¿Qué pedirle al estado en un mundo liquido?
El año 2000 un conocido sociólogo acuñó el término “modernidad liquida” para caracterizar el mundo de la globalización y la computación a escala planetaria. Veinte años más tarde me parece que el líquido se diluye cada día más.
La malla de prácticas en las cuáles existimos se reconfigura sin parar; en mi caso, la comunicación móvil ha sido especialmente transformadora. Las rearticulaciones ocurren diariamente en la malla; las nuevas maneras de comprender la diversidad sexual no han dejado de tensionar la existencia de un tipo criado por curas en un país católico en los años sesenta, como yo. Y la apropiación cruzada de prácticas entre sectores más o menos disjuntos de la malla, crea nuevas realidades a diario; por ejemplo, los servicios públicos provistos por contratistas privados han significado una sorpresa complicada de digerir para mí en algunas situaciones. La velocidad de estos cambios acelera incesantemente.
Ahora, no creo que sea la velocidad con la que emergen las novedades la que hace líquido el mundo. No se trata de las nuevas cifras del PIB o la última polémica en Twitter. Es la existencia entera la que está sujeta a desajustes y reajustes con los cambios. No somos capaces de integrar en nuestra manera de ser las nuevas situaciones sin que ella sea modificada. Y con ella nosotras mismas. Lo más nuevo para mí ha sido darme cuenta de que la complejidad de la red de nuestras prácticas es tan grande que se hace prácticamente imposible calcular de antemano las consecuencias de nuestras acciones. Cómo se reajustará la malla interactuando con lo nuevo será siempre contingente. De aquí, supongo, la metáfora de lo liquido. La ausencia de bases sólidas bajo nuestros pies. La estabilidad convertida en utopía.
Si los estados nacionales consideran que su derecho y su deber consiste en asegurar un determinado orden estable en los territorios donde ejercen soberanía, tendrán serios problemas. Entenderse como un sistema de defensas hidráulicas, especialmente en el país pequeño que somos, no tiene caso para nuestro estado. En el mundo líquido importa la agilidad más que el tamaño, pero lo peor es ser chico y lerdo. Pequeño y anclado a tierra.
¿Puede la nación mirar a su estado con un cierto desapego? No sé bien qué querría decir eso. Pero sí sé que en vez de construir defensas hidráulicas en nombre de que “en mi territorio mando yo”, mejor sería que la nación se convirtiera en navegante. En una embarcación de alturas oceánicas, y nosotras en gente de ambientes líquidos. Personas diestras para florecer en las turbulencias, lo desconocido, lo incontrolable. Y haciéndolo, producir valor para las demás y acumular poder. Imagino transformaciones radicales y masivas en nuestra educación, misiones desafiantes compartidas, cultivo de solidaridad… Ya sé que me quedo corto.
Chile no tiene destino como tierra firme protegida por diques. Es demasiado minúsculo para resistir las avalanchas descomunales de capital global, las migraciones, la destrucción medioambiental planetaria, la competencia despiadada, las tormentas tecnológicas, los despliegues militares abrumadores. No le queda otra que navegarlos.
En tiempos constitucionales, ojalá que el estado pueda mirarse a sí mismo menos como soberano de territorios y súbditos, y más como facilitador de la creación de una nación de navegantes. Una pega sin fórmulas, experimental, sin posibilidades de control, sin brújulas ni mapas. ¡Quién sabe bien adónde dirigirse en un mundo liquido! ¿Hay ejemplos? No sé. ¿Enrique el Navegante?, ¿Moisés? ¿La restauración Meiji?, ¿Los peregrinos ingleses? ¿Los comerciantes de la Ruta de la Seda? Experiencias de nomadismo, más que de ordenamiento territorial.