Que las vacunas ayudan, ayudan. De eso no tengo dudas. Lo que no me queda claro es que tipo de vacuna necesitamos en política para sanar de la inmediatez y la mirada corta, o del gustito discursivo sin medir las consecuencias.
Al comienzo de la pandemia, cuando todavía la información sobre la enfermedad era imprecisa o contradictoria, y la única certeza que teníamos era la incertidumbre respecto del curso posible de la presencia del virus en los cuerpos humanos y, por lo tanto, de sus efectos que, sospechábamos, parecían conducir a la muerte. Además, a una muerte fea, solitaria, desconectada desde una conexión in extremis. La tragedia rondaba allá afuera y debimos confinarnos, aislarnos, desvincularnos para evitar los contagios. No, ni siquiera para evitarlos, sino para mitigarlos, contenerlos, minimizarlos, porque el contagio era inevitable.
Hasta que, en el horizonte – como en las películas de ciencia ficción – pudo verse a los científicos trabajando contra reloj para lograr una vacuna que nos pusiera a buen recaudo. Así pasamos desde la incredulidad y la desconfianza, hasta el asombro de aceptar que aquí están, existen, podemos disponer de ellas. Claro, aquí podemos tenerlas. Aquí y en unos cuantos otros países del mundo. No muchos, los más ricos, los más poderosos, y algunos como nosotros, que nos movimos rápido. ¿A quién le asignaremos el mérito de estar en esta posición? Sin duda, a nuestro sistema de salud primaria, a los históricos programas de vacunación masivos, al esfuerzo de nuestros trabajadores de la salud. También deberemos reconocer la disposición de la ciudadanía a vacunarse, a lo mejor no al cien por ciento, pero de manera significativa. Y tendremos que valorar la lucidez de la Universidad Católica y su programa de investigación asociado al laboratorio chino Sinovac. Y… ¿me falta alguien? Sí, claro. No lo he nombrado, pero no podemos sacarlo de la foto: el gobierno de Chile, el de Piñera, el vilipendiado, denostado, aniquilado. ¿Seremos capaces de decirlo sin sentir que estamos traicionando al pueblo ni que nos hemos vendido al enemigo? Aceptar esto, no sería una prueba de blancura democrática (aunque también lo es), sino un homenaje a la verdad, a su aceptación como un punto inicial de cualquier conversación que se quiera honesta y productiva.
Pero no es este el foco de mi reflexión de hoy. Me interesa el hecho de que, más allá de méritos o responsabilidades, en Chile disponemos de las vacunas y estas ayudan. Cuando empezó a clarificarse el escenario de la enfermedad, aparecieron las comorbilidades y su impacto en la letalidad de la misma. Entonces saqué rápidamente las cuentas: algo de hipertensión, sobrepeso estructural, un sistema respiratorio averiado por años de cigarrillos sin control. O sea, casi candidato seguro a lo peor si me llegaba a contagiar, probabilidad alta en un país donde el virus circula bastante a su antojo. Por lo mismo, cuando el 18 de febrero hubo fecha para vacunarme, lo hice. Y cuando llegó el 18 del mes siguiente, puntual concurrí por mi segunda dosis. Y conté cada uno de los catorce días que siguieron hasta que supe que debía estar con mi aparato inmunológico preparado para resistir la enfermedad. Fue un alivio, una cierta tranquilidad. Igual seguí con mis cuidados, pero salí con algo más de libertad, abandoné algo el delivery y exploré los locales comerciales. Resignado, volví a la cuarentena cuando nos atrapó la segunda ola. Cuarentena rigurosa, como la del 2020, a pesar de la vacuna. Hasta que volvimos a fase 2, unas pocas semanas antes de las elecciones.
Entonces, el mundo parecía perfecto. Se avecinaba el gran fin de semana electoral. Estas elecciones eran, en algún sentido, una especie de vacuna social, que nos protegía del virus de la intolerancia, de la violencia, de la insensatez y la inequidad, de la guerra de trincheras, de las oligarquías, de los románticos sociales. Y los resultados parecían confirmar los efectos positivos de la vacuna: una convención constitucional variopinta, con muchas caras nuevas en política, gran cantidad de jóvenes, representantes de nuestros pueblos originarios y mujeres, más de la mitad sin necesidad de ejercer el procedimiento paritario. Y una convención constitucional donde, al parecer, nadie podrá pasar la aplanadora ni tampoco ejercer un veto a la opinión de las mayorías, razón por la que los constituyentes estarán obligados a conversar entre ellos, a reconocerle al otro verdades que no habían visto, a aceptar que uno pudo estar equivocado y que hay mejores opciones para el país. Ejercicio maravilloso. Si nuestros elegidos son capaces de lograr ese gran acuerdo constitucional para que nuestro país pueda reconocerse por mucho tiempo como una sola comunidad que alberga muchas identidades diferentes, serán los verdaderos héroes del siglo XXI. En el resto de las elecciones, números más números menos, se dibujó un país más progresista, con tendencia a verse en tres tercios levemente cargados hacia la izquierda. Tampoco aquí pareciera haberse instalado alguien que quiera llevarse la pelota para la casa, aunque traten. Todo sigue más o menos perfecto.
Pero no pude ir a votar y hacerme parte de esta vacuna social que son las elecciones. Fue una pena, me dolió. Desde mis 18 años, nunca dejé de participar en las elecciones. Incluso voté en el plebiscito trucho que organizó la dictadura para proclamar la extinta constitución del 80 y, más aún, también voté en eso que llamaron “consulta nacional”. Siempre supe que votar era un privilegio y nunca estuve dispuesto a despilfarrarlo. Pero no fui a votar en esta oportunidad. Y la razón fue muy simple: me contagié con covid. Pero estaba vacunado y la enfermedad cursó suave, a pesar de mis comorbilidades y mi presunción de gravedad. Como no soy creyente, solo se me ha ocurrido elevar loas a los “santos chinos” y, a todos los que nombré al inicio de esta columna. Que la vacuna funciona, funciona.
De lo que no estoy tan seguro, es que la vacuna social le haya servido a la centroizquierda, cuya conducta posterior –entre las elecciones y la inscripción de primarias- solo puede aparecer como payasesca, una verdadera comedia de equivocaciones, chapucera y ridícula. ¿Qué fue eso de ir de un lado hacia el otro, sacando cálculos de votos más o menos? ¿Qué justificaba las volteretas? ¿Cuáles eran los proyectos que se sustentaban? ¿Ganar elecciones? En Chile hay espacio para políticas de centro izquierda. Pero hay que estar dispuestos a ocuparlo y definirlo. ¿El Chile que imaginamos para el futuro es, simplemente, “antiliberal”? ¿O habrá otras marcas diferenciadoras con, por ejemplo, el proyecto de Apruebo Dignidad? No sé si esas definiciones existen en la centroizquierda, pero me encantaría conocerlas. Por ahora, solo he visto miradas de corto plazo e inmediatas, y mucho gustito en discursos que poco y nada aportan de sustantivo.