Matisse, el artista. Y se hizo pintor después de un ataque de apendicitis. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

La convalecencia de la enfermedad hizo que el francés se acercara al dibujo y a la pintura. Más allá de lo convencional y establecido, el autor siempre experimentó, se atrevió e innovó buscando su propio sello en el mundo del arte.

Más que un artista, Matisse puede considerarse una experiencia debido a su particular sentido de ver la vida, siempre investigando, conociendo, aprendiendo. Quizás para describir su existencia y obra con toda su amplia y merecida complejidad se necesitaría un libro completo y no un simple artículo. Lo cierto es que desde que conocí sus pinturas en una clase de arte en un colegio de Estados Unidos y hasta que vi algunos de sus cuadros en la National Gallery de Washington DC, quedé anonadado por su gran despliegue artístico y creativo. Matisse fue excepcional. Nunca paró, pasaron las guerras mundiales, las persecuciones, la detención de su mujer e hija por la Gestapo y él continuó creando, inventando, fusionando estilos y sorprendiendo hasta el día de su muerte.

Nacido en el seno de una familia de clase media en Le Cateau-Cambrésis, al norte de Francia, Henri Matisse (1868 – 1954) no manifestó de inmediato su interés por el arte, fue el mayor de los hijos de una familia de clase media. En 1887 se fue a París para estudiar derecho, pero dos años más tarde se dio cuenta de que su verdadera vocación era la pintura. En 1889, su madre le entregó artículos para el dibujo y la pintura para que se entretuviera durante la convalecencia después de un ataque de apendicitis. Fue entonces cuando descubrió su verdadera vocación y decidió convertirse en artista decepcionando a su padre comerciante. En 1892 abandonó su carrera de abogado y entró a estudiar en la Escuela de Bellas Artes de París.

Su primer encuentro con la pintura fue a través del naturalismo con copias a los pintores clásicos, posteriormente estudió a los contemporáneos, en especial a los impresionistas. Recibió muchas influencias de Paul Gauguin, Paul Cézanne y Vincent van Gogh, a los que siguió e interpretó con mucha detención.

“No pinto cosas, pinto la diferencia entre las cosas” señaló en una oportunidad el pintor que hasta 1904 realizó bodegones y paisajes de gran trabajo estructural, escapando de lo rutinario con planos distintos en el desarrollo del color en obras como “Paisaje suizo” (1901) y “Las flores amarillas” (1902).

En 1904 Henri Matisse dio un giro en su estilo incursionando en el neoimpresionismo, el paso antes al fauvismo que se desata en 1905 en Colliure, comuna de Francia situada en el departamento de los Pirineos, donde pintó cuadros como “Mujer con sombrilla”. “Vista de Colliure” fue la colorida obra donde se desató todo su amor por el expresionismo y la innovación artística. Ese mismo año Matisse expuso junto a pintores de la misma tendencia como André Derain y Maurice de Vlaminck. El grupo fue bautizado por la crítica como les fauves (“las bestias salvajes”) por el llamativo uso de los colores, la distorsión de las formas y el sentido expresionista en la demostración de emociones. Henri Matisse, considerado líder de este radicalismo artístico, ganó la aprobación de la crítica y de los coleccionistas.

Con una fama que atravesó todo tipo de fronteras, el pintor francés recibió encargos de todas las latitudes del mundo. Uno de los más importantes fue el de un coleccionista ruso que le pidió unos paneles murales ilustrando temas de danza y música: La Música y La Danza (terminados 1911 y que hoy se encuentran en el Ermitage, San Petersburgo). Viajero incansable, desde 1920 en adelante hasta su muerte, pasó mucho tiempo en el sur de Francia, especialmente en Niza, pintando. Otro de sus encargos famosos fue la decoración de la capilla de Santa María del Rosario, en Vence, cerca de Cannes, que realizó entre 1947 y 1951. Durante su último tiempo, se dedicó al decoupage (técnica de papeles recortados y pegados sobre una superficie), creando singulares obras de formas serpenteantes y coloridos luminosos. Ya enfermo, Matisse murió en Niza en 1954, de un ataque al corazón. Su vida ya estaba completa: pintó lo que quiso -retratos, paisajes, odaliscas- y viajó por distintos lugares del mundo dejando una colorida e inconfundible estela. La imagen imborrable de una obra plástica siempre potente, arriesgada e innovadora que perdura para siempre.

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