La última novela del notable escritor español, Javier Marías, Tomás Nevinson (Alfaguara, 2020) –- pone el ojo en la compleja relación de nuestro tiempo con la violencia política, su legitimidad y su tragedia. Imposible no sentirse interpelados.
Tomás Nevinson, el protagonista de la novela que quiero marcar es un ex agente secreto vinculado presuntamente al M15 o M16, o cualquier otro servicio de inteligencia de la Corona inglesa. Es un español de nacimiento, pero inglés por adscripción. Lleva años hibernando y es convocado, sorpresivamente, a una misión que se sitúa en la frontera de la inexistencia: es oficial pero no tanto; se gestiona desde Inglaterra, pero es más bien española; hay bastante información, pero se sabe poco. Lo único cierto es que la misión tiene que cumplirse, pero no deben quedar trazas de haberse realizado. Rápidamente, Nevinson se entera de que el objetivo final es, ni más ni menos, “una ejecución extrajudicial”, eso que, como precisa, todos mencionan con “gran escándalo”, pero que, según él, “se practica con más frecuencia de lo que se imaginan los ciudadanos íntegros, que no son íntegros más que de boquilla y desde sus salones, si no se ven amenazados directamente”. La víctima –que se supone ha sido victimaria- sería una militante dormida del IRA, en comisión de servicio en ETA. Instalada la historia de esta forma, la novela nos sitúa en el corazón de la violencia como mecanismo de acción política. Y, para quienes hemos vivido el largo siglo XX y nos ha quedado cuerda para el nuevo, nos propone un conjunto de reflexiones que a pesar de ubicarse en otro continente y en otra historia, pareciera hablar de nuestras propias tragedias.
La novela está escrita con elegancia, con una prosa justa y pausada, cuyos tiempos lentos (aunque no aburridos, al menos para mí) le permiten al lector adentrarse en el centro de un debate plenamente contemporáneo y profundamente moral. “El primer paso cuesta”, reflexiona Nevinson, refiriéndose precisamente al acto de matar. Y por lo mismo, la pregunta debiera extenderse al hacer político. Cuando los partidos, grupos u organizaciones que se proponen la lucha por el poder reconocen la necesidad política de la violencia sin límites, están dispuestos a implementarla y hacerla parte de su programa, se ubican en un espacio fronterizo donde el valor de la vida se hace relativo. Y bajo el prisma de la novela, esa ambigüedad valórica es connatural al método y no independiente de él. Quien se atribuye el derecho a declarar la muerte de otro ser humano, aunque sea por las más justas causas, siempre manifiesta un gesto homicida anterior a la causa. La pregunta queda rondando: ¿qué fue primero? ¿el justiciero, el revolucionario, el policía, el religioso; o el asesino? La novela, como todo buen relato, no cierra el tema y lo deja expresamente en la ambigüedad. El personaje imagina la posibilidad de haber matado a Hitler, antes de que desatara el horror en el mundo. Una suerte de sentencia previa. ¿Ese asesinato habría sido justo? A la luz de la historia, posiblemente sí. Pero cuando Hitler todavía no era el Hitler del Holocausto, habría sido una osada arbitrariedad. En nuestra historia reciente, la de la dictadura, hubo casos concretos que nos llevarían a pensar aquello. Militantes revolucionarios que en sus organizaciones políticas ocupaban puestos relevantes en los aparatos encargados de ejercer la violencia, una vez que fueron detenidos por los aparatos de seguridad, pasaron a cumplir tareas de delación, persecución y muerte hacia sus excompañeros. ¿Habría en algunos de ellos, también, esta especie de patrón donde el instinto homicida estaba antes de encontrar un discurso que lo validara? ¿Pasaría algo similar entre los funcionarios militares y policiales que se integraron a los organismos de seguridad, como la DINA o la CNI?
La historia de Nevinson, sin embargo, nos hace indagar en un ámbito mucho más dramático, ya que admite que la violencia existe y no está fácil excluirla de la experiencia humana. Pero advierte acerca de las condiciones que hacen posible que se ejerza sin límites. Y, sin duda, una de las condiciones claves para que esto suceda es la existencia de los fanatismos. Cuando el personaje trata de comprender su dependencia con los servicios de seguridad, distingue el momento en que se sintió cumpliendo una tarea patriótica al servicio de la Corona y, de esta forma, ser parte de una causa común. Es el momento en que hipoteca su lealtad y lo reconoce con estas palabras: “Uno empieza a servir a una causa a su pesar y al cabo del tiempo se siente valorado y útil y ya no cuestiona jamás esa causa, la abraza sin más del mismo modo que saluda cada amanecer, porque es lo que le dota de sentido a su vida”. El jefe de Nevinson, su agente controlador, reflexionando en torno a la capacidad de crueldad de la ETA, la entiende pensando que “La crueldad es contagiosa. El odio es contagioso. La fe es contagiosa… Se convierte en fanatismo a la velocidad del rayo”. Y en esa misma línea, cuando nuestro protagonista discute con una colega joven acerca de la necesidad y justicia de realizar una “ejecución sumaria” sin tener pruebas concluyentes, necesidad que la treintañera defiende sin titubear y lo acusa de dudar y ponerse blando, nos propone una conclusión terrible: a la muchacha “le salió un lado duro y airado, en la juventud es muy fácil serlo, porque no se ven nunca las consecuencias de ser duro y airado. Por eso los fanáticos cortejan a los adolescentes, y los reclutan”.
Y este fenómeno que la novela le atribuye al “ser joven” (falta de historia, facilidad para lo absoluto), se complementa con el fenómeno gregario, con la expresión de la “muchedumbre”. Nevinson, a propósito de las grandes manifestaciones en repudio a alguno de los asesinatos de ETA, que según él harían que mucha gente –de suyo pacífica- estuviera dispuesta al linchamiento, advierte que “No hay que prestarse nunca a esas congregaciones de masas, a esas comunidades laicas, aunque uno se sienta tentado por responsabilidad y civismo y después emocionado, inflamado”. Y nos convoca a ser precavidos, porque, en definitiva, en ese escenario “da igual que la causa sea justa, que se deba elevar una protesta, en todas se corre el peligro de abandonar el juicio y verse envuelto por el sentimiento, lo que todos los manipuladores, religiosos o no, de derechas, de izquierdas, patrióticos, pretenden exacerbar para dirigir las voluntades”. Cuando hoy se busca resolver nuestros temas comunes a través de la expresión indistinta de las masas enfervorizadas y dispuestas a todo, estamos entrañando el riesgo cierto de pavimentar una tragedia de injusticias y arbitrariedades.
Creo que, aparte de ser una gran historia, es importante leer esta novela porque nos conecta directamente con nuestra propia contingencia, en estos tiempos donde muchos actores políticos, de las más diversas posiciones, coquetean con bastante ligereza con las propuestas más rupturistas de organizaciones, grupos, movimientos o partidos que enarbolan la violencia como instrumento relevante de su acción. Alentar, ya sea con entusiasmo o por omisión, la estrategia política que empieza con la funa, sigue con el grito, el puño en la mesa, la exclusión, la prohibición de hablar, y le suma la bomba, el saqueo, el incendio, la agresión física, los disparos, es peligroso. Hay que tomar posición frente a estos hechos y ser claros en los discursos. Esta gran novela nos alerta. No emite juicios, pero nos obliga a hacernos, al menos, una pregunta crucial: ¿da lo mismo una política que normaliza la violencia, a otra que no lo hace?