¿Nunca cambiará la derecha y seguirá siendo, como un gran bloque, la misma que sostuvo a la dictadura y el sistema antidemocrático que nos heredó? ¿Las voces de cambio en la derecha –más estado, más igualdad, más dignidad- son solo una mascarada para preservar el poder o representan una oportunidad para ampliar los consensos posibles en el país? Responder estas preguntas puede hacer una diferencia.
La semana pasada, a propósito de la reciente decisión política de Javiera Parada, escribí acerca de la legitimidad de cambiar de posición y, obviamente, el derecho a hacerlo público. Y de la misma forma, me pronuncié contra aquella crítica que, en vez de poner el foco en la cuestión puramente política, descalificaba dicha opción a partir de imputar ciertas actitudes de personalidad o de intereses mezquinos por obtener algunas prebendas. Pero también intenté poner la mirada en algo que subyace en muchas de las opiniones críticas que se han vertido a propósito de este evento. Me refiero a la forma en que, desde el mundo de la oposición –especialmente de la izquierda- se observa y caracteriza la actual derecha chilena. El ejemplo más ominoso de lo que estoy diciendo podría ser una frase que leí en alguna red donde se afirmaba que Javiera Parada, al incorporarse a la campaña de Briones, “se había aliado con los asesinos de su padre”. Sé que esto es un despropósito, un caso extremo y caricaturesco de una opinión algo más seria respecto a cómo conceptualizamos a la actual derecha chilena.
La pregunta de fondo que debiéramos plantearnos todos aquellos que nos sentimos de izquierda, de centro izquierda o de neo – izquierda (para ser precisos en las distinciones) es si la actual derecha política es la misma que sostuvo a la dictadura, o actualmente es posible visualizar ciertas tendencias que representarían una nueva derecha, que se distancia de sus ancestros y que busca insertarse en un nuevo ciclo político de carácter más liberal y más igualitario. Obviamente hablo de aquellos que proclaman el nacimiento de una “derecha social”, “que proponen el fortalecimiento del estado” y “buscan priorizar el emparejamiento de la cancha” para disminuir las desigualdades y los privilegios, especialmente en cuanto al trato. ¿Es posible considerar estos cambios como sinceros o, en el fondo, pensamos que todos estos discursos –incluida la autodefinición como social demócrata de Lavín- son una mascarada para mitigar los efectos del pueblo insurrecto?
Me parece que esta conversación no es pura retórica, más aún cuando estamos ad – portas (espero que ahora sí) de elegir la convención constituyente, instancia en la cual tendrán que conversar todos los actores del arco político. Ahí estarán, posiblemente, tanto la derecha del llamado Partido Republicano, que reivindica a rajatabla la herencia pinochetista, como la de aquellos que reivindican la necesidad de asegurar desde el estado una renta universal, priorizar la cultura de los derechos humanos o fortalecer la representación democrática. Y quienes hayan sido elegidos para elaborar la nueva constitución deberán plantearse la pregunta acerca de con quiénes, cuánto y en qué ámbito establecer alianzas. Si los representantes a esta asamblea que discutirá la futura constitución de Chile creen que todos quienes tienen ideas tradicionalmente consideradas de derecha son responsables, herederos y, en definitiva, culpables de las peores violaciones a los derechos humanos conocidas en nuestro país (ejecuciones sumarias, detenciones secretas, tortura, desapariciones, falsos enfrentamientos, etc.), la posibilidad de dialogar con ellos tiende a cero. Por el contrario, si reconozco diferencias importantes, significativas y sustanciales en los distintos sectores de la derecha, aparece como más probable alcanzar un diálogo fructífero y lograr acuerdos constitucionales de amplio consenso.
Lo que acabamos de presenciar estos días en la arena política (10%, TC y las precuelas y secuelas asociadas) puso en evidencia que la coalición de gobierno, aunque sea una alianza determinada por su posición de poder, es una realidad compleja, con visiones políticas diversas, lecturas de la realidad heterogéneas y apuestas programáticas distintas. La oposición, creo, enfrenta un gran desafío. Por una parte, tiene que evaluar si estas posturas son meramente coyunturales y responden a la proximidad de los eventos electorales, o bien, si hay sectores de la derecha que desde su propia reflexión han concluido que el modelo neoliberal y los retazos de una constitución antidemocrática ya no le permiten al país seguir avanzando y, más aún, se vuelve una traba para alcanzar un futuro de bienestar para Chile, y un riesgo serio para la sobrevivencia de la democracia, amenazada por el populismo y el autoritarismo.
Personalmente creo que la evidencia del agotamiento del actual modelo de desarrollo es cada vez más amplia, no solo en Chile, sino que en todo el mundo. Nuevos temas y nuevas necesidades de los países obligan a redefinir programas e, incluso, alianzas. La crisis medioambiental, el déficit y fragilidad de las democracias, la necesidad de ampliar los reconocimientos a minorías históricamente marginadas o mayorías absolutamente discriminadas (como las mujeres o muchos países pobres), no tendrían por qué necesariamente ser temas exclusivos del espectro de las izquierdas. De hecho, ni siquiera ha sido siempre así. Por lo mismo, desde la derecha también podría haber personas y grupos que no conciban el desarrollo sin hacerse cargo de estos temas y tengan la convicción de que el mercado no es capaz de asumirlos todos. Entonces, ¿con esos sectores no se podrá conversar o establecer alianzas o fijar programas mínimos comunes para el país? A un historiador amigo le gusta recordar que, en 1971, por unanimidad el congreso nacional aprobó la nacionalización del cobre, como una muestra donde hay temas en los cuales los intereses de los más diversos sectores pueden converger.
El gobierno de Piñera, en la soledad de los últimos tiempos, intenta retrotraernos a las políticas de bloques cerrados. De otra forma no me explico su resistencia a aceptar la modificación de sus políticas –pedidas a gritos desde todos los sectores- que, a estas alturas aparece como pura tozudez. Es la contracara perfecta para aquellos que prefieren y buscan una actitud intransable frente al gobierno, con la sola finalidad de ponerlo de rodillas y rendirlo. Salirse de este esquema obliga a mirar con más finura los matices del escenario político y abandonar las caricaturas que cada sector construye del otro. Al final, somos todos y todas las chilenas las que vamos quedando al medio, atrapados en la mitad del sándwich.