saludar a izquierda y derecha, eventualmente estirar la mano hacía algún súbdito … nos quedamos quietas porque éramos incapaces de ni siquiera mover un dedo ante tanta solemnidad y unción entre los asistentes.
Cuando la reina se aproximó, un temblor pareció recorrer el rostro del gigante de los bigotes y vimos que se estremecía y palidecía a la vista de la monarca. Ella lo miró, algo debe haber visto en él o algo le deben haber anticipado antes de su recorrido, pero al acercarse giró un poco hacia su lado y le extendió la mano en un gesto que pedía un beso. El gigante cayó de rodillas y temblando le cogió con una delicadeza sin igual esa mano para posar en ella apenas un beso, más bien la rozó con sus labios mientras gruesas, incontenibles lágrimas corrían por ese rostro endurecido y cruzado de cicatrices. La reina, esbozó una sonrisa dulce que resplandecía en un rostro carente de afeites, pero con la piel más suave y tersa que he visto en mi vida y se inclinó para susurrarle algo al oído. Luego siguió su camino, mientras el gigante continuaba de rodillas, demasiado débil como para volver a erguirse y con el rostro empapado en lágrimas. Tras ella, sin gesto alguno, pero sin perder la distancia y su flema, se había detenido y luego seguido su camino, impecable, inmutable, el Príncipe, tres pasos más atrás de Isabel II.
Ni a mí, con mi vestido anaranjado ni a mi hermana que lucía toda rosa, nos dirigió una mirada, una sonrisa, ni siquiera una ojeada de reojo, supongo que por lucir extremadamente ultramarinas… pero aún recuerdo aquella escena, aún veo ese amor inexplicable del guerrero a su reina, aun no lo entiendo, pero es un misterio que quisiera resolver.
2 comments
Cristina: me gusto mucho tu testimonio de la visita de la soberana, como destaca el amor de ese súbdito, incondicional en su postura de someterse a su Reina.impresionante reacción para nosotros que no estamos familiarizados con ese tipo de reacciones, tan comunes en las monarquias!
Estimada Cristina. Notable relato que me permite entender que el mundo chilensis, esté tan alejado de la monarquía. Apenas observadores. Apenas imitadores. Hoy es imposible rendirle pleitesía, a nuestros gobernantes, como aquel guerrero a su Reina. Entenderás que es imposible, dada la carencia absoluta de calidad moral, espiritual y humana. Aplaudo nos entregues una parte de tu historia familiar, añadido a esto último, la enorme versatilidad de tu pluma, como dicen los clásicos escritores
Gracias por ello.