La violencia es un fenómeno político que atraviesa la historia, del mundo y de nuestro país. ¿Estamos condenados a usarla? Una reflexión a partir de nuestras circunstancias.
Hace algunas horas, en el Senado de la República, se aprobó dar curso al trámite de la llamada “ley de indulto a los presos de la revuelta”. La argumentación más escuchada señala que esta ley es necesaria como forma de dar una respuesta jurídica a un problema político. El problema político sería –y parafraseo una declaración que le escuché a Fernando Atria- que sin la violencia que hubo en las calles a partir del 18 de octubre, no habríamos podido destrabar los amarres anclados en la actual constitución, que habían impedido realizar cambios políticos, sociales, culturales o económicos que no fueran del gusto de la minoría de derecha, que ejercía el veto constitucional de los dos tercios, lo que había representado hasta entonces, una violencia sistémica sobre la voluntad de las mayorías. El argumento tiene peso. Hoy podemos especular –porque los antecedentes históricos lo sustentan- que, sin las movilizaciones masivas, persistentes y, en muchos casos, con un alto componente de violencia, es muy probable que la derecha no se hubiese allanado a establecer un itinerario político (plebiscito de entrada, convención constitucional, plebiscito de salida) para dar cauce a una demanda de cambios institucionales y de régimen del poder que, desde hace mucho tiempo, estaba pendiente. En este sentido, los primeros responsables de haber llegado a la crisis política en que nos situamos a partir del 2019 son los partidos de derecha en Chile, cuya resistencia ideológica a permitir los cambios –a pesar de ser minoría- comprimió las demandas y condujo a un efecto “olla a presión”.
Las evidencias están bastante claras: la ampliación de las libertades personales y los derechos sociales durante los últimos treinta años (divorcio, aborto, no discriminación por razones de género, reconocimiento constitucional a los pueblos originarios, cambio del sistema binominal, creación de una nueva constitución, reformas tributarias redistributivas, etc.) fueron iniciativas que propusieron en su momento los diversos gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría, muchos de los cuales –en virtud del veto de la minoría- fueron impedidos, retardados o desnaturalizados. Estos largos años post dictadura nos demostraron, al final, que un sistema político que genera tales asimetrías en aspectos relevantes del acuerdo social inevitablemente termina estallando. Pareciera, entonces, que encontrar una salida para el conflicto social y político generado precisamente por la respuesta a las condiciones inequitativas antes enunciadas, representa una necesidad impostergable.
Sin embargo, como en las movilizaciones del 2019 no todas las manifestaciones fueron equivalentes, ni en todas participaba la mayoría de quienes protestaban y exigían sus derechos, y porque estos hechos ocurrieron en el marco de una sociedad democrática (con todos los bemoles que cada uno quiera ponerle, pero democrática, al fin y al cabo: eso lo sabe cualquiera que haya vivido bajo una dictadura), considerar algunos de los hechos de violencia ocurridos como esenciales para la ruptura institucional y abrir el cauce a una solución ciudadana, obliga a que quienes están hoy tomando esta decisión sean muy cuidadosos y precisos al momento de definir cuál es la violencia legítima y cuál no. ¿Es lo mismo una barricada y el corte del tránsito en la ciudad, incluso por un tiempo prolongado, que el saqueo de un hotel para encender el fuego en la barricada o el incendio de una iglesia? ¿Es lo mismo lanzar una piedra o usar rayos láser, que prepararse con un arsenal de bombas molotov y tirarlas contra vehículos y personas, incluso quemándolas? ¿Es lo mismo copar la Alameda con un millón de hombres y mujeres marchando –muchas de ellas y ellos cantando y bailando-, que destruir las estaciones del Metro? ¿Es lo mismo una acción de rebeldía y no pagar un pasaje, que destruir las casetas o torniquetes? ¿Es lo mismo gritar groserías y denuestos contra la policía, incluso escribir “el mejor paco es el paco muerto”, que asesinar o intentar asesinar a un carabinero? Nuestros parlamentarios tienen que responder estas preguntas y asegurarse de que la ley que se está discutiendo deje perfectamente claro qué es y que no es legítimo.
