Por Antonio Ostornol, escritor.
Cuando terminé mi última clase de la semana y vi los pequeños rectángulos negros de la pantalla donde estaba cada uno de mis estudiantes (o eso nos gusta creer a los profesores), sentí que debía enviarles un mensaje alusivo al plebiscito de este domingo. ¿Qué podría decirles a muchachas y muchachos que están en torno a los veinte años, muchos de los cuales fueron protagonistas del estallido social y que, en más de alguna ocasión, habrán pensado que este viejo (léase: yo) entiende poco o nada de lo que pasa? Pero mi antigua alma de militante impenitente me obligaba a entregar un mensaje, a convocar, a compartir en último término mi vocación de ser parte del futuro de mi comunidad. Sin embargo, no se me ocurría nada que –desde mi perspectiva- pudiera hacerles sentido. Entonces, opté por hacer algo que siento está en el rango de mis posibilidades y mis derechos: les dije lo que pienso.
Hace 32 años, en 1988, fui protagonista –junto a varios millones de chilenos- de un momento maravilloso, que habíamos alcanzado luego de diecisiete años de lucha contra una dictadura real y sanguinaria, responsable de implementar una política de exterminio contra sus opositores políticos, mediante la creación de una fuerza militar secreta (DINA, CNI), con atribuciones ilimitadas, que respondía directamente al presidente del país, y que disponía de la más amplia cantidad de recursos y a la que se le subordinaban todas las otras dependencias del estado, para detener, torturar, asesinar y hacer desaparecer a los opositores políticos. Todo esto ocurrió bajo el manto de una institucionalidad amañada durante años, a la que se sometían ministerios, contralores, jueces de la Suprema Corte de Justicia, directores de diarios, radios y TV, periodistas, etc. Por supuesto, no todos; pero con seguridad los que tenían poder. Y debiéramos sumarle dirigentes sociales designados desde la DINACOS (Dirección Nacional de Comunicación Social), muchos de los cuales pasaron a ser alcaldes designados y futuros diputados o senadores. Y, qué duda cabe, censura a los medios opositores y a los artistas. Y lo maravilloso de todo esto (que en rigor es un horror) fue que el 5 de octubre de 1988, en un plebiscito organizado para garantizar la perpetuidad del dictador, a través de una amplia movilización social que se expresó en la inscripción masiva en los registros electorales y en una amplia, desafiante y desplegada campaña por el NO, se logró imponer a la dictadura que se diera paso a una transición a la democracia. Todos los reportes confiables señalan que no fue hasta el último momento, cuando la magnitud de la victoria opositora hacía rato era evidente, que el gobierno decidió aceptar los resultados, presionado, entre otras cosas, porque el general Matthei, ingresando al final del día a la Moneda, reconoció el triunfo del NO.
un momento maravilloso, que habíamos alcanzado luego de diecisiete años de lucha contra una dictadura real y sanguinaria
Desde la experiencia puramente personal, ese día marcó probablemente mucho de lo que han sido los últimos treinta años de mi vida. Mis hermanas y mis padres regresaron del exilio, mis hijos crecieron y se hicieron adultos en una sociedad más amable, aunque no necesariamente, ni mucho menos, la ideal. Junto a mis compañeros y compañeras escritoras publicamos libros, realizamos congresos, pudimos vincularnos con nuestros colegas de otros países y, en muchos de esos casos, contamos con el apoyo franco del estado. Ya no tuvimos que enviar nuestros trabajos para que los aprobara la censura. Supimos lo que eran las becas para escribir o publicar. Modestas, es cierto, pero nunca antes habían existido. En fin, podría enumerar muchas cosas que hicieron que la vida fuera más llevadera. En muchos sentidos, veía a Chile mejor que lo que había conocido en los años sesenta, setenta y ochenta. Ahora, seguía viendo un país desigual y la consolidación de una sociedad profundamente segregada, con una “clase alta” ensoberbecida, convencida de que el progreso era su obra y dispuesta a ningunear a cualquiera. El poder, en cierto sentido, se hizo palaciego y cerró los ojos a la demanda de afuera: no era un tema de pobreza –la que se había reducido significativamente respecto a décadas anteriores-, sino de equidad en el trato y en las oportunidades. Después de treinta años, lo hemos aprendido en forma dolorosa, hay tareas incumplidas y nuevos desafíos que alcanzar. Frente a ellos, tenemos dos opciones: o reventamos el país, o encontramos un camino para todos.
ese día marcó probablemente mucho de lo que han sido los últimos treinta años de mi vida.
Ahora, seguía viendo un país desigual y la consolidación de una sociedad profundamente segregada, con una “clase alta” ensoberbecida, convencida de que el progreso era su obra y dispuesta a ningunear a cualquiera.
Y para mí, ese camino es el rediseño del marco en que el poder se ejerce y se comparte en Chile. Es el momento para soñar un país más democrático, más participativo, mejor. La ruta, para mí, es el plebiscito y transitar un proceso constituyente en profundidad. ¿Cómo se hace? No lo sé. Pero siento que hay muchas ideas interesantes dando vueltas y que falta simplemente que se pongan sobre la mesa y estemos dispuestos a escucharlas y escucharnos. ¿Nos imaginamos un Chile con partidos políticos o no? ¿O un país donde las mayorías definen las políticas públicas y las reevalúan sometiéndolas al escrutinio de la ciudadanía? ¿Tendremos posibilidad de someter a referéndum iniciativas legales que el parlamento o el ejecutivo no hayan podido o querido abordar legislativamente? ¿Habrá límite a la elección de cargos de representación? ¿Fortaleceremos los mecanismos posibles de representación popular a través de organizaciones donde se garantice la representatividad?
La ruta, para mí, es el plebiscito y transitar un proceso constituyente en profundidad.
La puerta que se abre con el plebiscito debiera permitirnos entrar en esa conversación. Es posible que sigan operando grupos –de diverso tipo y orientación ideológica o política- que busquen forzar el escenario desde el ejercicio de la violencia pública. Sabemos que uno de los déficits de la democracia chilena ha sido el descrédito de la política. Como militante impenitente, espero su recuperación. Si la política muere en Chile y no se revaloriza, será el triunfo definitivo del sueño pinochetista: “terminar con los señores políticos”. Voy a votar ARUEBO y CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL, porque quiero y espero que la política tenga una nueva oportunidad.
La puerta que se abre con el plebiscito debiera permitirnos entrar en esa conversación.
Si la política muere en Chile y no se revaloriza, será el triunfo definitivo del sueño pinochetista: “terminar con los señores políticos”.
Entonces, ¿Qué decirles a mis estudiantes? Solo algo muy simple: sean parte del proceso, vayan a votar, involúcrense, hagan valer su opinión. Eso no es algo cómodo, como nos tiene acostumbrado el mercado. Eso implica entregar horas al debate, la conversación, las propuestas, la seducción de las voluntades. Y a la lucha cuando las puertas se cierran. Pero los treinta años que vienen no se los van a regalar: lo tendrán que hacer con sus propias decisiones. Por eso, apruebo y espero.
sean parte del proceso, vayan a votar, involúcrense, hagan valer su opinión.
Pero los treinta años que vienen no se los van a regalar: lo tendrán que hacer con sus propias decisiones. Por eso, apruebo y espero.