“Hay que tener siempre a punto estas dos disposiciones: una la de ejecutar exclusivamente aquello que la razón de tu potestad real y legislativa te sugiera para favorecer a los hombres; otra, la de cambiar de actitud, caso de que alguien se presente a corregirte y disuadirte de alguna de tus opiniones. Sin embargo, preciso es que esta nueva orientación tenga siempre su origen en cierta convicción de justicia o de interés a la comunidad y los motivos inductores deben tener exclusivamente tales características, no lo que parezca agradable o popular”. Marco Aurelio, Meditaciones, 170 d.C.
A modo de síntesis de esta columna recurro a una reflexión del Emperador Marco Aurelio porque deja en claro que, de muy atrás, se sabe que en el ámbito de la actividad pública se debería actuar bajo dos criterios: la potestad y marco legal del cargo y, sin ser excluyente, en virtud de un sentido de justicia y bien común. Esto que parece muy obvio resulta complejo en un ambiente de excesivo relativismo donde el sentido de “justicia” se confunde con toda clase de demandas sociales y el bien común pareciera asimilarse a sectores más bien vociferantes. Si además esto lo llevamos a las difusas atribuciones y “potestad” del cargo de la mesa constituyente es claro que entramos a un terreno inexplorado, completamente nuevo.
Dicho esto, es fácil comprender que la mesa que encabeza la Convención Constitucional enfrenta un escenario complejo y que el destino de esa instancia ya no se ve amenazado solo por una campaña de la derecha dura, sino por las fracturas que empiezan a evidenciarse. El caso más evidente es la revelación de la mentira que sostuvo Rodrigo Rojas Vade sobre un supuesto cáncer terminal que lo catapultó para obtener un escaño. Pero aquí no se trata del fraude de Rojas, sino de sus efectos políticos y si esto daña o no a la Convención. En este sentido bastaría recordar que, al momento de la instalación de la instancia constituyente, el nombre de Rojas estuvo considerado tanto para la Presidencia como Vicepresidencia de esta instancia. De hecho, en este último cargo se repitió la votación para dirimir si era él o Jaime Bassa. Si hubiese sido electo el representante de la Lista del Pueblo es muy probable que hoy la Convención Constitucional estuviese en condición terminal o prácticamente muerta.
El segundo aspecto que cabe destacar es la tibieza con que la mesa directiva enfrentó el tema, en especial la Presidente Elisa Loncón, cuya primera declaración señalaba que “vamos a dar una postura como mesa una vez que tomemos la información de manera formal, la clasificaremos y veremos los pasos que hay que seguir, pero yo les pido respeto por la situación del convencional”. Podría considerarse una opinión desafortunada, quizás producto de la sorpresa, pero después trascendió que la “mesa” habría sido advertida el día anterior que venía la publicación de La Tercera que destapaba el engaño de Rojas. Además, días después la misma presidente Loncón agregaba que “el tema es personal, así como hay tantas otras personas que están instaladas en el servicio público, han cometido errores”. Es decir, nadie tendría autoridad moral en este tema, lo que deja la sensación que se están “pisando huevos”. De ahí se comprendería el paso de ir por una incierta solución judicial y evitar cualquier condena política.
La excesiva prudencia puede estar ligada cuestiones más de fondo. Por un lado, es claro que hubo sectores políticos y sociales que lograron cierta organización que les permitió adjudicarse una suerte de representación de la fuerza del estallido social. Bajo este alero la denominada “Lista del Pueblo” logró materializar la conformación de la bancada más numerosa en la instancia constituyente. Pero el paso de saltar a la política institucional tenía costos insoslayables considerando que el mismo estallido rechazaba todo lo que fuera establishment. Saltar del momento revolucionario nunca es fácil, pero en este caso sin ideario ni doctrina lo que sostuvo a la Lista del Pueblo fue la denuncia y un supuesto peso moral. Eso termina con la frustrada y bochornosa inscripción presidencial de Diego Ancalao, con sus famosas firmas truchas y, a poco andar, con lo de Rojas Vade.
Un revolucionario en forma, Pierre Victurnien Verginaud, no solo se hizo famoso por sentenciar a muerte al rey Luis XVI sino porque, viendo como muchos de sus camaradas pasaban por la guillotina, expresó la frase: “La revolución, como Saturno, devora a sus propios hijos”. Como nuestros tiempos son distintos y a ratos más extraños y pintorescos que aquellos que precipitaron la caída de la monarquía francesa, en nuestro curioso país pareciera que “los hijos han terminado devorando a la revolución”. El tema no es menor, las revoluciones normalmente mueren por la fuerza o porque la conquista requiere dejar atrás el impulso para dar paso a las reformas “revolucionarias”. La Lista del Pueblo y derivados no llegó ni a lo uno ni lo otro, pero, aunque han perdido la “autoridad moral”, conservan escaños valiosos y decisivos.
La segunda derivada sobre la cautela de Elisa Loncón puede estar relacionada con una visión holística del mundo. Según aventura un amigo relativamente estudioso de estos temas, en nuestra limitada visión aristotélica es requisito condenar a unos para solidarizar con otros, pero existirían cosmovisiones que podrían “solidarizar” con ambos. Pese a ello hay algo que en los miles de años de filosofía no ha sido cuestionado, esto es el principio de no contradicción, aquello de que “nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo un mismo respecto”. Es decir, si quiero solidarizar con los extremos debo recurrir al menos a justificaciones bien distintas. No puede ser lo mismo “empatizar” con Rojas y bajo los mismos argumentos hacer lo propio con los verdaderos enfermos de cáncer.
Una última consideración se refiere a la discusión del alcance de los 2/3 como requisito de los acuerdos constitucionales. El quiebre que se ha producido en el mundo indígena a raíz de esto, toda vez que hay sectores que reivindican la posibilidad de plebiscito vinculante para las etnias, revela la escasa comprensión política sobre los problemas y alcances de estas minorías. Es decir, no se anticipó en el acuerdo político que originó la instancia constituyente toda la variedad y complejidad de los mundos indígenas.
Así como va la historia, si bien la Constituyente pudo evitar caer en las manos de los seudo revolucionarios, pareciera que el riesgo se va instalando en una problemática indígena que propugna, en los hechos, una especie de constituyente paralela. Si eso es así el foco de una nueva constitución puede sucumbir tratando de cuadrar intereses históricos contrapuestos y en un interminable tira y afloja. Formidable tarea. Por último, así como una candidata a senadora de la región de Ñuble proponía recientemente una monarquía para Chile, tal vez no nos vendría mal observar la civitas romana y preguntar: ¿quo vadis, constituyente?