A veces me queda la impresión de que el escenario político chileno fue atrapado por dos fuerzas extremas, en cuyo horizonte solo tienen el enfrentamiento violento, ya no como un medio, sino como un fin en sí mismo. Unos, porque no están dispuestos a perder sus posiciones de privilegio y, si para conservarlas es preciso usar la violencia y establecer su poder, entonces no tendrán reparos; y los otros, porque sienten que el carácter violento del cambio les da la posibilidad de anular y, si es posible, destruir a su adversario. Y no tengo dudas de que, en cada bando, hay argumentos y razones que suenan bien. Pero ¿estaremos condenados a tener que elegir entre dos opciones irreconciliables? Quiero creer que no es así y que esta es una falsa dicotomía. La historia –la corta y la larga- no le ayuda mucho a mi creencia y, por momentos, se vuelve más bien un deseo. Sin embargo, me gusta imaginar que de este proceso que estamos viviendo –convención constitucional inclusive- Chile termina construyendo un nuevo estándar democrático, donde la violencia no se ejerce como mecanismo de solución de las diferencias, y la propia sociedad es capaz de crear procedimientos democráticos para resolver los que el sistema político no logra.
Y también hay que discutir el otro lado del conflicto. ¿Son todos los policías igualmente responsables de las violaciones a los derechos humanos? ¿Es lo mismo forcejear con un manifestante en forma violenta mientras una multitud también agrede a los policías, que ensañarse con alguien en una comisaría? ¿Es lo mismo disparar intencionadamente al cuerpo de las futuras víctimas, que afectar a alguien por error o negligencia, cuando se defiende de una andanada de proyectiles? ¿Es lo mismo un oficial que arenga al combate a sus subalternos, que otro que los llama a la prudencia y el control? En fin, si de resolver una situación política se trata, nuestros parlamentarios deberán responder también hasta dónde se aplicaría el indulto que, tal como pareciera, es una suerte de amnistía general a quienes cometieron delitos.
Las guerras étnicas, las revoluciones, las invasiones y conquistas territoriales o religiosas ya sean de subsistencia, imperiales o justicieras, desde hace miles de años siempre han sido inhumanas y han generado enormes dolores. El panorama de nuestro siglo es, a veces, aterrador: la primavera árabe, se transformó en guerras sangrientas en Siria y Libia, por ejemplo. La invasión norteamericana a Afganistán está terminando hoy con los talibanes controlando militarmente el territorio. El conflicto israelí – palestino lleva décadas sangrando cada tanto. Alrededor de sesenta años les costó a los colombianos terminar con la guerra civil (y todavía no sabemos el resultado final). Un tiempo equivalente lleva la guerra de Estados Unidos contra Cuba, tantos como la dictadura en ese país. Podría seguir haciendo una larga lista. Lo triste es que, al parecer, los dolores y tragedias de las guerras y la violencia, no siempre –o casi nunca- se compensan con los objetivos que se buscan. Nosotros, en Chile, sí tuvimos oportunidad de producir un cambio y trocar una situación de violencia institucionalizada (la dictadura), por otra de democracia y recuperación lenta y desigual de nuestros derechos. Comenzamos a vivir mejor, es verdad. ¿Todo lo bien que nos hubiera gustado? No, sin duda. Pero mejor que antes. Lo que nos falta podríamos construirlo sin atravesar por el flagelo de la violencia. Eso depende –aunque suene absurdo decirlo- de la voluntad política de todas nuestras élites: las que ocupan el estado (gobierno, parlamento, jueces, partidos políticos, etc.), las que están cómodamente instaladas en los medios de comunicación, esas que elaboran teorías desde las múltiples academias, las que capturan los movimientos sociales y las demandas históricas y justas de mucha gente, de nuestros artistas e intelectuales, cúpulas empresariales y sindicales de todos los tamaños. De la violencia, no nos salva nadie, excepto nosotros mismos. Y el primer paso, es sacarla de los discursos que la endiosan.