Por Antonio Ostornol, escritor.
Entre la pandemia, la vacuna pronta a estrenarse, los rebrotes, los retiros de fondo y la representación de los pueblos originarios en la Constituyente, pareciera desdibujarse el horizonte para el momento constitucional que, desde hace décadas, era reclamado por las principales fuerzas políticas del país, exceptuando a la derecha que defendía la Constitución de Pinochet a trocha y mocha. Más allá de lo que algunos sectores de la actual izquierda quisieran instalar como una verdad, la Concertación, en primer lugar, y luego la Nueva Mayoría, hicieron esfuerzos y tuvieron iniciativas para intentar este cambio. Sin embargo, al final fue necesario negociar una y otra vez para ir acomodando la carga en el camino, con duras negociaciones que, en más de una oportunidad, significaron ganar algo de democracia para perder otro tanto. Desde mi perspectiva, la gran deuda de la coalición de centroizquierda que condujo la transición desde la dictadura a la democracia fue realizar esos esfuerzos sin comprometer la discusión pública e involucrar a los actores sociales en esa conversación. Los esfuerzos parecen haberse concentrado en la presencia mediática de los temas y la necesaria negociación parlamentaria. Hubo pocos actos de masas y grandes convocatorias para apoyar tal o cual proyecto de ley para cambiar la constitución. No recuerdo una gran campaña nacional para poner fin al sistema electoral binominal, por ejemplo, con los partidos políticos volcados a las ferias y a las organizaciones comunitarias para promover esos proyectos o denunciar a los responsables de impedirlos, de modo que, al menos el ejercicio del veto del tercio de la derecha tuviera un costo electoral.
al final fue necesario negociar una y otra vez para ir acomodando la carga en el camino, con duras negociaciones que, en más de una oportunidad, significaron ganar algo de democracia para perder otro tanto.
Hubo pocos actos de masas y grandes convocatorias para apoyar tal o cual proyecto de ley para cambiar la constitución.
Hoy se ha logrado conformar el escenario para realizar los cambios constitucionales. Hay una regla compleja, acordada por casi todo el espectro con representación política parlamentaria: los dos tercios de los constituyentes para aprobar la nueva constitución que se propondrá en el plebiscito de salida. Dicho en otros términos el escenario representa la misma restricción que durante varias décadas impidió, precisamente, la realización de dichos cambios. Más de alguien se preguntará por qué los gestores del acuerdo del 15 de noviembre aceptaron esta cláusula y habrá algunos que rápidamente afirmarán que fue falta de voluntad política de los mismos que durante veinte de los últimos treinta años gobernaron el país. Esa sería la respuesta fácil. Lo cierto es que en esos días el equilibrio y la institucionalidad democrática del país se encontraban en un punto crítico y no es delirante imaginar que su colapso era un riesgo posible. En las calles se pedía la destitución del Presidente de la República y en las redes –esas que no siempre vemos- se hablaba de intervención militar y restitución del orden a cualquier costo. El lenguaje de la intolerancia, de la ceguera y la crispación era el dominante y en ese estado las dinámicas políticas eran impredecibles. Entonces, el acuerdo parecía un camino razonable para que, a través de elecciones y respeto pleno al voto popular, se resolviera un itinerario para cambiar la constitución que, como había amplio consenso, contenía en sí misma las condiciones para la preservación del poder oligárquico que la dictadura dejó instalado en el país.
Percibir la situación crítica del país y gestar una salida, es mérito de los partidos políticos de todos los sectores que allí estuvieron. También fue el resultado de una crisis social que se puso de manifiesto a partir de octubre de 2019 y de las movilizaciones masivas que se efectuaron. Además, fue producto del despliegue de una violencia que no tenía marca registrada –los partidos simplemente la miraban, al parecer, e intentaban explicarla, al igual que la vieja y la nueva elite académica, que rápidamente bregó por interpretar su sentido- y que el gobierno era incapaz de controlar, a pesar de que la represión de las fuerzas policiales sobrepasó los límites impuestos por su obligación de respeto a los derechos humanos. Frente a un escenario donde la política había fracasado, fue la propia política la que diseñó una solución que permitiera dar un paso adelante. El mandato ampliamente mayoritario que la ciudadanía expresó en el plebiscito de octubre fue cambiar la actual constitución, en las condiciones propuestas por el acuerdo de noviembre 2019, con paridad de género y representación garantizada de los pueblos originarios, a través de una convención constitucional (que es un eufemismo de Asamblea Constituyente). Por lo tanto, hoy se trata de elegir 155 delegados a esta constituyente para que redacten el nuevo ordenamiento político que debiera regir y el cual debiéramos acatar todos, por los próximos decenios.
El mandato ampliamente mayoritario que la ciudadanía expresó en el plebiscito de octubre fue cambiar la actual constitución, en las condiciones propuestas por el acuerdo de noviembre 2019, con paridad de género y representación garantizada de los pueblos originarios, a través de una convención constitucional (que es un eufemismo de Asamblea Constituyente).
Desde esta perspectiva, parecía razonable que todos aquellos sectores políticos que en sus plataformas programáticas contemplaron o incluyeron el cambio de la constitución del 80, se unieran para asegurar en la Convención Constitucional la mayoría necesaria para realizarlo. Sin embargo, desde hace un tiempo hemos sido testigos de las profundas dificultades que se han puesto en evidencia para lograr un acuerdo amplio que permita conformar una fuerte mayoría por los cambios constitucionales. Suena un poquito irracional lo que está sucediendo y dan ganas de darle cuerda a las explicaciones facilitas (trumpianas, me gusta definirlas) que van a proclamar la desconexión de los políticos, sus intereses mezquinos, su ceguera contumaz, su ineluctable corrupción. Pero creo que en este fenómeno hay algo más de fondo y sustantivo. Algunos lo han llamado crisis de liderazgos, otros lo definen como proyectos divergentes. Y estos elementos hablan solo de una cosa: qué país nos estamos imaginando, cómo queremos que sea ese país.
Creo que si el mundo político (y de los nuevos independientes políticos o políticos independientes, como se prefiera) declarara en serio cuáles son sus propuestas de nueva constitución y en ellas se centrara el debate ciudadano se podría despejar el cuadro de las alianzas. Me temo, sin embargo, que algo no camina bien en ese terreno: pareciera que de verdad no hay una propuesta de nueva constitución que genere consenso mayoritario en la oposición y, ni mucho menos, una imagen del tipo de país que se desea. Si no fuera así, ¿qué impide un amplio acuerdo para alcanzar una mayoría por esos cambios constitucionales que, supuestamente, todos comparten? La respuesta no la tengo.
pareciera que de verdad no hay una propuesta de nueva constitución que genere consenso mayoritario en la oposición y, ni mucho menos, una imagen del tipo de país que se desea.