Si suspendemos por un segundo nuestra razón y nos enfrentamos directamente al día a día del Covid 19, sólo nos quedaría el horror frente a nosotros. Aparecerían, como una galería tétrica, cada uno de los muertos que cotidianamente se cuentan en público. Veríamos, una y otra vez, la desesperación de quienes ven desaparecer a las personas que quieren tras las puertas de un centro asistencial y no saben si volverán o no. Veríamos la pequeñez de quienes buscan sacar dividendos de cualquier tipo, tangibles o intangibles, a partir de la tragedia. Veríamos a millones y millones de seres humanos mirando perplejos y encerrados, en sus diversas madrigueras, mejor o peor protegidos, cómo la epidemia se enseñorea invisible en todo lo que no está cerrado. Pero nuestra razón funciona y le da cierto contexto al horror: tasas de todo tipo, medidas efectivas y no tanto, cumbres y mesetas y decadencias, héroes y villanos. Y nos enteramos de que las epidemias han acompañado al ser humano desde siempre; que se mueren muchos de los que, de todas formas, un poco antes o un poco después, igual se iban a morir; que la existencia humana está expuesta y que su fortaleza no radica en el uno sino en el todos. Y muchos otros argumentos y evidencias de la resiliencia humana. Incluso podríamos ponerle sentido y razón al horror.
Pero nuestra razón funciona y le da cierto contexto al horror. Incluso podríamos ponerle sentido y razón al horror.
Lo hicieron los nazis cuando inventaron la solución final. Habrá sido el argumento que condujo a las hambrunas de Ucrania después de la revolución. Lo proclamaron, exitosos y heroicos, los que decidieron lanzar la bomba atómica en Hiroshima y Kagasaki, provocando la muerte inmediata de a lo menos 100.000 civiles, que llegarían en unos pocos meses a 250.000. ¿Cómo habrán mirado el horror los habitantes de esas ciudades cuando, en menos de 10 segundos, el mundo conocido desapareció a su alrededor? Hoy quiero marcar esta página: el horror de la guerra, más allá de toda razón. Y para eso, quiero comentar y recomendar un texto que acaba de aparecer en medio de estos tiempos raros, la última novela de Marcelo Simonetti, Dibujos de Hiroshima (Emecé, 2020, se consigue fácil y a precio razonable, en Buscalibre).
Si uno se para frente a la bahía de Valparaíso, en el puerto, y se apoya en las barandas desde donde se observan las lanchas que hacen el tour entre los grandes barcos y visitan las rocas donde se aletargan los lobos marinos, y si además estuviera en el espacio creativo de Simonetti, y alzara la mirada y la sostuviera durante mucho tiempo –digamos: meses, años y décadas, una vida entera- podría llegar a ver Hiroshima. Esta imagen intrigante, que coquetea con la literatura fantástica como ya lo había hecho antes el autor con la magnífica La traición de Borges se transforma en una apasionante y contenida historia acerca de la confrontación del horror, en medio de una modernidad donde los puntos cardinales se definen más desde la emoción que de la geografía. La historia es aparentemente simple: un joven estudiante que sigue un curso de escritura de no ficción necesita encontrar una historia, tal como lo explica y lo enseña el maestro Ramírez, su profesor. El joven –Yasihuro Tanaka- nieto del señor Tanaka, japonés auténtico que emigra siendo niño al sur de América antes de la gran tragedia, ve morir a su abuelo, quien, en el momento final, pronuncia dos palabras que, de verdad, son sólo una: Hiroshima, Hiroshima. Y en el misterio de esta palabra, se oculta una historia japonesa –como si se tratara de una vida paralela- que ese abuelo guardaba celosamente en su escritorio, en un cajón que nadie abrió después de su muerte, excepto este nieto que siente que, de alguna forma, debe reconstruir ese vínculo.
Y en este escenario, se inaugura el viaje maravilloso de este joven chileno a Hiroshima, donde se encontrará con una joven nieta que, como él, buscará el secreto de su abuelo. Con una pulcritud propia de la escritura de Simonetti (precisión, economía de gestos, investigación exhaustiva), el narrador nos conduce en esta inmersión en el mundo de una cultura herida y silenciada, donde las cosas ocurren a medias palabras y las motivaciones profundas de cada personaje se vislumbran en pequeños y cotidianos actos de amor. Un viejo profesor que esconde una culpa, un muchacho que está más allá de las estrechas definiciones de género y se devora modernamente su propia ciudad mientras se conecta con el más allá, una muchachita que se parece a la Pequeña Gigante (sí, esa que caminó hace unos años por las calles de Santiago) que, aunque está en su propio territorio, anda perdida en sus historias, en búsqueda simétrica y mágicamente conectada con la del protagonista.
“Nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima”.
La novela tiene aire japonés y en su lenguaje y, sobre todo, en sus tiempos, recuerda necesariamente a los grandes narradores japoneses contemporáneos. Simonetti hace un ejercicio de apropiación original de esos materiales (Kawabata, Murakami, Mishima). Hay momentos, cuando el personaje recorre las calles silenciosas de Hiroshima, mientras cae la nieve del invierno, que podrían venir directamente de Tokio blues. O momentos de introspección que podríamos haber encontrado sin dificultad en Lo bello y lo triste o País de nieve. Este ejercicio, realizado con rigurosidad, le permite al narrador conducir al lector a través de diversas historias –reales o no, tal vez confusas- que terminan en un solo lugar: la evidencia del horror. Y ese no es otro que la guerra y el genocidio. “Sé del dolor y la destrucción que toda guerra arrastra consigo, sé de la cultura del odio que la guerra intenta insuflar en la gente”, dice un personaje que le escribe a su abuela narrando los inicios de las hostilidades en territorio japonés durante la segunda guerra. Y cuando el sueño de escapar de la guerra ya se siente perdido, una sentencia pequeña, pronunciada por una mujer que espera junto a su hijo sin poder salir de Hiroshima, pocos días antes de que caiga la bomba atómica, nos pone en un lugar que todos podemos entender: “Renuncié a mis sueños. Midori, me gustaría que estuvieras acá”. Desgarrador llamado de auxilio que contrasta con la cita que Simonetti nos propone al inicio de la novela, perteneciente a Paul Tibbets, piloto del Enola gay, el avión que lanzó la bomba atómica: “Nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima”.
Una bella y terrible historia, como tantas que hoy pasan frente a nuestros ojos.
El horror se nos muestra sin razones, puramente como horror. Es terrible, porque al final, igual necesitamos razonar. Una bella y terrible historia, como tantas que hoy pasan frente a nuestros ojos.