En la escala jerárquica el superior miró y trató al inferior con desprecio y arrogancia, le puso la bota encima y le advirtió que sólo debía obedecer sin chistar, sin preguntar ni deliberar
No tengo cómo explicarles a mis dos hijas adolescentes lo que ocurrió. Aunque no me han dicho nada me doy cuenta de la rabia y vergüenza que están sintiendo y no quieren hablar del tema. Tampoco sé qué decirles a mis superiores que me miran con cierto desprecio, lo veo en sus caras. Uno de ellos me dijo que he deshonrado a la institución precisamente cuando atraviesa momentos tan complejos y no sé qué más. Creo que lo que más les incomoda es que el episodio saliera a la luz pública, qué bochorno. Impresentable, ya lo sé. Pero si he decidido dar la cara y he aceptado darle esta entrevista a usted, estimada dama, es porque ya no tengo nada que perder, a los 40 con el grado de teniente coronel estoy liquidado, una carrera echada por la borda, los planes de retirarse en diez años más se hicieron humo. Un error que me costó caro, pero al menos quisiera que esto llame a la reflexión a mis camaradas de esta gran familia verde para que este tipo de situaciones no se repita. Y con los tiempos que corren, con el confinamiento que asfixia, no sería raro. En periodos anormales la gente hace cosas incomprensibles. Mi nombre está enlodado para siempre, mi exmujer ni siquiera contesta mis llamados y mi actual pareja está furiosa y encerrada con depresión, según ella.
José Tapia se acomoda en su gran sofá de felpa verde en su departamento en Providencia, donde vive solo desde que se separó hace dos años. Es un piso espacioso con mucha luz natural y techos altos. Una gran pantalla de televisión ocupa buena parte del muro principal y, al costado, un mueble empotrado con una hilera de galvanos y estatuillas que dan cuenta de una carrera de logros y reconocimientos múltiples. Toma agua de un vaso sobre una mesa lateral, hace una pausa breve y continúa. Para que entienda mis orígenes yo he sido siempre un soldado con vocación, con una trayectoria intachable a punta de sacrificio y disciplina. He llevado mi uniforme con orgullo, apegado a los reglamentos y leal a mi institución. Vengo de una familia de esfuerzo, temucano, con buena memoria y buen corazón.
Mirándome a los ojos me cuenta que, desde niño, desde que aprendió a hablar, su padre -un peón como tantos- le machacó que en la vida hay que ganarse el pan solito porque nadie te lo va a regalar, más bien te lo van a intentar robar. Aguanta, hijo, no bajes la cabeza ni los brazos porque nada es gratis en este mundo, salvo para los ladrones y poderosos, le dijo tantas veces cuando salían a caminar juntos por el campo del patrón.
Entonces José hizo lo que había que hacer cuando se viene de una familia modesta, sin recomendaciones ni pitutos, menos dinero, sin erres ni guiones en el apellido. Su madre le decía que para ser alguien en la vida había que asegurarse un oficio, en lo posible una educación que le diera pan, techo y abrigo, y, lo más importante, dignidad. A los 18 años escuchó el inconfundible llamado del deber y entró a Carabineros. Fue lo más parecido a un deseo cumplido, orden y patria. Se hizo paco y se convenció de que realizaba una función noble, servía a la comunidad, estaba en terreno con la gente, y ponía comida en la mesa de su familia todas las noches. En el camino fue humillado, torturado y drogado como parte del llamado entrenamiento. Le arrebataron los sueños y le quebraron la voluntad. En la escala jerárquica el superior miró y trató al inferior con desprecio y arrogancia, le puso la bota encima y le advirtió que sólo debía obedecer sin chistar, sin preguntar ni deliberar. Le enseñaron a reprimir, encubrir, mentir, abusar de los detenidos, hombres y mujeres, a cerrar filas ante la amenaza. Aprendió rápido y no olvidó nada porque tenía buena memoria.
Olí la podredumbre de la corrupción de los de arriba, recuerda José, cómo metían las manos hasta los codos, coludidos, mientras nos hablaban de que debíamos cuidar la imagen institucional y proceder con transparencia. Trabajábamos mucho bajo presión, nos pagaban mal y cuando reclamamos nos dijeron que no había plata, que ahora no, más adelante. Con poco hicimos mucho. Si teníamos que pintar la comisaría, íbamos a una ferretería y nos prestaban la pintura. Pedíamos neumáticos en vulcanizaciones porque no teníamos para los autos. El corazón se me fue endureciendo y poco a poco fui replicando las mismas prácticas con mis subordinados como los hijos que imitan a los padres. El ejemplo es el mejor discurso. Cala hondo. Con los años me acostumbré a todo, ya ni parpadeaba cuando me gritaban paco de mierda, asesino, paco culiao, paco cabrón, hijo de puta. Gajes del oficio, decían mis compañeros.
Ahora, como teniente coronel, Tapia recién empezaba a llevar una vida más holgada, no de privilegios, pero podía darse algunos gustos. Las restricciones sanitarias impuestas por la pandemia obligaron a efectuar controles más estrictos, más calle, más rondas en toque de queda. Cundían los asaltos, encerronas y balaceras. Un clima de permanente emergencia. El coordinaba y supervisaba. Tareas nuevas, que no formaban parte de sus deberes habituales.
La semana pasada, el sábado para ser exacto, la olla de presión se destapó. Supongo que se me cortó el elástico, advierte. Después de un año con el bicho dando vueltas, la carga de trabajo tan pesada, las detenciones en la noche, el encierro, los fallecidos y para qué seguir si usted conoce el tema mejor que yo, estaba agotado. Necesitaba un rato de relax. Invité a mi departamento a cuatro compañeros de trabajo, para tomarnos unos tragos, olvidarnos un poco de todo, pasarla bien un rato. Nada más, ni siquiera había mujeres. Pedí unas bandejas de sushi y un par de buenas pizzas por delivery, teníamos whisky, pisco y unas cervezas heladas. Aunque estábamos en toque de queda, parece que era cerca de la medianoche, los vecinos dieron aviso por ruidos molestos y al rato llegaron de la comisaría más cercana. El mundo al revés, nos detenían a nosotros. Estaba muy estresado, tomé más de la cuenta, a todos se nos pasó la mano y cuando el conserje nos pidió que saliéramos de la piscina y subiéramos al departamento yo me ofusqué, y le pegué un puñetazo en el ojo derecho. Está todo grabado por las cámaras. Dicen que amenacé a un capitán al momento de entrar al vehículo policial, que estábamos borrachos y sin mascarillas. No sé, no recuerdo.
El teniente coronel Tapia se levanta del sillón y comienza a dar vueltas por la sala. Se rasca la cabeza y estira los brazos hacia atrás como si viniera recién despertando. Su vaso está vació y se ve inquieto. Mire, dice, no tengo más que agregar en realidad, ya he dicho demasiado. No sé qué voy a hacer ahora. Todos me han dado la espalda. Sólo quería que usted conociera la versión exacta de los hechos porque por las redes sociales están difundiendo tanta basura, oiga, mucha calumnia gratis. Para cerrar le informo que fui despedido de la institución, desvinculado se dice ahora, formalizado por atentar contra la salud pública y amenazar a un capitán de carabineros. Estoy con arraigo nacional y con prohibición de acercarme a la víctima de mi amenaza. Los otros muchachos quedarán supeditados al sumario administrativo. Bendita pandemia.